—Me parece que yo podría arreglarlo… en beneficio del consejo del bosque, por supuesto —le interrumpió Swires, tratando de esquivar la mirada del mago.
—…Y además, no te la puedes llevar. Quiero decir; no cabe en el Equipaje, ¿verdad?
Rincewind señaló el Equipaje, que estaba tendido junto a la chimenea y, por imposible que pareciera, tenía aspecto de tigre satisfecho… pero alerta. Luego, volvió la vista hacia Dosflores. El alma se le cayó a los pies.
—No cabe, ¿verdad? —repitió.
Nunca se había reconciliado con la idea de que el interior del Equipaje no parecía residir en el mismo mundo que el exterior. Por supuesto, aquello no era más que un producto residual de su rareza esencial, pero resultaba muy desconcertante ver cómo Dosflores lo llenaba de camisas y calcetines sucios para al momento abrirlo y encontrarse dentro toda la ropa limpia, planchada y con un ligero olor a lavanda. Además, el turista había comprado un montón de artesanía nativa (chatarra, en palabras de Rincewind), y hasta un rastrillo ceremonial de dos metros de largo parecía caber dentro con facilidad, sin sobresalir por ningún lado.
—No sé —dijo Dosflores—. Eres mago, tú entiendes de estas cosas.
—Sí, bueno, claro, pero la magia necesaria para hacer maletas es de un nivel muy elevado —asintió apresuradamente Rincewind—. De cualquier manera, estoy seguro de que los gnomos no querrán venderla. Es… es… —Rebuscó entre lo que sabía del enloquecido vocabulario de Dosflores—. Es una atracción turística.
—¿Y eso qué es? —inquirió Swires muy interesado.
—Quiere decir que muchas personas como él vendrán aquí a ver la casa.
—¿Por qué?
—Porque… —Rincewind buscó más palabras—. Porque es típica. Tiene el atractivo de lo tradicional. Pintoresca. Eh… una encantadora muestra del arte popular, anclada en las tradiciones de una época ya perdida.
—¿De verdad? —se asombró Swires, mirando la casita como si la viera por primera vez.
—Sí.
—¿Todo eso?
—Así me temo.
—Os ayudaré a recoger.
Y la noche va pasando, bajo una manta de nubes cada vez más cerradas que cubre la mayor parte del Disco…, cosa que viene muy bien, porque cuando se despejen y los astrólogos vean el cielo con claridad, se van a poner muy nerviosos.
En diversas zonas del bosque, en estos momentos partidas de magos se están perdiendo, caminando en círculos y escondiéndose unos de otros, muy preocupados porque cada vez que tropiezan con un árbol éste se disculpa. Pero, aunque sea con tantos contratiempos, muchos de ellos se están acercando a la casita…
Así que es un buen momento para volver al destartalado edificio de la Universidad Invisible, y en concreto a las habitaciones de Grishald Spold, el mago más viejo del Disco y decidido a seguir siéndolo.
Acaba de ponerse muy nervioso.
Lleva algunas horas muy ajetreado. Es bastante sordo y un poco duro de mollera, pero los magos ancianos tienen los instintos de supervivencia muy agudizados, y saben que cuando una figura alta con túnica negra y el último grito en herramientas de horticultura te mira con gesto pensativo, es hora de moverse con rapidez. Había dado la noche libre a los criados. Había sellado las puertas con pasta de moscas de mayo, había dibujado octogramas protectores en las ventanas. Después de eso derramó en el suelo aceites extraños y bastante malolientes, trazando dibujos raros que hacían daño a los ojos y sugerían que su diseñador había estado borracho, o bien procedía de otra dimensión; o, más probablemente, ambas cosas. En el centro de la habitación se encuentra el octograma de Retención, rodeado de velas rojas y verdes. Y en el centro mismo de éste hay una caja fabricada de pino piñonero, que crece hasta edades increíbles, envuelta en seda roja y con más amuletos protectores todavía. Porque Grishald Spold sabe que la Muerte le anda buscando, y él se ha pasado muchos años diseñando un escondrijo impenetrable.
Acaba de fijar el complicado sistema de relojería de la cerradura, ha cerrado la tapa, y se ha tumbado con la tranquilidad que da el saber que por fin tiene la defensa perfecta contra su enemiga definitiva, aunque todavía no ha caído en la cuenta de que, en este tipo de proyectos, los agujeros para respirar desempeñan un papel muy importante.
Y junto a él, muy cerca de su oreja, una voz acaba de decir: «Qué oscuro está esto, ¿no?»
* * *
Empezó a nevar. Las ventanas de azúcar candi de la casita brillaban alegremente, destacando en la oscuridad.
A un lado del claro, tres puntitos de luz roja relampaguearon un instante. Se oyó el ruido de una tos pectoral, bruscamente silenciada.
—¡Silencio! —siseó un mago de tercer nivel—. ¡Nos van a oír!
—¿Quién? A los muchachos de la Hermandad Burlona les dimos esquinazo en el pantano, y esos imbéciles del Venerable Consejo de los Videntes ya andaban despistados de todas maneras.
—Sí —intervino el mago más joven—. Pero ¿quién nos está hablando todo el rato? He oído que este bosque es mágico, está lleno de duendes, lobos y…
—Árboles —dijo una voz desde arriba, en la oscuridad.
Aunque la comparación sea extraña, la voz tenía la cualidad de un serrucho.
—Eso —asintió el mago joven.
Dio una calada a la colilla del cigarrillo y se estremeció.
El jefe del grupo echó un vistazo por encima de la roca, observando la casita.
—Muy bien —dijo, sacudiendo su pipa contra el tacón de la bota de siete leguas, que chilló en tono de protesta—. Entramos, los cogemos y nos largamos, ¿de acuerdo?
—¿Estás seguro de que sólo son personas? —preguntó el mago joven, nervioso.
—Claro que estoy seguro —rugió el jefe—. ¿Qué esperas encontrar, tres osos?
—A lo mejor son monstruos. Ésta es la clase de bosque donde hay monstruos.
—Y árboles —aportó una voz amistosa desde las ramas.
—Cierto —respondió el jefe con cautela.
* * *
Rincewind contempló cautelosamente la cama. Era una hermosa camita, de una especie de toffee recubierto de caramelo, pero hubiera preferido comérsela a dormir en ella, y al parecer a alguien se le había ocurrido la misma idea.
—Alguien se ha estado comiendo mi cama —dijo.
—Me gusta el toffee —se defendió Dosflores.
—Si no tienes cuidado, ese ratoncito vendrá y se te llevará todos los dientes.
—No, son los elfos —informó Swires desde la cómoda—. Los elfos son los que se llevan los dientes. Y también las uñas de los pies. A veces los elfos son un tanto susceptibles.
Dosflores se dejó caer sentado en la cama.
—Estás equivocado —dijo—. Los elfos son nobles, hermosos, sabios y justos. Estoy seguro de que lo he leído en alguna parte.
Swires y la rodilla de Rincewind intercambiaron miradas.
—Debesdereferirteaotrotipodeelfos—dijo el gnomo con voz pausada—. Aquí sólo tenemos de los que te he dicho. No se puede decir que tengan mal genio —añadió rápidamente—. No, a menos que tengas ganas de volver a casa con los dientes en el bolsillo.
Se oyó claramente el ruido inconfundible de una puerta de turrón al abrirse. Al mismo tiempo, desde el otro lado de la casita les llegó un ligerísimo tintineo, como el de una roca destrozando una ventana de azúcar candi con toda la delicadeza posible.
—¿Qué ha sido ese ruido? —preguntó Dosflores.
—¿Cuál de los dos? —replicó Rincewind.
Oyeron el crujido de una pesada rama restallando contra el alféizar de la ventana. Gritando «¡Gnomos!», Swires salió corriendo hacia una ratonera y desapareció.
—¿Qué hacemos? —quiso saber Dosflores.
—¿Huir? —sugirió Rincewind esperanzado.
Siempre había mantenido que la huida era el mejor medio de supervivencia. En los viejos tiempos, según decía la teoría, la gente que se enfrentaba a tigres de dientes de sable hambrientos se dividía en dos categorías: los que huían y los que se quedaban allí diciendo «¡Qué magnífico animal!» o bien «Gatito, gatito».
—Ahí hay una despensa —dijo Dosflores señalando una estrecha puerta estrujada entre la pared y la chimenea.
Se refugiaron en la oscuridad húmeda y dulzona.
Los tablones de chocolate crujieron fuera.
—Me ha parecido oír voces —dijo alguien.
—Sí, abajo —respondió otro—. Seguro que son los Burlones.
—¡Pero si dijiste que les habíamos dado esquinazo!
—¡Eh, vosotros dos, este sitio se come! Mirad, se…
—¡Cállate!
