La luz fantástica (Mundodisco, #2) – Terry Pratchett

—¿Felicitarle? —estalló Rincewind—. ¡Robó el Octavo! ¡Os encerró!

Los magos intercambiaron miradas de entendimiento.

—Sí, bueno —dijo uno de ellos—. Cuando hayas ascendido en el escalafón, chico, descubrirás que a veces lo que importa es tener éxito.

—Lo que vale es llegar; no cómo has hecho el viaje —explicó llanamente Wert.

Siguieron subiendo por la espiral.

Rincewind se sentó y entrecerró los ojos para escudriñar en la oscuridad.

Alguien le puso una mano en el hombro. Era Dosflores, que sostenía el Octavo.

—Ésta no es manera de cuidar un libro —dijo—. Mira, lo ha doblado por el lomo. Hay mucha gente que lo hace, no saben cuidar los libros.

—Sí —replicó vagamente Rincewind.

—No te preocupes.

—No estoy preocupado, sólo furioso —le espetó—. ¡Dame ese maldito trasto!

Le arrebató el libro y lo abrió sin miramientos.

Indagó por el fondo de su mente, donde habitaba el Hechizo.

—Muy bien —ladró—. Ya te has divertido bastante, ya has destrozado mi vida, ¡ahora, vuelve a tu lugar!

—¡Pero si yo…! —protestó Dosflores.

—¡El Hechizo, hablo con el Hechizo! —gritó Rincewind—. ¡Venga, vuelve a tu página!

Miró fijamente el viejo pergamino hasta que los ojos le bizquearon.

—¡Entonces, te pronunciaré! —chilló. Su voz resonó en la torre—. ¡Te reunirás con el resto de tus amigos, y que os vaya bien!

Volvió a lanzar el libro a los brazos de Dosflores y echó a correr escaleras arriba.

Los magos ya habían llegado a la cima y no estaban a la vista. Rincewind trepó tras ellos.

Conque «chico», ¿eh? —murmuró—. Cuando haya ascendido en el escalafón, ¿eh? Pues resulta que he conseguido ir por ahí durante años con uno de los Grandes Hechizos en la cabeza sin volverme loco, ¿no es cierto? —Consideró esta última pregunta desde todos los ángulos—. Sí, lo he conseguido —se aseguró a sí mismo—. No he hablado con los árboles, ni siquiera cuando los árboles me hablaban.

Asomó la cabeza al aire opresivo en la cima de la torre.

Había esperado ver piedras ennegrecidas por el fuego y llenas de marcas de garras, o quizá algo peor.

En vez de eso, lo que vio fue a los siete magos mayores de pie junto a Trymon, que parecía completamente ileso. Se volvió y dirigió una amable sonrisa a Rincewind.

—Ah, Rincewind. Ven a reunirte con nosotros, ¿quieres?

Así que eso es todo, pensó. Tanto teatro para nada. Quizá no estoy hecho para ser mago. Quizá…

Clavó los ojos en los de Trymon.

Es posible que el Hechizo, tras años de vivir en la cabeza de Rincewind, hubiera acabado por afectarle la visión. Es posible que el tiempo pasado con Dosflores, quien sólo veía las cosas tal como deberían ser; le hubiera enseñado a ver las cosas tal como eran.

Pero, sin lugar a dudas, Rincewind no había hecho en toda su vida nada tan difícil como mirar a Trymon sin huir aterrorizado o desmayarse.

En cambio los otros no parecían haber advertido nada.

También parecían estar demasiado quietos.

Trymon había intentando asimilar los siete Hechizos en su mente, y se le había roto. Las Dimensiones Mazmorra encontraron por fin el agujero que buscaban. Era una tontería haber imaginado que las Cosas saldrían desfilando por el cielo, agitando tentáculos y mandíbulas. Eso estaba pasado de moda y era muy arriesgado. Hasta los horrores innombrables aprenden con el tiempo. Para entrar sólo necesitaban una cabeza.

Los ojos de Trymon eran agujeros vacíos.

La idea atravesó la mente de Rincewind como un cuchillo de hielo. Las Dimensiones Mazmorra serían un patio de colegio comparadas con lo que las Cosas podían hacer en un universo de orden. La gente pedía orden a gritos, y orden iban a obtener…, el orden de cada tornillo en su tuerca, la ley inmutable de líneas rectas y números. Acabarían por suplicar cualquier perturbación…

Trymon le estaba mirando. Algo le estaba mirando. Y aun así, los demás seguían sin darse cuenta. ¿Podría explicárselo siquiera? Trymon tenía el mismo aspecto de siempre a excepción de sus ojos y un ligero resplandor en la piel.

Al mirarle, Rincewind comprendió que había cosas mucho peores que el Mal. Los demonios del Infierno te atormentarían el alma, pero era precisamente porque valoraban mucho las almas. El mal siempre intentaría robar el universo, pero al menos consideraba el universo digno de ser robado. En cambio, el mundo gris que había tras aquellos ojos vacíos mataría y destruiría sin siquiera conceder a sus víctimas el honor del odio. No advertiría ni su presencia.

Trymon le tendió la mano.

—El octavo Hechizo —dijo—. Dámelo.

Rincewind retrocedió.

—Eso es desobediencia, Rincewind. Después de todo, soy tu superior. De hecho, me han votado como jefe supremo de todas las Órdenes.

—¿De verdad? —preguntó Rincewind con voz ronca.

Miró a los otros magos. Seguían inmóviles como estatuas.

—Oh, sí —asintió Trymon con voz amable—. Y casi sin obligarles. Todo muy democrático.

—A mí me gustaba más el método tradicional —dijo Rincewind—. Así, hasta los muertos votan.

—Me entregarás el Hechizo voluntariamente —indicó Trymon—. ¿He de mostrarte lo que te haré si no? Y al final, acabarás entregándomelo. Suplicarás a gritos que te permita entregármelo.

Si esto va a acabar; que sea ahora, pensó Rincewind.

—Tendrás que arrebatármelo —dijo—. No te lo daré.

—Me acuerdo de ti. Como estudiante, eras más bien inútil. Nunca confiaste en la magia, decías que debía de haber una manera mejor de gobernar un universo. