—Oook —dijo.
Trymon lo cogió rápidamente.
La cubierta estaba manoseada y con las puntas dobladas, el oro de las inscripciones había desaparecido hacía tiempo, pero consiguió leer; en la lengua mágica del Valle CamisHet, las palabras: Hystorya dely Gran Templyo de Camys-Heyt. Leyyenda y Realydad.
—¿Oook? —inquirió el bibliotecario con ansiedad.
Trymon pasó las páginas cuidadosamente. No se le daban muy bien los idiomas, siempre los había considerado cosas muy poco eficaces que deberían ser reemplazadas por algún tipo de código numérico fácilmente comprensible, pero aquello parecía ser exactamente lo que estaba buscando. Tenía páginas enteras llenas de jeroglíficos preñados de significado.
—¿Es el único libro que tienes sobre la pirámide de Camis-Het? —preguntó con lentitud.
—Oook.
—¿Estás seguro?
—Oook.
Trymon prestó atención. A lo lejos se oía el ruido de pisadas aproximándose y voces discutiendo. Pero también estaba preparado para eso.
Se metió la mano en el bolsillo.
—¿Quieres otro plátano? —preguntó.
* * *
El bosque de Skund estaba encantado, desde luego, aunque eso no era nada extraño en el Disco. Además, era el único bosque en todo el universo que se llamaba —en el idioma local— Tu Dedo Idiota, pues tal es el significado literal de la palabra Skund.
El motivo de esto es, por desgracia, de lo más vulgar. Cuando los primeros exploradores procedentes de las tierras cálidas alrededor del Mar Circular se adentraron en las gélidas llanuras interiores, rellenaron los huecos de sus mapas por el sistema de agarrar al nativo más cercano, señalar hacia algún punto geográfico distante, hablar en voz muy alta y clara, y escribir cualquier cosa que les dijera el risueño interrogado. Así, generaciones de atlas inmortalizaron rarezas geográficas como «Pues Una Montaña», «No Lo Sé», «¿Cómo Dices?» y, por supuesto, «Tu Dedo Idiota».
Nubes ominosas se arremolinaban en torno a la cumbre pelada del monte Oolskunrahod (Quién Es Este Imbécil Que Nunca Ha Visto Una Montaña), y el Equipaje se acomodó mejor bajo un árbol goteante, que intentó sin éxito entablar conversación.
Dosflores y Rincewind estaban discutiendo. La persona acerca de la que discutían estaba sentada sobre su seta y los observaba con interés. Tenía aspecto de oler como cualquiera que viviese en una seta, y eso preocupaba a Dosflores.
—Bueno, ¿y por qué no lleva un gorro rojo?
Rincewind titubeó, intentando desesperadamente adivinar adónde quería llegar Dosflores.
—¿Qué? —se rindió.
—Debería llevar un gorro rojo —insistió Dosflores, testarudo—. Y, desde luego, debería ser más limpio y más…, no sé, más alegre. No me parece que sea un gnomo.
—¿De qué hablas?
—Y mira esa barba —se empecinó Dosflores—. He visto mejores barbas en un trozo de queso.
—Mira, mide quince centímetros y vive en una seta —rugió Rincewind—. Claro que es un maldito gnomo.
—Sólo tenemos su palabra.
Rincewind bajó la vista hacia el gnomo.
—Disculpa un momento.
Agarró a Dosflores por un brazo y se lo llevó al otro extremo del claro.
—Escucha —masculló entre dientes—. Si midiera cinco metros y dijera que es un gigante, sólo tendríamos su palabra, ¿verdad?
—Podría ser un duende —insistió Dosflores, desafiante.
Rincewind volvió la vista hacia la figurilla, que se hurgaba la nariz industriosamente.
—¿Y qué? —dijo—, ¿Qué más da? Gnomo, duende, enano, ¿qué más da?
—No, no es un duende —dijo Dosflores con firmeza— los duendes llevan esos trajecitos verdes, tienen gorros puntiagudos y antenitas que les salen de la cabeza. He visto dibujos.
—¿Dónde?
Dosflores titubeó y se miró los pies.
—Creo que fue en el «mmmmmmm».
—¿En el qué? ¿Cómo lo has llamado?
El hombrecillo sentía un repentino interés por el dorso de su mano.
—«El Libro Para Niños Sobre Los Seres Sobrenaturales.»
Rincewind le miro sin comprender.
—¿Un libro sobre cómo huir de ellos? —preguntó.
