—Agua caliente, buenoz dientez y papel higiénico zuave.
* * *
Una deslumbrante luz octarina brillaba en la forja. Galder Ceravieja, desnudo de cintura para arriba, con el rostro oculto tras una máscara de vidrio ahumado, entrecerró los ojos para escudriñar en el brillo y dejó caer el martillo con precisión quirúrgica. La magia chilló y se retorció entre las tenazas, pero siguió trabajándola, convirtiéndola en una línea de fuego agonizante.
Un tablón del suelo crujió. Galder se había pasado muchas horas afinándolos a tal efecto, siempre conviene tomar ese tipo de precauciones cuando se tiene un ayudante ambicioso que camina como un gato.
Re bemol. Así que estaba justo a la derecha de la puerta.
—Ah, Trymon —dijo sin darse la vuelta. Advirtió con cierta satisfacción el leve suspiro de sorpresa tras él—. Has sido muy amable al venir. ¿Te importa cerrar la puerta?
Trymon empujó la pesada puerta con rostro inexpresivo. Sobre él, en un elevado estante, varias imposibilidades embotelladas se revolcaron en sus frascos de escabeche y le observaron con interés.
Como todos los talleres de los magos, aquel lugar parecía como si un taxidermista hubiera dejado caer todas sus pertenencias en una fundición y luego se hubiera peleado con un enloquecido soplador de vidrio, volándole de paso la cabeza a un inocente cocodrilo que pasara por allí (estaba colgado del techo y apestaba a alcanfor). Había anillos y lámparas que Trymon se moría por frotar; y espejos que bien merecían un segundo vistazo. Un par de botas de siete leguas se estremecían inquietas en una jaula. Toda una biblioteca de grimorios, no tan poderosos como el Octavo, por supuesto, pero repletos de hechizos, crujieron e hicieron tintinear sus cadenas al sentir la mirada codiciosa del mago. Aquella acumulación de poder puro le hacía estremecerse como ninguna otra cosa en el mundo, pero detestaba la cursilería y el estilo teatrero de Galder.
Por ejemplo, Trymon sabía que el líquido verdoso que burbujeaba misteriosamente a través de un laberinto de pipetas retorcidas sobre una de las mesas de trabajo, no era más que tinta verde mezclada con jabón: había sobornado a uno de los criados para averiguarlo.
Algún día, pensó, todo esto desaparecerá. Empezando por el maldito cocodrilo. Sus nudillos se pusieron blancos…
—Bueno, bueno —dijo Galder alegremente, colgando el delantal y recostándose en el sillón con brazos de zarpas de león y patas palmeadas de pato—. Me has mandado ese memoloquesea.
Trymon se encogió de hombros.
—Memorándum. Me limitaba a informarte, señor; de que todas las demás órdenes han enviado agentes al Bosque Skund para capturar al Hechizo, mientras que tú no has hecho nada —dijo—. No me cabe duda de que revelarás tus motivos a su debido tiempo.
—Tanta confianza me hace enrojecer —le dijo Galder.
—El mago que consiga el Hechizo ganará un gran honor para sí mismo y para su Orden. Los otros han usado botas y todo tipo de magia de transportación. ¿Qué te propones utilizar tú, maestro?
—Me parece captar un cierto sarcasmo.
—En absoluto, maestro.
—¿Ni siquiera una pizca?
—Ni la menor de las pizcas, maestro.
—Bien. Porque no tengo intención de ir.
Galder extendió el brazo para coger un viejo libro. Murmuró una orden y el volumen se abrió con un crujido. Un marcapáginas sospechosamente parecido a una lengua chasqueó, volviendo a enterrarse en la encuadernación.
Buscó algo detrás de su sillón, y sacó una bolsita de cuero para el tabaco y una pipa del tamaño de un horno crematorio. Con la habilidad de un adicto terminal a la nicotina, frotó entre sus manos una nuez de tabaco y la introdujo en la cazoleta. Chasqueó los dedos para producir una llama. Inhaló profundamente y suspiró con satisfacción… y alzó la vista.
—¿Sigues ahí, Trymon?
—Tú me hiciste llamar, maestro —respondió éste con voz tranquila.
Al menos, ésas fueron las palabras que salieron de sus labios. En lo más profundo de los ojos grises, había un ligerísimo brillo que decía que llevaba una lista de cada menosprecio, de cada parpadeo despectivo, de cada ligero reproche, de cada mirada de superioridad, y que por cada una de aquellas cosas el cerebro vivo de Galder se pasaría un año sumergido en ácido.
—Ah, sí. Perdona los despistes de este viejo —asintió Galder con voz amable. Le mostró el libro que había estado leyendo—. No me va tanta carrera. Todo es demasiado teatral, tonterías con alfombras mágicas y botas de siete leguas, pero la auténtica magia está en el cerebro. Por ejemplo, mira las botas de siete leguas: si el hombre estuviera hecho para avanzar treinta kilómetros de un paso, estoy seguro de que Dios nos habría dado piernas más largas… ¿Qué estaba diciendo?
—No estoy seguro —replicó Trymon con frialdad.
—Ah, sí. Me extraña mucho que no encontráramos nada sobre la Pirámide de Camis-Het en la biblioteca. Habría jurado que teníamos algo, ¿tú no?
—El bibliotecario será castigado, por supuesto.
Galder le miró de soslayo.
—Nada demasiado drástico —dijo—. Supongo que le quitaremos su ración de plátanos.
Se miraron durante un instante.
Galder fue el primero en apartar la vista…, mirar fijamente a Trymon siempre le molestaba. Le producía la misma sensación desconcertante que clavar los ojos en un espejo y no ver a nadie.
—De cualquier manera —siguió—, por extraño que parezca, encontré información en otra parte. En mis modestas estanterías, para ser exactos. El diario de Skrelt Cambiacestas, fundador de nuestra Orden. Tú, mi joven amigo tan dispuesto a salir corriendo, ¿sabes lo que sucede cuando muere un mago?
—Todos los hechizos que haya memorizado se pronuncian a sí mismos —respondió Trymon—. Es una de las primeras cosas que aprendemos.
—Pues eso no se aplica a los Ocho Grandes Hechizos originales. Gracias a un estudio exhaustivo, Skrelt descubrió que un Gran Hechizo se limitará a refugiarse en la mente abierta más cercana, si está preparada para recibirlo. ¿Te importa acercar el espejo grande?
Galder se puso de pie y se acercó con paso cansino a la forja, que ya estaba fría. Pese a eso, la hebra de magia todavía se estremecía, presente y ausente a la vez, como una hendidura que diera a otro universo lleno de cálida luz azul. La cogió sin problemas, tomó un arco largo de un estante, dijo una palabra poderosa y observó con satisfacción cómo la magia se aferraba a los extremos del arco y luego se tensaba hasta que la madera crujió. Seleccionó una flecha.
Trymon había empujado un enorme espejo de cuerpo entero hasta el centro de la habitación. Cuando sea el jefe de la Orden, se dijo para sus adentros, no iré por ahí en zapatillas arrastrando los pies, desde luego.
Como se ha mencionado antes, Trymon opinaba que se podrían hacer grandes cosas con un poco de savia fresca si antes se eliminaba la madera muerta…, pero, por el momento, sentía un interés sincero por ver qué se proponía el viejo imbécil.
Se habría sentido muy satisfecho de saber que tanto Galder como Skrelt Cambiacestas estaban absolutamente equivocados.
Galder hizo unos cuantos pases ante el espejo, que se nubló y luego se aclaró para mostrar una vista aérea del Bosque de Skund. Lo observó con atención mientras sostenía el arco con la flecha apuntando vagamente hacia el techo. Murmuró unas cuantas palabras como «determinación de la velocidad del viento, pongamos unos tres nudos» y «ajuste de temperatura»… y luego, con un gesto bastante decepcionante, soltó la flecha.
Si las leyes de acción y reacción hubieran estado un poco más atentas, tendría que haber caído al suelo a un metro escaso de distancia. Pero, si dijeron algo, nadie les hizo caso.
Con un sonido que desafiaba a toda descripción, pero que para ser completistas definiremos básicamente como «¡spang!» tras tres días de trabajo intensivo en una emisora de radio con una buena mesa de mezclas, la flecha desapareció.
Galder tiró el arco a un lado y sonrió.
—Por supuesto, tardará cosa de una hora en llegar allí —dijo—. Luego el hechizo se limitará a seguir el camino ionizado de vuelta aquí. A mí.
—Muy notable —dijo Trymon.
Pero cualquier telépata que pasara por allí habría leído en letras de diez metros de altura: «¿Y por qué no a mí?» Bajó la vista hacia la abarrotada mesa de trabajo, en la cual había un cuchillo muy largo y afilado que parecía hecho a medida para lo que se le acababa de ocurrir.
