—¿Ya está? —preguntó Cohen.
De la multitud surgió un murmullo generalizado, y varios discípulos de la estrella observaron furiosos a Rincewind.
El mago miró débilmente a Cohen.
—Supongo que sí.
—Pues no ha pasado nada.
Rincewind clavó la vista en el Octavo.
—Quizá haya sido un efecto muy sutil —dijo, esperanzado—. Después de todo, no sabemos exactamente qué se suponía que debía pasar.
—¡Estábamos seguros! —gritó un discípulo de la estrella—. ¡La magia no funciona! ¡Es una simple ilusión!
Una piedra entró por la cima de la torre y golpeó a Rincewind en el hombro.
—¡Sí! —asintió otro—. ¡A por él!
—¡Tirémosle por la torre!
—¡Eso, a por él y tirémosle por la torre!
La multitud avanzó como una marea. Dosflores levantó las manos.
—Aquí debe de haber un error… —empezó a decir antes de que le derribaran a patadas.
—Oh, rayos —gruñó Cohen dejando caer la colilla y pisoteándola con la sandalia. Desenvainó la espada y miró a su alrededor en busca del Equipaje.
El baúl no se había lanzado en ayuda de Dosflores. Estaba delante de Rincewind, quien apretaba el Octavo contra su pecho como si fuera una bolsa de agua caliente, y parecía frenético.
Un discípulo de la estrella corrió hacia él. El Equipaje alzó la tapa, amenazador.
—Yo sé por qué no ha funcionado —dijo una voz desde el fondo de la multitud.
Era Bethan.
—Ah, ¿sí? —preguntó el ciudadano más cercano—. ¿Y por qué crees que te vamos a escuchar?
Una fracción de segundo más tarde, la espada de Cohen le hacía cosquillas en el cuello.
—Aunque claro —prosiguió el ciudadano—, quizá deberíamos prestar atención a lo que dice esta agradable joven.
Mientras Cohen caminaba lentamente con la espada presta, Bethan dio un paso al frente y señaló el torbellino de formas que eran los hechizos, todavía suspendidos en el aire en torno a Rincewind.
—Éste de aquí no está bien —dijo señalando una mancha color marrón sucio entre las brillantes chispas de colores—. Seguramente has pronunciado mal una palabra. Echemos un vistazo.
Rincewind le tendió el Octavo sin decir nada.
Bethan lo abrió y escudriñó las páginas.
—Qué caligrafía más rara, no deja de cambiar. ¿Qué hace este cocodrilo con el pulpo?
Rincewind miró por encima de su hombro y, sin pensarlo, se lo explicó. Bethan guardó silencio.
—Oh —dijo al final—. No sabía que los cocodrilos podían hacer esas cosas.
—No es más que antigua escritura en imágenes —señaló apresuradamente Rincewind—. Si esperas un momento, cambiará. Los hechizos pueden escribirse en todos los idiomas conocidos.
—¿Recuerdas lo que dijiste cuando apareció el color equivocado?
El mago recorrió la página con el dedo.
—Creo que fue esto. Donde el lagarto de dos cabezas está haciendo… lo que esté haciendo.
Dosflores echó un vistazo por encima del otro hombro de Bethan. El Hechizo adoptó otra forma.
—Ni siquiera puedo pronunciarlo —se quejó la chica—. Garabato, garabato, punto, guión.
—Son runas nevadas de cupumuguk —explicó Rincewind—. Creo que se pronuncia «zph».
—Pero no funcionó. ¿Qué tal «sph»?
Todos miraron la palabra. Permaneció testarudamente errónea.
—¿Y «sff»?
—Quizá sea «tsf» —titubeó Rincewind.
El color se volvió de un marrón aún más sucio.
—¿Probamos «zsff»? —sugirió Dosflores.
—No seas idiota —replicó el mago—, las runas nevadas no…
Bethan le pegó un codazo en el estómago y señaló.
La forma marrón en el aire era ahora de un rojo brillante.
El libro tembló en sus manos. Rincewind la agarró por la cintura, cogió a Dosflores por el cuello de la camisa y dio un salto hacia atrás.
El Octavo escapó de las manos de Bethan y cayó hacia el suelo. Y no llegó a él.
* * *
El aire que rodeaba al Octavo brilló. El libro se alzó lentamente, sacudiendo las páginas como si fueran alas.
Se oyó un ruido vibrante, reverberante, y pareció explotar en una complicada flor de luz silenciosa, que pronto desapareció.