—Oh, no —dijo Dosflores apresuradamente—. Cuenta cómo encontrarlos. Me acuerdo muy bien de los dibujos. —Su rostro adquirió una expresión soñadora, y Rincewind gimió para sus adentros—. Hasta había un ratoncito que venía a llevarse tus dientes.
—¿Cómo? ¿Viene y te arranca los dientes?
—No, no, te equivocas. Es cuando ya se te han caído. Pones el diente debajo de la almohada. Ese ratoncito viene, se lo lleva y te deja un rhinu a cambio.
—¿Porqué?
—¿Porqué qué?
—¿Por qué colecciona dientes?
—Pues no sé. Lo hace y basta.
Rincewind se fabricó una imagen mental de un ratón monstruoso que vivía en un castillo hecho de dientes. Era la clase de imagen que uno trata de olvidar. Sin conseguirlo.
—Agh —fue su respuesta.
¡Gorros rojos! Se preguntó si debería informar al turista sobre cómo era de verdad la vida cuando una rana representa una buena comida, una conejera un excelente refugio para la lluvia, y un búho es un terror silencioso en la noche. Unos pantalones de piel de topo parecen muy elegantes a menos que tú, personalmente, tengas que quitárselos a su legítimo propietario cuando el pequeño monstruo está arrinconado en su madriguera. En cuanto a los gorros rojos, cualquiera que fuese por un bosque con un aspecto tan llamativo sólo lo haría durante un tiempo muy, muy breve.
Quería decirle: mira, la vida de los gnomos y duendes es desagradable, brutal y breve. Ellos también.
Quería decirle todo eso, pero no pudo. Dosflores deseaba ver el infinito, pero en realidad nunca salía de los límites de su propia cabeza. Decirle la verdad sería como dar una patada a un perro de aguas.
—Swi whi wiidl whiit —dijo una voz junto a su pie.
Bajó la vista. El gnomo, que había dicho llamarse Swires alzó la vista. Rincewind tenía buen oído para los idiomas. El gnomo acababa de decir: «Tengo un poco de sorbete de tritón que me sobró de ayer.»
—Qué apetitoso —respondió Rincewind.
Swires le dio otro pellizco en el tobillo.
—El otro grandullón ¿está bien? —preguntó, solícito.
—Sí, sólo ha sufrido un ataque de realismo —dijo Rincewind—. Oye, ¿no tendrás por casualidad un gorro rojo?
—¿Quiii?
—Ya me parecía a mí.
—Sé dónde hay comida para grandullones —dijo el gnomo—. Y un lugar donde refugiarse. No está muy lejos.
Rincewind miró el cielo, cada vez más encapotado. La luz del día empezaba a huir del lugar; y las nubes tenían aspecto de haber oído hablar de la nieve y estar considerando la posibilidad. Por supuesto, no era imprescindible confiar en alguien que vivía en una seta, pero en aquel momento una trampa cebada con una comida caliente y sábanas limpias haría que el mago se precipitase hacia ella.
Se pusieron en marcha. Tras unos segundos, el Equipaje se levantó cautelosamente y trotó tras ellos.
—¡Psst!
Se volvió con cuidado, moviendo las patitas en una complicada maniobra, y pareció alzar la vista.
—¿Cómo se siente uno cuando lo tallan? —preguntó el árbol con ansiedad—. ¿Duele?
El Equipaje pareció pensárselo. Cada asa de latón, cada nudo en la madera, irradiaban concentración.
Luego, se encogió de tapa y se alejó.
El árbol suspiró y se sacudió unas hojas secas de las ramas.
* * *
La casita era pequeña, destartalada y tan elegante como una servilleta de papel. Algún ebanista loco había trabajado allí, decidió Rincewind, y provocó un caos terrible antes de que pudieran llevárselo. Cada puerta, cada contraventana, tenía racimos de uvas de madera y medias lunas labradas, y había cadenetas de piñas talladas por todas las paredes. Casi esperaba que un cuco gigante saliera repentinamente de alguna ventana superior.
También advirtió el característico tacto aceitoso en el aire. Chispitas verdes y purpúreas le brotaban de debajo de las uñas.
—Un campo mágico muy fuerte —murmuro—. De cien milithaums[2], por lo menos.
—Aquí hay magia por todas partes —explicó Swires—. Antes vivía en esta casa una bruja. Se fue hace tiempo, pero la magia aún mantiene la casa en marcha.
—Oye, esta puerta es un poco rara —interrumpió Dosflores.
—¿Y por qué una casa necesita magia para mantenerse en marcha?
Dosflores rozó suavemente una pared.
—¡Es toda pegajosa!
—Turrón —explicó Swires.
—¡Madre mía! ¡Una auténtica casita de chocolate! ¡Rincewind, una auténtica…!
Rincewind asintió con gesto sombrío.
—Sí, la Escuela de Arquitectura Confitera —dijo—. Nunca cuajó.
Observó con aire de sospecha la aldaba de caramelo.
—Se regenera, o algo por el estilo —explicó Swires—. Una cosa maravillosa. Hoy en día no se construye así, no hay manera de conseguir jengibre.
—¿De verdad? —preguntó Rincewind con pesimismo.
—Entremos —indicó el duende—, pero cuidado con el dintel.
—¿Por qué?
—Es dulce de leche.
* * *
El gran Disco giraba lentamente bajo su ajetreado sol. La luz del día emprendió una retirada estratégica y al final desapareció cuando cayó la noche.
En su gélida habitación de la Universidad Invisible, Trymon escudriñaba el libro, moviendo los labios a medida que su dedo seguía la escritura antigua, extraña. Leyó que la Gran Pirámide de Camis-Het, desaparecida hacía ya mucho tiempo, estaba constituida por un millón tres mil diez bloques de piedra caliza. Leyó que diez mil esclavos trabajaron hasta la muerte en su construcción. Aprendió que era un laberinto de pasadizos secretos cuyas paredes, se decía, estaban decoradas con la sabiduría destilada del viejo Camis-Het. Se enteró de que la suma de su altura y su longitud, partida por la mitad de su anchura, era igual exactamente a 1,67563 o a 1.237,98712567 veces la diferencia entre la distancia hasta el sol y el peso de una naranja pequeña. Descubrió que su edificación había durado sesenta años.
Demasiadas molestias para tan poca cosa, pensó.
Y en el bosque de Skund, Dosflores y Rincewind se dispusieron a comerse una chimenea de bizcocho, mientras pensaban con añoranza en cebollas a la vinagreta.
Y muy lejos, pero situado en el curso de colisión, el héroe más grande jamás nacido en el Disco se liaba un cigarrillo, completamente inconsciente de la que le aguardaba.
El pitillo que hacía girar expertamente entre los dedos era interesante: como muchos magos errantes de los que había aprendido el arte, aquel héroe tenía la costumbre de guardarse las colillas en un saquito de cuero y usar los restos para hacerse nuevos cigarrillos. Las implacables leyes de los promedios dictaban que parte de aquel tabaco había sido fumado casi continuamente durante muchos años. La sustancia que intentaba prender sin éxito…, bueno, digamos que habría servido para alquitranar carreteras.
Tan grande era la reputación de este hombre que un grupo de jinetes nómadas bárbaros le había invitado respetuosamente a reunirse con ellos en torno a su hoguera de boñigas de caballo. Los nómadas de las regiones del Eje solían emigrar hacia la Periferia cuando llegaba el invierno, y éstos formaban parte de una tribu que había plantado sus tiendas de fieltro en la sofocante ola de calor de -3 grados. Iban por ahí con las narices despellejadas y quejándose de insolaciones.
El jefe bárbaro dijo:
—¿Cuáles, pues, son las grandes cosas que un hombre puede encontrar en la vida?
Es el tipo de conversaciones que hay que iniciar para que los bárbaros esteparios se mantengan sentados en círculos.
El hombre situado a su derecha bebió pensativamente un sorbo de cóctel de leche de yegua y sangre de lince blanco, y así habló:
—El horizonte nítido de la estepa, el viento en tu melena, un caballo descansado para cabalgar.
El hombre de su izquierda dijo:
—El grito de un águila blanca en las montañas, la caída de la nieve en el bosque, una buena flecha en tu arco.
El jefe asintió y dijo:
—Sin duda es el espectáculo de tu enemigo muerto, la humillación de su tribu y el llanto de sus mujeres.
Se oyó un murmullo generalizado de aprobación ante tan extravagante afirmación.
El jefe se volvió respetuosamente hacia su invitado, una figurilla que se calentaba cuidadosamente los sabañones junto a la hoguera.
—Pero nuestro huésped, cuyo nombre es legendario, sin duda conoce la verdad: ¿cuáles son las grandes cosas que un hombre puede encontrar en la vida?
El invitado se detuvo en mitad de otro inútil intento por encender su pitillo.
—¿Cómo dicez? —preguntó, desdentado.
—Que cuáles son las grandes cosas que un hombre puede encontrar en la vida.
Los guerreros se inclinaron hacia adelante para oír mejor. Aquello valdría la pena.
El invitado pensó durante largo rato con todas sus fuerzas, y luego dijo con voz pausada: