El desgraciado lloró a moco tendido y se deshizo en agradecimientos hacia su señor. Debo decir, en descargo de monsieur L’Ambert, que hizo las cosas con bastante diligencia. Vistió por entero de estreno a Romagné, amuebló para él una habitación en el quinto piso de una vieja mansión de la Rue du Cherche-Midi y le dio quinientos francos para vivir mientras le buscaba trabajo. Aún no habían transcurrido ocho días, cuando le hizo entrar como peón en la casa de un importante fabricante de espejos de la Rue de Sèvres.
Pasó mucho tiempo, seis meses quizá, sin que la nariz del notario diese noticia alguna de su proveedor. Pero un día, mientras el funcionario ministerial, en compañía de su pasante, descifraba los pergaminos de una noble y acaudalada familia, sus lentes de oro se rompieron por mitad y cayeron sobre la mesa.
Este pequeño accidente apenas lo incomodó. Tomó unos quevedos de acero e hizo reparar sus gafas en el Quai des Orfévres. Monsieur Luna, su óptico habitual, se apresuró a pedirle mil disculpas y le envió unas gafas nuevas que en menos de veinticuatro horas volvieron a romperse por el mismo sitio.
Un tercer par corrió la misma suerte; y un cuarto vino después y le ocurrió otro tanto. El óptico no sabía ya cómo disculparse. En el fondo de su alma encontraba que monsieur L’Ambert era culpable de todo lo que ocurría. Mostrándole los estragos de los últimos cuatro días, le decía a su mujer:
—Este joven no es razonable. Usa cristales del número 4, que son forzosamente muy pesados y, por coquetería, quiere una montura del grosor de un hilo. Estoy seguro de que trata a sus gafas como si fueran de hierro fundido. Si le hago cualquier observación, se enfadará; lo mejor será que le envíe otras nuevas con una montura más resistente.
Madame Luna encontró la idea excelente. Pero el quinto par corrió la misma suerte que los anteriores. Pese a no recibir observación alguna, esta vez, monsieur L’Ambert montó en cólera y cedió su privilegio a un establecimiento rival.
Pero parecía que todos los ópticos de París se hubieran puesto de acuerdo para romper sus gafas en las narices del pobre millonario. Hasta doce acabaron igual. Y lo más maravilloso del asunto era que los quevedos de acero que empleaba durante los interregnos, se mantenían sólidos y firmes.
Como todos sabéis, la paciencia no era la virtud predilecta de monsieur Alfred L’Ambert. Se hallaba un día pulverizando a golpe de tacón su último par de gafas, cuando le anunciaron la visita del doctor Bernier.
—¡Por Dios! —exclamó el notario—. Llega usted a tiempo. ¡Estoy hechizado! ¡Que el diablo me lleve!
La mirada del doctor se posó inmediatamente en la nariz de su paciente. La encontró sana, de buen aspecto, fresca como una rosa.
—Me parece que todo marcha muy bien.
—Lo que es a mí, sin duda. Son estas malditas gafas las que no van bien.
Y refirió al doctor toda la historia, y monsieur Bernier quedó pensativo.
—El auvernés anda de por medio en este asunto. ¿Tiene alguna de las monturas rotas?
—Bajo mis pies tiene unas.
Bernier las recogió, las examinó con lupa y creyó ver que el oro estaba como descascarillado en torno al punto de fractura.
—¡Diablos! —dijo—. ¿Habrá hecho Romagné alguna tontería?
—¿Qué tontería puede haber hecho?
—¿Está todavía en casa?
—No, el bribonzuelo me ha abandonado. Ahora trabaja en la ciudad.
—Espero que esta vez haya conservado su dirección.
—Sin duda. ¿Quiere verle?
—Cuanto antes mejor.
—¿Hay algún peligro? ¡Me encuentro perfectamente!
—Vamos primero a casa de Romagné.
Un cuarto de hora más tarde, nuestros señores descendían ante las puertas de Taillade et Cie., en la Rue de Sèvres. Un gran letrero recortado con pedazos de espejo indicaba el género de industria al que se dedicaba la casa.
—Ya estamos aquí —dijo el notario.
—¡Cómo! ¿Trabaja el auvernés en este establecimiento?
—A fe cierta. Yo mismo lo hice entrar.
—Vamos, el mal es menor de lo que pensaba. En cualquier caso, ha cometido una imprudencia imperdonable.
—¿Qué quiere decir?
—Entremos primero.
La primera persona con que se toparon dentro del taller fue al auvernés, en mangas de camisa y azogando un espejo.
—¡Ajá! —dijo el doctor—, lo que me esperaba.
—¿Pero qué pasa?
—Que los espejos se azogan con una capa de mercurio aprisionada bajo una hoja de estaño, ¿lo comprende?
—Todavía no.
—Este animal está embadurnado de mercurio hasta los codos. ¡Qué digo! ¡Hasta las axilas!
—Todavía no veo relación…
—¿No ve que siendo su nariz una porción del brazo del auvernés y que teniendo el oro una tendencia lamentable a amalgamarse con el mercurio, le será del todo imposible conservar sus gafas intactas?
—¡Caray!
—Os queda el recurso de usar gafas con montura de acero.
—Por ahí no paso.
—Si ésa es su decisión… en realidad, no corre ningún riesgo, salvo quizá algunos accidentes mercuriales.
—¡Ah, no! Prefiero que Romagné trabaje en otra cosa. ¡Ven acá, Romagné! Deja lo que estés haciendo y ven inmediatamente con nosotros. ¿Quieres acabar de una vez, so animal? ¡No sabes a lo que me estás exponiendo!
El dueño del taller acudió al revuelo. El notario se presentó con cierta altanería y recordó que había recomendado a aquel hombre por medio de su tapicero. Monsieur Taillade respondió que lo recordaba perfectamente, y le hizo saber que por darle el gusto y ganarse su benevolencia, había promovido al auvernés al puesto de estañador.
—¿Hace quince días de eso? —preguntó L’Ambert.
—Sí, señor, ¿acaso lo sabía?
—¡Demasiado bien, por desgracia! ¡Ay, monsieur! ¿Cómo se puede jugar con cosas tan sagradas?
—¿Que yo he…?
—No, nada… Pero por mí, por usted, por la sociedad entera, recolóquelo donde estaba. O mejor no, devuélvamelo; me lo llevaré conmigo; pagaré por él lo que haga falta. Pero el tiempo apremia, ¡prescripción facultativa!… Romagné, amigo mío, tienes que venir conmigo. Has tenido suerte, ¡todo cuanto tengo te pertenece!… ¡Bueno, no! De todos modos, ven conmigo. ¡Te juro que serás feliz!
Apenas le dio tiempo para vestirse y se lo llevó arrastrando como a una pieza de caza. Monsieur Taillade y sus obreros lo tomaron por un loco. El bueno de Romagné levantaba los ojos al cielo y se preguntaba, mientras caminaba, qué le exigirían esta vez.
Su destino se decidió en el carruaje, mientras él cazaba moscas junto al cochero.
—Mi querido paciente —le decía el doctor al millonario—, es preciso que no pierda de vista a este muchacho. Comprendo que haya decidido echarlo de su casa, pues su compañía no tiene que ser muy agradable, pero no debe alejarlo demasiado, ni pasar mucho tiempo sin tener noticias de él. Alójelo en la Rue de Beaune o en la de l’Université, en las proximidades de su mansión. Déle un oficio menos peligroso para usted; o mejor, si quiere hacerlo bien, pásele una pequeña pensión sin oficio alguno: si trabaja, se fatiga, se expone. No conozco oficio en el que el hombre no exponga su piel, ¡es tan fácil que tenga un accidente! Déle para que pueda vivir sin hacer nada. No obstante, ¡guárdese mucho de que se sienta cómodo! Volvería a beber, y ya sabe lo que eso supondría. Cien francos al mes y el alquiler pagado: es todo cuanto necesita.
—Quizá sea mucho… no por la cantidad, sino porque preferiría darle de comer y no para beber.
—Que sean entonces cuatro luises, a pagar en cuatro ocasiones, los martes de cada semana.
Ofrecieron a Romagné una pensión de ochenta francos mensuales, pero por esta vez se hizo de rogar:
—¿Echo ech todo? —dijo con desdén—. ¡Para echo no merecía la pena chacarme de la Rue de Chèvres! Allí ganaba tres francoch y diez chueldoch diarioch y podía enviar dinero a mi familia. Denme tres francoch y medio al día o déjenme trabajar en loch echpejoch.
Y no hubo más remedio que pasar por el aro, puesto que era dueño de la situación.
Pronto constató L’Ambert que había tomado la mejor solución. El año transcurrió sin incidente alguno. Pagaba a Romagné todas las semanas y lo vigilaba todos los días. El auvernés vivía honradamente, tranquilamente, sin otra pasión que el juego de los bolos. Los hermosos ojos de mademoiselle Steimbourg podían posarse con visible complacencia en la sonrosada nariz del dichoso millonario.
Los dos jóvenes bailaron juntos todos los cotillons del invierno; razón por la que el mundo tenía por seguro su inminente matrimonio. Una noche, a la salida del Théâtre-Italien[51], el viejo marqués de Villemaurin detuvo en el pórtico a L’Ambert.
—Y bien, amigo mío —le dijo—, ¿para cuándo la boda?
—Pero, señor marqués, si todavía no he hablado del particular.
—¿Está esperando acaso que ella le pida la mano? ¡Por el amor de Dios, es el hombre quien debe hablar! El joven duque de Lignant, un auténtico caballero y un mejor muchacho, no ha esperado a que yo le ofreciese a mi hija. ¡Claro que no! Ha venido, me ha gustado y asunto terminado. De aquí a ocho días firmaremos las capitulaciones. Y como bien sabe, amigo mío, éste es un asunto que le atañe en lo profesional. Pero permítame que acompañe a las señoras hasta el coche; nosotros charlaremos de camino al Círculo. ¡Y cúbrase, diablos! No había visto que tenía el sombrero en la mano. ¡Que está el tiempo para pillar un buen resfriado!
El anciano y el joven caminaron juntos hasta el bulevar, el uno hablando, el otro escuchando. L’Ambert volvió a casa para redactar de memoria el contrato matrimonial de mademoiselle Charlotte-Auguste de Villemaurin. Pero en el camino habíase constipado, y bien constipado; y ya no cabía arrepentirse de aquel negocio. El acta fue redactada por su pasante, revisada por los representantes de ambas partes y, finalmente, reproducida en un bonito cuaderno de papel timbrado al que no faltaban más que las firmas.
Llegado el día, L’Ambert, esclavo de sus obligaciones, pese al persistente catarro que amenazaba con hacerle saltar los ojos de sus órbitas, se trasladó en persona hasta la mansión de Villemaurin. Se sonó la nariz por última vez en la antecámara; los lacayos se estremecieron en sus asientos como si hubiesen escuchado las trompetas del Juicio.
Monsieur L’Ambert fue anunciado. Llevaba puestas sus gafas de oro y sonreía con gravedad, como corresponde a tales circunstancias.
Bien encorbatado, guantes ajustados, zapatos de salón, el sombrero bajo el brazo izquierdo, el contrato en su mano derecha, L’Ambert fue a presentar sus respetos a la marquesa, rompiendo modestamente el círculo que la rodeaba, inclinándose ante ella y diciendo:
—Cheñora marquecha, traigo el contrato de vuechtra hija.
Madame de Villemaurin alzó estupefacta su mirada. Un ligero murmullo circuló por entre el auditorio. Monsieur L’Ambert saludó nuevamente y añadió:
—¡Caray, cheñora marquecha! ¡Cherá un día muy felich para la muchacha!
Una vigorosa mano lo agarró por el brazo izquierdo y lo hizo girar sobre sí. En este gesto, reconoció el vigor del marqués.
—Mi querido notario —dijo arrastrándolo hasta un rincón—, el carnaval permite sin duda muchas cosas, pero recuerde dónde se halla y cambie de tono, por favor.
—Pero, cheñor marquech…
—¡Insiste!… Ya ve que soy paciente, pero no abuse. Presente sus excusas ante la marquesa, léanos el contrato matrimonial, y buenas noches.
—¿Pero por qué lach excuchach y por qué lach buenach nochech? ¡Che diría que he cometido alguna torpecha, por Dioch!
El marqués no respondió, si bien hizo señas a los criados que circulaban por el salón. Se abrió la puerta de entrada y se oyó una voz alzarse desde la antecámara:
—¡El coche de monsieur L’Ambert!
Aturdido, confuso, fuera de sí, el pobre millonario salió entre reverencias y pronto se encontró en su carruaje sin saber cómo ni por qué. Se golpeaba la frente, se mesaba los cabellos, se pellizcaba los brazos tratando de despertar, creyendo ser víctima de un mal sueño. ¡Pero no! No dormía. Veía la hora en su reloj, leía los nombres de las calles bajo las luces de gas, reconocía los escaparates de los establecimientos. ¿Qué había dicho? ¿Qué había hecho? ¿Qué convenciones había violado? ¿Qué torpeza o tontería había cometido para que lo tratasen de aquel modo? Porque desde luego no había la menor duda: en la casa de monsieur de Villemaurin lo habían puesto de patitas en la calle. ¡Y el contrato matrimonial estaba allí, en su mano! ¡Aquel contrato redactado con tanto esmero, en estilo tan elevado, y al que ni siquiera se había dado lectura!