Pero algo sucedía mucho más arriba, en el cielo…
* * *
Abajo, en las profundidades geológicas del enorme cerebro de Gran A’Tuin, nuevos pensamientos recorrieron las conexiones neuronales, grandes como autopistas. Para la tortuga estelar; era imposible cambiar de expresión… pero, de alguna manera indefinible, su rostro escamoso perforado por miles de meteoritos pareció expectante.
Miraba fijamente las ocho esferas que orbitaban en torno a la estrella, en las playas mismas del espacio.
Las esferas se estaban abriendo.
Grandes trozos de roca se desprendieron y comenzaron la larga caída en espiral hacia la estrella. El cielo se llenó de fragmentos deslumbrantes.
De entre los restos de un cascarón hueco, una pequeña tortuga estelar salió hacia la luz roja. Apenas era más grande que un asteroide, su concha todavía tenía el brillo de la yema.
Allí dentro también había cuatro elefantes del mundo. Y sobre sus lomos tenían un mundodisco, todavía pequeño, cubierto de humo y de volcanes.
Gran A’Tuin esperó hasta que los ocho bebés tortuga hubieron salido de sus cascarones y empezaron a deambular por el espacio con cara de asombro. Luego, cautelosamente, como para no pisar nada, la vieja tortuga se dio la vuelta y, con considerable alivio, nadó hacia las profundidades agradablemente frescas del espacio.
Las jóvenes tortugas la siguieron, orbitando en torno a su caparazón.
* * *
Dosflores contempló embelesado el espectáculo del cielo. Probablemente lo estaba viendo mejor que nadie en el Disco.
En aquel momento se le ocurrió una idea terrible.
—¿Dónde está la caja de imágenes? —preguntó con ansiedad.
—¿Qué? —respondió Rincewind con los ojos clavados en el firmamento.
—¡La caja de imágenes! —repitió Dosflores—. ¡Tengo que tomar una de esto!
—¿No te basta con recordarlo? —sugirió Bethan sin mirarle.
—¿Y si se me olvida?
—A mi no se me olvidará jamás —replicó la chica—. Nunca había visto nada tan hermoso.
—Mucho mejor que las palomas y los conejos —asintió Cohen—. Te felicito, Rincewind. ¿Cómo lo has hecho?
—Ni idea.
—La estrella se está haciendo más pequeña —observó Bethan.
Rincewind fue vagamente consciente de la voz de Dosflores discutiendo con el demonio que vivía en la caja y dibujaba las imágenes. Era una disputa de carácter técnico sobre profundidades de campo y si el demonio tenía o no suficiente pintura roja.
En este momento es conveniente señalar que Gran A’Tuin sentía una gran satisfacción, y un sentimiento así en un cerebro del tamaño de varias ciudades grandes tiene que irradiarse de alguna manera. De hecho, la mayoría de los habitantes del Disco se encontraban en un estado de ánimo que generalmente sólo se consigue tras toda una vida dedicada a la meditación o treinta segundos de hierbas ilegales.
Así es el bueno de Dosflores, pensó Rincewind. No es que no aprecie la belleza, sencillamente la aprecia a su manera. O sea, si un poeta ve un narciso, lo observa y escribe un largo poema, pero Dosflores se pondrá a buscar un libro de botánica. Y lo pisará sin querer. Es como dijo Cohen: mira las cosas, pero cuando él las ha mirado no vuelven a ser las mismas. Supongo que eso me incluye a mí.
El sol del Disco salió sobre el horizonte. La estrella era cada vez más pequeña y no representaba una gran competencia. La fidedigna luz del Disco se derramó por el paisaje como un mar de oro.
O, como dirían observadores más atentos, como jarabe dorado.
* * *
Éste sería un bonito final teatral, pero la vida no es así, y tenían que suceder otras cosas.
Estaba el asunto del Octavo, por ejemplo.
Cuando la luz del sol rozó el libro, se cerró de golpe y reanudó su caída hacia la torre. Y muchos de los espectadores comprendieron que lo que caía era el objeto mágico más poderoso del Mundodisco.
La sensación de bienestar y hermandad se evaporó junto con el rocío de la mañana. Rincewind y Dosflores recibieron muchos codazos cuando la multitud empezó a moverse, luchando y tratando de subirse unos encima de otros con los brazos estirados.
El Octavo cayó en el centro de la masa aullante. Se oyó un chasquido. Un chasquido decidido, la clase de chasquido que hace una tapa que no tiene intención de abrirse a corto plazo.
Rincewind miró a Dosflores entre algunas piernas.
—¿Sabes lo que creo que sucederá? —preguntó sonriente.
—¿El qué?
—Creo que, cuando abras el Equipaje, sólo encontrarás tu ropa limpia, nada más.
—Oh, cielos.
—El Octavo es muy capaz de cuidarse solo. No podría haber encontrado un lugar mejor.
