La luz fantástica (Mundodisco, #2) – Terry Pratchett

Sus botes sobre las piedras estuvieron marcados por un ruido gelatinoso y, al final, por un aullido que fue menguando a medida que desaparecía hacia las profundidades de la torre.

Por último, se oyó una explosión sorda y hubo un relámpago de luz octarina.

Dosflores se encontró solo en la cima de la torre, solo, claro está, a excepción de los magos, que seguían clavados en su sitio.

Se sentó, asombrado, mientras siete bolas de fuego surgían de la oscuridad y se lanzaban contra el olvidado Octavo, que de pronto volvía a parecer él mismo, mucho más interesante.

—Oh, cielos —dijo el turista—. Deben de ser los Hechizos.

—Dosflores.

La voz era hueca, resonante, sólo ligeramente parecida a la de Rincewind.

Dosflores se detuvo con la mano ya al lado del libro.

—¿Sí? —preguntó—. ¿Eres tú, Rincewind?

—Sí —respondió la voz, resonante con los ecos de la tumba—. Quiero que hagas algo muy importante por mí, Dosflores.

El turista miró a su alrededor. Recuperó la compostura. Así que, al final, el destino del Disco dependería de él.

—Estoy preparado —dijo con la voz vibrante de orgullo—. ¿Qué quieres que haga?

—Lo primero de todo, escucharme con mucha atención —respondió con paciencia la voz incorpórea.

—Te escucho.

—Es muy importante que, cuando te lo explique, no preguntes «¿Qué quieres decir?», ni discutas, ni nada por el estilo.

Dosflores prestó atención. Al menos su cerebro prestó atención, su cuerpo no podía. Se tiró de sus diversas papadas.

—Estoy dispuesto —dijo.

—Bien. Lo que quiero que hagas es…

—¿Sí?

La voz de Rincewind surgió desde las profundidades de la escalera.

—Quiero que vengas y me ayudes a subir antes de que pierda el asidero en esta piedra.

Dosflores abrió la boca, pero la cerró rápidamente. Corrió hasta el hueco de la escalera y miró hacia abajo. A la luz rojiza de la estrella, distinguió los ojos de Rincewind, que le observaban desde las profundidades.

Dosflores se tumbó sobre el estómago y extendió los brazos. La mano de Rincewind se asió a su muñeca con una presa que informó a Dosflores de que, si no conseguía sacar al mago, tampoco iba a librarse de aquella garra.

—Me alegro de que estés vivo —dijo.

—Yo también —replicó Rincewind.

Quedó suspendido en la oscuridad un momento. Tras los últimos minutos, aquello era casi agradable, pero sólo casi.

—Entonces, ayúdame a subir —sugirió.

—Creo que va a ser un poco difícil —gruñó Dosflores—. De hecho, me parece que no podré hacerlo.

—¿A qué demonios estás agarrado?

—A ti.

—Además de a mí.

—¿Cómo que además de a ti?

Rincewind dijo una palabra breve.

—Bueno, mira —dijo Dosflores—. La escalera va en espiral, ¿no? Si te balanceo y luego te suelto…

—Si vas a sugerir que me deje caer seis metros en la oscuridad más absoluta con la esperanza de chocar contra un par de peldaños resbaladizos que a lo mejor ni siquiera están ahí, ya puedes olvidarlo —replicó Rincewind con brusquedad.

—Hay otra posibilidad.

—Escupe.

—Puedes dejarte caer ciento cincuenta metros en la oscuridad más absoluta y chocar contra un suelo que seguro que está ahí —dijo Dosflores.

Un silencio de muerte le llegó desde abajo.

—Eso ha sido sarcasmo —le acusó luego Rincewind.

—Me limitaba a señalar lo obvio.

El mago gruñó.

—Supongo que no podrás hacer algo de magia… —empezó Dosflores.

—No.

—Sólo era una idea.

Abajo se divisó un relámpago de luz, les llegó un griterío confuso, luego más luces, más gritos, y una hilera de antorchas empezó a ascender por la larga espiral.

—Por la escalera sube gente —dijo Dosflores, siempre ansioso de informar.

—Espero que corran mucho —respondió Rincewind—. Ya no siento el brazo.

—Tienes suerte, yo sí siento el mío.

La antorcha que iba en cabeza se detuvo en su ascenso y una voz resonó, llenando el vacío de la torre con ecos indescifrables.

—Creo —dijo Dosflores, consciente de que cada vez se deslizaba más hacia el agujero— que era alguien diciéndonos que aguantáramos.

Rincewind dijo otra palabra breve.

Luego añadió, en tono más bajo y apremiante:

—La verdad es que no puedo aguantar más.

—Inténtalo.

—¡Es inútil, la mano se me resbala!

Dosflores suspiró. Era hora de tomar medidas severas.

—Muy bien —dijo—, déjate caer. ¿A mí qué me importa?

—¿Qué? —respondió Rincewind, tan atónito que se le olvidó resbalarse.

—Venga, mátate. Coge el camino fácil.

—¿Fácil?

—Todo lo que tienes que hacer es dejarte caer gritando y romperte todos los huesos del cuerpo —dijo Dosflores—. Eso lo puede hacer cualquiera. Adelante. No quiero decirte que a lo mejor debes seguir vivo porque te necesitamos, porque debes pronunciar los Hechizos y salvar al Disco. Oh, no, ¿qué más da si todos nos quemamos? Venga, piensa sólo en ti mismo. Déjate caer.

Se hizo un silencio largo, embarazoso.

—No sé por qué será —dijo Rincewind al final, con una voz mucho más alta de lo necesario—, pero desde que te conozco me he pasado un montón de tiempo colgando de las puntas de los dedos a punto de caer hacia una suerte segura, ¿lo habías notado?

—Muerte —le corrigió Dosflores.

—¿Qué muerte?

—Muerte segura —le informó Dosflores, tratando de hacer caso omiso del lento pero inexorable deslizamiento de su cuerpo sobre las losas—. A punto de caer hacia una muerte segura. No te gustan las alturas.

—Las alturas no me importan —le replicó la voz de Rincewind desde la oscuridad—. Puedo soportar las alturas. En este momento, lo que me preocupa son las profundidades. ¿Sabes lo que pienso hacer cuando salga de ésta?

—No —respondió Dosflores, anclándose con los dedos de los pies en la ranura entre dos baldosas, tratando de aferrarse a fuerza de pura voluntad.

—Me construiré una casita en el terreno más llano que encuentre. Sólo tendrá un piso; y ni siquiera llevaré sandalias con suelas gruesas.

La antorcha que iba en cabeza llegó al último tramo de la escalera, y Dosflores se encontró mirando el rostro sonriente de Cohen. Tras él, subiendo torpemente los peldaños, vislumbró la mole tranquilizadora del Equipaje.

—¿Va todo bien? —preguntó Cohen—. ¿Puedo hacer algo?

Rincewind respiró hondo.

Dosflores reconoció los síntomas. Rincewind estaba a punto de decir algo como «Oye, me pica un poco la espalda, ¿te importaría rascarme cuando pase por ahí al caer?» o «No, si me encanta estar suspendido sobre precipicios sin fondo», y decidió que no podría soportarlo. Habló rápidamente:

—¡Coge a Rincewind para que llegue a la escalera! —gritó.

Rincewind se le resbaló a media frase.

Cohen lo atrapó por la cintura y lo lanzó sin ceremonias contra los peldaños.

—Menudo charco hay ahí abajo —dijo en tono coloquial—. ¿Quién era?

—¿Tenía…? —Rincewind tragó saliva—. ¿Tenía…, ya sabes…. tentáculos y cosas así?

—No —respondió Cohen—. Sólo había los trozos acostumbrados. Un poco dispersos, claro.

—Miró interrogativo a Dosflores.

—Nadie —le aclaró éste—, un mago al que se le había subido a la cabeza.

Con paso tembloroso y los brazos protestándole, Rincewind se dejó llevar de nuevo hacia la cima de la torre.

—¿Cómo has llegado aquí? —preguntó.

Cohen señaló al Equipaje, que había trotado hasta Dosflores y abría la tapa como un perro que sabe que ha sido malo y espera que un rápido despliegue de afecto le salve de la autoridad del periódico enrollado.

—Un poco agitado, pero seguro —se admiró—. No creo que nadie se meta contigo.

Rincewind alzó la vista hacia el cielo. Estaba lleno de lunas, discos que ahora eran diez veces más grandes que el pequeño satélite acostumbrado. Las observó sin mucho interés. Se sintió estirado más allá del punto de ruptura, frágil como una banda elástica vieja.

Advirtió que Dosflores trataba de preparar su caja de imágenes.

Cohen miraba a los siete magos superiores.

—Qué lugar más raro para poner estatuas —dijo—. Aquí nadie las ve. Si no te importa que te lo diga, la verdad, no parecen muy buenas.

Rincewind dio unos pasos tambaleantes y tocó suavemente a Wert en el pecho. Era de piedra sólida.

Se acabó, pensó. Quiero irme a casa… Alto ahí, ya estoy en casa. Más o menos. Así que lo que quiero es dormir; quizá mañana se haya arreglado todo.

