Belafon se sentó con los pies colgando por el borde de la roca.
—Mira, no te preocupes —le dijo—. Si sigues pensando que la roca no puede volar, a lo mejor te oye y la persuades, y entonces resultará que tienes razón. Se ve que no estás al día con respecto a las nuevas formas de pensar.
—Eso parece —asintió débilmente Rincewind.
Intentaba con todas sus fuerzas no pensar sobre rocas en el suelo. Intentaba con todas sus fuerzas pensar en rocas planeando como golondrinas, flotando sobre el paisaje por el puro gozo de levitar, ascendiendo hacia el cielo en…
Era horriblemente consciente de que se le daba fatal.
* * *
Los druidas del Disco se enorgullecían de su progresista aproximación al descubrimiento de los misterios del universo. Por supuesto, como los druidas de todas partes, creían en la unidad esencial de todo lo que vive, en el poder curativo de las plantas, en el ritmo natural de las estaciones y en la incineración de todo el que no percibiera adecuadamente todo esto, pero también habían pensado mucho sobre la base misma de la creación, y llegaron a formular la siguiente teoría:
El universo, según decían, dependía para su funcionamiento del equilibrio de cuatro fuerzas que ellos identificaban como encanto, persuasión, inseguridad y mala leche.
De esta manera, el sol y la luna orbitaban en torno al Disco porque habían sido persuadidos para no caer, pero en realidad no volaban a causa de la inseguridad. El encanto permitía que los árboles crecieran y la mala leche los mantenía arriba, etcétera.
Algunos druidas sugirieron que existían ciertos fallos en esta teoría, pero los druidas más ancianos les explicaron con precisión que había un lugar y un momento para la polémica documentada y el debate científico: la pira ceremonial en el siguiente solsticio.
* * *
—Entonces, ¿eres astrónomo? —preguntó Dosflores.
—Oh, no —respondió Belafon mientras la roca se desviaba suavemente para esquivar una montaña—. Soy asesor sobre hardware informático.
—¿Qué es un hardware informático?
—Bueno, esto —dijo el druida dando unas pataditas a la roca con la sandalia—. Al menos, es parte de uno. Es un recambio. Voy a entregarlo. Arriba, en las Llanuras del Vórtice, tienen problemas con los grandes círculos. O eso dicen. Ojalá me dieran un torque de bronce por cada usuario que no se ha leído el manual de instrucciones.
Se encogió de hombros.
—¿Y para qué sirve esto? —preguntó Rincewind. Cualquier cosa con tal de no pensar en la distancia que le separaba del suelo.
—Pues sirve para…, para saber en qué época del año estás —respondió Belafon.
—Ah. ¿Quieres decir que, si está cubierta de nieve, debe de ser invierno?
—Sí. Quiero decir, no. Quiero decir, suponiendo que quisieras saber cuándo saldrá una estrella concreta…
—¿Por qué? —interrogó Dosflores, irradiando un educado interés.
—Bueno, a lo mejor necesitas saber cuándo sembrar los campos —contestó Belafon un poco sudoroso—. O a lo mejor…
—Si quieres, te prestaré mi almanaque —ofreció Dosflores.
—¿Almanaque?
—Es un libro que te dice qué día es —explicó Rincewind con cansancio—. Muy instructivo.
Belafon se puso rígido.
—¿Un libro? ¿De papel?
—Sí.
—Eso no me inspira mucha confianza —dijo el druida con voz antipática—. ¿Cómo va a saber un libro qué día es? El papel no puede contar.
Pegó una patada contra el borde de la roca, haciendo que se tambaleara de manera alarmante. Rincewind tragó saliva e hizo un gesto a Dosflores para que se le acercara.
—¿Has oído hablar del choque entre culturas? —siseó.
—¿Qué es eso?
—Es lo que pasa cuando alguien invierte quinientos años en hacer que un círculo de piedra funcione bien, y luego aparece otro con un librito que tiene una página para cada día con frasecitas ingeniosas como «Es el momento adecuado para sembrar alubias» o «Al que madruga Dios le ayuda». ¿Y sabes lo que no hay que olvidar bajo ningún concepto sobre el choque entre… —Rincewind se detuvo un momento para recuperar el aliento, y movió los labios en silencio tratando de recordar dónde había dejado la frase— culturas? —concluyó.
—¿El qué?
—Que nunca debe sufrirlo un hombre que pilota una roca de mil toneladas.
* * *
— ¿Se ha ido?
Trymon atisbó cautelosamente por encima de las almenas de la Torre del Arte, la gran espiral de ladrillos decrépitos que se alzaba amenazadora sobre la Universidad Invisible. El grupo de estudiantes e instructores de magia, mucho más abajo, asintieron.
—¿Seguro?
El tesorero se llevó las manos a la boca formando bocina.
—¡Rompió la puerta eje y huyó hace una hora, señor! —gritó.
—Te equivocas —dijo Trymon—. Se marchó, los que huimos fuimos nosotros. Bueno, bajaré. ¿Atrapó a alguien?
El tesorero tragó saliva. No era un mago, sino un hombre bueno y amable que no debería haber visto las cosas que había presenciado durante la última hora. Por supuesto, estaba acostumbrado a los pequeños demonios, a las luces de colores y a las imágenes medio materializadas que andaban por el campus, pero el ataque implacable del Equipaje había tenido un algo que le dejó de piedra. Tratar de detenerlo habría sido como enfrentarse con un glaciar.
—¡Se… se comió al decano de Estudios Liberales, señor! —gritó.
Trymon se animó un poco.
—Es un mal viento —murmuro.
Empezó a bajar por la larga escalera de caracol. Al cabo de un rato, sonrió, una sonrisa fina, tensa. Desde luego, el día iba mejorando.
Había mucho que organizar. Y organizar era lo que más le gustaba a Trymon.
La roca planeó sobre las elevadas llanuras, barriendo la nieve de las cumbres que encontraba pocos metros más abajo. Belafon trabajó nerviosamente, olfateando un ungüento de muérdago por aquí, dibujando una runa con tiza por allá, mientras Rincewind se encogía de miedo y de agotamiento, y Dosflores se preocupaba por su Equipaje.
—¡Ahí delante! —gritó el druida por encima del ruido del viento—. ¡Contemplad la gran computadora de los cielos!
Rincewind echó un vistazo por entre sus dedos. En el lejano horizonte había una inmensa estructura de losas grises y negras, dispuestas en círculos concéntricos y formando avenidas místicas, que destacaba, esbelta e imponente, contra la nieve. Sin duda los hombres no habían podido mover aquellas montañas incipientes…, sin duda un ejército de gigantes había sido transformado en piedra por algún…
—Vaya montón de rocas —dijo Dosflores.
Belafon titubeó a medio gesto.
—¿Cómo?
—Es muy lindo —añadió el turista apresuradamente. Buscó una palabra—. Pintoresco —decidió.
El druida se puso rígido.
—¿Lindo? —repitió marcando cada sílaba—. Un triunfo de la era del silicio, un milagro de la moderna tecnología masónica… ¿lindo?
—Oh, sí —asintió Dosflores, para quien el sarcasmo no era más que una palabra de ocho letras que empezaba por S.
—¿Qué significa «pintoresco»? —preguntó el druida.
—Significa «terriblemente impresionante» —explicó rápidamente Rincewind—. Y parece que corremos el peligro de aterrizar; así que si no te importa…
Belafon se dio media vuelta, sólo ligeramente apaciguado. Alzó los brazos bien extendidos y gritó una serie de palabras intraducibles que acababa con un «¡lindo!» en un susurro dolido.
La roca aminoró la velocidad, se desvió hacia un lado sobre un lecho de nieve y quedó suspendida sobre el círculo. Abajo, un druida agitaba dos ramas de muérdago trazando complicadas pautas, y Belafon hizo descender hábilmente la enorme losa hasta posarla entre dos gigantes verticales.
Rincewind dejó escapar el aliento en un largo suspiro, que huyó a toda velocidad para esconderse en alguna parte.
Una escalera fue colocada con un restallido contra un costado de la losa, y la cabeza de un druida anciano apareció sobre el borde. Miró con asombro a los dos pasajeros, y alzó la vista para mirar a Belafon.
—Ya era hora, maldita sea —dijo—. Quedan siete semanas para la Noche de la Vigilia de los Puercos, y nos ha vuelto a dejar tirados.
—Hola, Zakriah —saludó Belafon—. ¿Qué ha pasado esta vez?
—Funciona de pena. Hoy predijo el amanecer con tres minutos de adelanto. Para que hablen de cacharros, muchacho.
Belafon bajó por la escalera y desapareció de la vista. Los pasajeros se miraron, y luego contemplaron el vasto espacio abierto que comprendía el círculo interior de piedras.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Dosflores.
—Podríamos ir a dormir —sugirió Rincewind.
Dosflores hizo caso omiso de la idea y bajó por la escalera.
Alrededor del círculo, los druidas golpeaban suavemente los megalitos con pequeños martillos, y luego escuchaban con atención. Muchas de las enormes piedras estaban tendidas de lado, rodeadas de druidas que las examinaban atentamente y discutían entre ellos. Algunas frases arcanas llegaban hasta Rincewind arrastradas por el viento:
—No puede ser incompatibilidad de software…, el Salmo de la Espiral Hollada fue diseñado para los anillos concéntricos, idiota…
—Yo propongo que volvamos a encender el fuego y probemos con una sencilla ceremonia lunar…
—Muy bien, muy bien, así que a las piedras no les pasa nada. Es el universo entero el que se ha estropeado, ¿no…?
Entre las nieblas de su mente exhausta, Rincewind recordó la horrorosa estrella que habían visto en el cielo. Algo se había estropeado en el universo la noche anterior.
¿Cómo había vuelto al Disco?
Tenía la sensación de que las respuestas estaban en algún lugar del interior de su cabeza. Y una sensación aún más desagradable empezó a invadirle cuando se le ocurrió que algo más estaba observando la escena…, algo que también miraba a través de sus ojos.
El Hechizo se había arrastrado desde su madriguera en lo más profundo de los senderos inexplorados de su mente, y estaba descaradamente en su frente, observando el espectáculo y haciendo el equivalente mental a comer palomitas.
Intentó hacerlo retroceder… y el mundo desapareció.
Se encontró en la oscuridad; una oscuridad cálida, polvorienta, la oscuridad de la tumba, la negrura aterciopelada del sarcófago. El aire tenía el fuerte olor del cuero viejo y la acritud del papel antiguo. El papel crujió.
Sintió que la oscuridad estaba llena de horrores inimaginables…, y lo malo de los horrores inimaginables es que resulta muy fácil imaginarlos.
—Rincewind —llamó una voz.
Rincewind nunca había oído hablar a un lagarto, pero estaba seguro de que, si lo hiciera, la voz sería como aquélla.
—Mmm —consiguió decir—. ¿Sí?
La voz dejó escapar una risita… un sonido extraño, delgado como el papel.
—Deberías preguntar «¿Dónde estoy?» Es lo tradicional —afirmó.
—¿Me gustaría saberlo? —inquirió Rincewind.
Contempló fijamente la oscuridad. Ahora que se había acostumbrado a ella, podía ver algo. Algo vago, con un brillo apenas suficiente para ser algo en realidad, un simple rastro en el aire. Algo extrañamente familiar.
—De acuerdo —se rindió—, ¿dónde estoy?
—Estás soñando.
—¿Puedo despertarme ya, por favor?
—No —respondió otra voz tan vieja y seca como la primera, pero aun así ligeramente diferente.
—Tenemos que decirte algo muy importante —intervino una tercera voz con un tono aún más cadavérico que las otras.
Rincewind asintió estúpidamente. En el fondo de su cabeza, el Hechizo se removió y echó un vistazo cauteloso por encima de su hombro mental.
—Nos has causado un montón de problemas, joven Rincewind —siguió la voz—. ¡Tanto caerse por el borde del mundo, sin pensar en los demás…! ¿Sabes que hemos tenido que distorsionar seriamente la realidad?
—Vaya.
—Y ahora te aguarda una tarea realmente importante.
—Oh. Qué bien.
—Hace muchos años, nos las arreglamos para que uno de nosotros se escondiera en tu cabeza, porque previmos la llegada de un momento en el que tú tendrías que desempeñar un papel muy importante.
—¿Yo? ¿Por qué?
—Porque eres un experto en huir —explicó una de las voces—. Eso está muy bien. Eres un superviviente.
—¿Superviviente? ¡Si han estado a punto de matarme docenas de veces!
—Exacto.
—Oh.
—Pero intenta no volver a caerte del Disco. Nosotros no podemos permitirlo.
—¿Quién es «nosotros», con exactitud?
Se oyó un crepitar en la oscuridad.
—En el principio fue el Verbo —dijo una voz seca justo detrás de él.
—Fue el Huevo —corrigió otra voz—. Lo recuerdo con toda claridad. El Gran Huevo del Universo. Estaba un poco pasado.
—En realidad, los dos os equivocáis. Estoy seguro de que fue el Lodo Primordial.
—No, eso vino después —dijo una voz a la altura de la rodilla de Rincewind—. Lo primero que hubo fue el firmamento. Montones de firmamento. Era bastante pegajoso, como si fuera de almíbar.