—Supongo que no. ¿Sabes? A veces tengo la sensación de que el Equipaje sabe muy bien lo que hace.
—Te entiendo.
Se arrastraron como pudieron para salir de la multitud, se levantaron, se sacudieron el polvo y corrieron hacia los escalones. Nadie les prestó atención.
—¿Qué hacen ahora? —dijo Dosflores tratando de ver por encima de las cabezas.
—Creo que intentan abrirlo con una palanca —explicó Rincewind.
Se oyó un chasquido seguido de un grito.
—Creo que el Equipaje disfruta estando rodeado de gente —suspiró Dosflores mientras empezaban a descender cautelosamente.
—Sí, probablemente le vendrá bien salir y conocer a más personas —asintió el mago—. Y lo que a mí me vendrá bien es pedir un par de copas.
—Buena idea. Creo que yo también tomaré un par de copas.
* * *
Era casi mediodía cuando Dosflores despertó. No recordaba por qué estaba en un henil, ni por qué llevaba una chaqueta que no le pertenecía, pero despertó con una idea grabada a fuego en la mente.
Decidió que era vitalmente importante contárselo a Rincewind.
Cayó del heno y aterrizó sobre el Equipaje.
—¡Oh, estás aquí! —le reprochó—. Deberías avergonzarte.
El Equipaje parecía asombrado.
—Bueno, quiero peinarme. Ábrete.
Obediente, el Equipaje levantó la tapa. Dosflores buscó entre las bolsas y cajas hasta encontrar un peine y un espejo con los que reparar en parte los estragos de la noche. Luego miró fijamente al baúl.
—Supongo que no me dirás qué has hecho con el Octavo.
El Equipaje puso cara de madera.
—De acuerdo. Vamos.
Dosflores salió a la luz del sol, que en aquel momento brillaba demasiado para su gusto, y vagó sin rumbo por la calle. Todo parecía fresco y nuevo, hasta los olores, pero poca gente se había levantado. La noche anterior había sido larga.
Encontró a Rincewind al pie de la Torre del Arte, supervisando a un equipo de trabajadores que habían colocado una especie de poleas en la cima y estaban bajando a los magos de piedra. Al parecer; su ayudante era un mono, pero Dosflores no estaba de humor para sorprenderse por nada.
—¿Hay manera de devolverlos a la normalidad? —preguntó.
Rincewind miró alrededor.
—¿Qué? Oh, eres tú. No, probablemente no. Además, me temo que el pobre Wert se les ha caído. Ciento cincuenta metros contra un suelo de roca.
—¿Y no puedes hacer nada?
—Un bonito mosaico.
Rincewind se volvió para hacer una seña a los trabajadores.
—Estás muy contento —le dijo Dosflores, no sin cierto tono de reproche—. ¿No te has acostado?
—Es curioso, pero no podía dormir. Salí a tomar el aire y nadie parecía saber qué hacer, así que reuní a la gente —señaló al bibliotecario, que trataba de cogerle la mano—, y empecé a organizar las cosas. Bonito día, ¿verdad? Un aire embriagador.
—Rincewind, he decidido…
—¿Sabes? Quizá vuelva a matricularme —siguió Rincewind alegremente—. Creo que esta vez podré sacarlo adelante. Ahora sí que puedo llegar a un acuerdo con la magia y graduarme con honores. Dicen que si obtienes el summa cum laude, la vida es estupenda…
—Bien, porque…
—Y ahora hay sitio de sobra en la cima, todos los jefazos estarán adornando los pasillos, y…
—Me voy a casa.
—…un tipo avispado que haya visto mundo puede…, ¿qué?
—¿Oook?
—He dicho que me voy a casa —repitió Dosflores, intentando educadamente librarse del bibliotecario, quien trataba de despiojarle.
—¿A qué casa? —preguntó Rincewind, asombrado.
—A casa casa. A mi casa. A donde vivo —explicó Dosflores sin alzar la vista—. Al otro lado del mar. Ya sabes. Al sitio de donde vengo. ¿Quieres dejar de hacer eso?
—Oh.
—¿Oook?
Hubo una pausa. Fue Dosflores quien la rompió.
—Verás, lo pensé anoche. Me dije, bueno, esto de viajar y ver cosas está muy bien, pero lo divertido es haber estado. Ya sabes, pegar las fotos en un álbum y recordar cosas.
—¿Sí?
—¿Oook?
—Sí. Lo importante de tener muchas cosas que recordar es ir a algún sitio a recordarlas, ¿comprendes? Tienes que detenerte. No has estado en ninguna parte hasta que no vuelves a casa. Eso es lo que intento decir.