Se oyeron muchos crujidos más, y un grito ahogado procedente del piso inferior, donde un Venerable Vidente, arrastrándose cautelosamente en la oscuridad tras entrar por la ventana rota, había aplastado los dedos a un Burlón que se escondía bajo la mesa. El zumbido de la magia recorrió la casa.
—¡Bribón! —gritó una voz en el exterior—. ¡Lo tienen! ¡Vamos!
Más crujidos y, luego, el silencio. Tras un rato, Dosflores lo rompió.
—Rincewind, me parece que en esta despensa hay una escoba.
—¿Y qué hay de raro en eso?
—Que tiene un manillar.
Abajo retumbó un aullido ensordecedor. En la oscuridad, un mago había intentado abrir la tapa del Equipaje. Un ruido en la cocina delató la repentina llegada de los Magos Iluminados del Círculo Íntegro.
—¿Qué crees que buscan? —susurró Dosflores.
—No lo sé, y me parece que sería buena idea no averiguarlo —respondió Rincewind, pensativo.
—Quizá tengas razón.
Rincewind abrió la puerta cautelosamente. La habitación estaba vacía. Caminó de puntillas hasta la ventana y miró hacia abajo, al mismo tiempo que, en el exterior, los rostros de tres Hermanos de la Orden de Medianoche miraban hacia arriba.
—¡Es él!
Retrocedió rápidamente y corrió hacia la escalera.
La escena que encontró abajo era indescriptible, pero como semejante afirmación tenía pena de muerte durante el reinado de Olaf Quimby II, más vale intentarlo. Para empezar, la mayoría de los magos combatientes trataban de iluminar la escena con diversas llamas, bolas de fuego y resplandores mágicos, de manera que aquello parecía una discoteca instalada en una fábrica de luces estroboscópicas; cada hombre buscaba desesperadamente una posición desde la que se divisara el resto de la habitación y al tiempo se estuviera a salvo de cualquier ataque, y absolutamente todos intentaban por todos los medios no cruzarse en el camino del Equipaje, que había arrinconado a dos Venerables Videntes y chasqueaba la tapa en cuanto alguien se acercaba. Pero dio la casualidad de que un mago alzó la vista.
—¡Es él!
Rincewind retrocedió de un salto, y algo chocó contra él. Miró a su alrededor apresuradamente, y se quedó boquiabierto al ver a Dosflores montado en la escoba…, que, por cierto, flotaba en el aire.
—¡La bruja se la debió de dejar! —exclamó el turista—. ¡Una auténtica escoba mágica!
Rincewind titubeó. Chispas octarinas brillaban entre las cerdas de la escoba, y él odiaba las alturas casi más que a cualquier otra cosa en el mundo. Pero lo que en realidad odiaba más que a cualquier otra cosa en el mundo era a una docena de magos muy furiosos corriendo escaleras arriba hacia él, y eso era exactamente lo que sucedía en aquel momento.
—Muy bien —dijo—. Pero conduzco yo.
Lanzó una patada contra un mago que estaba a medio Hechizo de Retención, y saltó a lomos de la escoba, que se tambaleó por la escalera y se dio media vuelta, de manera que Rincewind quedó en un horrible frente a frente con un Hermano de Medianoche.
Aulló y sacudió convulsivamente el manillar.
Varias cosas sucedieron a la vez. La escoba salió disparada hacia adelante y destrozó una pared en su camino, lanzando al aire una lluvia de migas de mazapán. El Equipaje dio un salto y mordió al Hermano en la pierna. Y; con un extraño sonido silbante, una flecha apareció de la nada, falló a Rincewind por cuestión de milímetros y fue a clavarse en la tapa del Equipaje con un golpe seco.
El Equipaje desapareció.
* * *
En un pueblecito perdido en lo más profundo del bosque, un viejo shamán arrojó unas cuantas ramitas más a la hoguera y, entre el humo, escudriñó el rostro de su avergonzado aprendiz.
—¿Una caja con patas? —preguntó.
—Sí, maestro. Bajó del cielo y me miro —respondió el aprendiz.
—Entonces, ¿esa caja tenía ojos?
—N…
El aprendiz se detuvo, confuso. El anciano frunció el ceño.
—Muchos han visto a Topaxci, el Dios de la Seta Roja, y son llamados shamanes —dijo—. Algunos han visto a Skelde, espíritu del humo, y son llamados hechiceros. Unos pocos han tenido el privilegio de ver a Umcherrel, el alma del bosque, y son llamados maestros espirituales. Pero nadie ha visto una caja con cientos de patas que le mirase sin ojos, y el que la vea será llamado idio…