Clavó la vista en el Octavo, que estaba rodeado de chispitas octarinas. Oh, sí, pensó.

Lo recogió y pasó las páginas al azar. Estaban cubiertas de escritura apretada, complicada, que cambiaba y adoptaba nuevas formas a medida que la miraba. Parecía indecisa sobre su aspecto: en un momento era ordenada, casi de imprenta. Al siguiente se convertía en una serie de runas angulosas. Luego, en la rizada caligrafía kythiana. Después, en pictogramas antiguos, malévolos, de algún lenguaje olvidado que parecía componerse exclusivamente de reptiles haciéndose cosas dolorosas y complicadas unos a otros…

La última página estaba vacía. Rincewind suspiró y echó un vistazo hacia el cuarto trastero de su mente. El Hechizo le devolvió la mirada.

El mago había soñado con aquel momento, en el que por fin se libraría del Hechizo y tomaría posesión de su mente, por fin podría aprender todos los hechizos menores que hasta entonces no habían querido ni acercarse. Pero había pensado que sería más emocionante.

En vez de eso, agotado y sin humor para discusiones, miró fríamente al Hechizo y blandió un pulgar metafórico por encima del hombro.

«Tú. Fuera.»

Por un momento pareció como si el Hechizo fuera a poner objeciones, pero, inteligentemente, se lo pensó mejor.

Sintió un cosquilleo, un relámpago azul detrás de los ojos y un vacío repentino.

Cuando alzó la vista de nuevo, la página estaba cubierta de palabras. Volvían a ser runas. Aquello le alegró, los reptiles no sólo eran indescriptibles, sino también impronunciables, y además le recordaban a cosas que ya le costaría mucho olvidar.

Miró el libro con gesto inexpresivo mientras Dosflores revoloteaba por allí sin que nadie le prestara atención y Cohen intentaba en vano birlar los anillos de los magos petrificados.

Recordó que debía hacer algo, pero… ¿qué?

Abrió el libro por la primera página y empezó a leer; moviendo los labios y dibujando con el dedo el perfil de cada letra. Mientras musitaba las palabras, éstas aparecían sin sonido trazadas en el aire junto a él, en colores brillantes agitados por el viento nocturno.

Pasó la página.

Más gente subía ahora por la escalera…, discípulos de la estrella, ciudadanos, incluso algunos miembros de la guardia personal del patricio. Un par de discípulos de la estrella hicieron un intento desganado de acercarse a Rincewind, que ahora estaba rodeado por un arco iris de letras. Él ni los vio, pero Cohen desenvainó la espada y les miró con tranquilidad, haciendo que se lo pensaran mejor.

El silencio irradió desde la forma encorvada de Rincewind como ondas en un estanque. Se precipitó en catarata, desbordando la torre, y cubrió a la multitud de abajo, fluyó por encima de los muros y recorrió la ciudad para luego ocuparse de las tierras exteriores.

La mole de la estrella pendía silenciosa sobre el Disco. En el cielo, en torno a ella, las nuevas lunas giraban lentas, sin ruido.

Lo único que se oía era el ronco susurro de Rincewind a medida que pasaba las páginas.

—¿No es emocionante? —exclamó Dosflores.

Cohen, que estaba liando un cigarrillo a partir de los restos alquitranados de su predecesor, le miró inexpresivo con el papel a medio camino de los labios.

—¿El qué es emocionante?

—¡Toda esta magia!

—No son más que luces —criticó Cohen—. Ni siquiera se ha sacado palomas de la manga.

—Sí, pero… ¿no percibes el potencial oculto?

Cohen sacó una gran cerilla amarillenta de su bolsa de tabaco, miró un momento a Wert y luego, con deliberación, la encendió en su nariz fosilizada.

—Mira —dijo a Dosflores con tanta amabilidad como le fue posible—, ¿qué esperas que pase? Yo llevo en esto mucho tiempo, he visto todo lo que hay que ver sobre la magia, y te puedo garantizar que si vas por ahí constantemente con la boca abierta, se te va a llenar de moscas. Además, los magos mueren como cualquiera si les clavas una…

Se oyó un chasquido brusco cuando Rincewind cerró el libro.

Lo que sucedió a continuación fue lo siguiente:

Nada.

La gente tardó un poco en darse cuenta. Todos se habían agachado instintivamente, esperando la explosión de luz blanca, la bola de fuego o, en el caso de Cohen, cuyas expectativas eran más bien bajas, unas cuantas palomas blancas y un conejo medio cojo.

Ni siquiera fue tan interesante como nada. A veces las cosas no-suceden de manera impresionante. Pero, en cuestión de no-acontecimientos vulgares, éste no tenía rival.

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