La violencia no era algo en lo que le gustase involucrarse directamente. Pero la Pirámide de Camis-Het había explicado con bastante precisión la recompensa que aguardaba al que reuniera los Ocho Hechizos en el momento adecuado, y Trymon no iba a permitir que años de trabajo y esfuerzos se fueran a hacer gárgaras sólo porque a un viejo idiota se le había ocurrido una idea genial.
—¿Quieres una taza de chocolate mientras esperamos? —dijo Galder dirigiéndose hacia la campana para avisar a los criados.
—Desde luego —respondió Trymon.
Recogió el cuchillo y lo sopesó buscando el punto de equilibrio.
—Tengo que felicitarte, maestro. Veo que tendremos que madrugar mucho si queremos adelantarte.
Galder se echó a reír. Y el cuchillo partió de manos de Trymon a tal velocidad que (a causa de la naturaleza indolente de la luz del Disco) pareció hacerse un poco más pequeño y pesado al ser lanzado, con puntería infalible, hacia la garganta de Galder.
No llegó a ella. En vez de eso, se desvió hacia un lado y trazó una órbita muy rápida…, tanto que por un momento Galder pareció lucir un collar metálico. Se dio media vuelta. De repente, a Trymon le pareció que había crecido muchos metros, que era mucho más poderoso.
El cuchillo se desvió de su órbita y fue a clavarse en la puerta, a una distancia de la oreja de Trymon equivalente al espesor de una sombra.
—¿Madrugar? —dijo Galder con voz amable—. Hijo mío, no tendríais que acostaros en toda la noche.
* * *
— ¿Quieres un poco más de mesa? —ofreció Rincewind.
—No, gracias, no me gusta el mazapán —respondió Dosflores—. Además, me parece que no está bien comerse el mobiliario ajeno.
—No te preocupes —le tranquilizó Swires—, hace años que la vieja bruja no viene por aquí. Se dice que un par de chavales que se habían escapado de su casa la devolvieron al buen camino.
—Los niños de hoy en día… —comentó Rincewind.
—A mí me parece que la culpa la tienen los padres —dijo Dosflores.
Una vez hecho el necesario reajuste mental, la casita de chocolate era un lugar bastante agradable. La magia residual la mantenía en pie, y los animales salvajes que no habían muerto ya de caries agudizadas la esquivaban. Una animada hoguera de troncos caramelizados ardía con bastantes chisporroteos en la chimenea. Rincewind había tratado de recoger leña en el exterior; pero acabó por rendirse: es muy difícil quemar una madera que te está hablando.
Eructó.
—Esto no es muy saludable —dijo—. Quiero decir; ¿por qué dulces? ¿Por qué no pan y queso? O salchichón, ya que nos ponemos…, me vendría bien un buen sofá de salchichón.
—A mí que me registren —replicó Swires—. La vieja Abuelita Cariñosa sólo hacía dulces. Ojalá hubierais visto sus merengues…
—Ya los he visto —señaló Rincewind—. Se me ocurrió echar un vistazo a las mantas.
—El chocolate es más tradicional —interrumpió Dosflores.
—¿Para qué, para las mantas?
—No digas tonterías —respondió el turista en tono razonable—. ¿Quién ha oído hablar de mantas de chocolate?
Rincewind gruñó. Sólo podía pensar en comida…, más concretamente en la comida de Ankh-Morpork. Era raro, pero cuanto más lejos estaba de allí, más atractivo le parecía. Sólo tenía que cerrar los ojos para visualizar; con una precisión que le hacía la boca agua, los tenderetes de alimentos, embajadores de un centenar de culturas en los mercados. Se podía comer gelatosh o sopa de aleta de tiburón tan fresca que los nadadores no se acercarían a ella, y…
—¿Crees que este lugar estará en venta? —preguntó Dosflores.
Rincewind titubeó. Había aprendido que era conveniente considerar con suma cautela las más sorprendentes preguntas de Dosflores antes de dar una respuesta.
—¿Para qué? —inquirió precavidamente.
—Bueno, es que huele a tranquilidad y solaz.
—Oh.
—¿Qué es un solaz? —quiso saber Swires, olfateando cautelosamente con cara de que, fuera lo que fuera, él no había sido.
—Creo que es un terreno sin edificios —dijo Rincewind—. De cualquier manera, no puedes comprar la casa porque no hay nadie a quien comprarla…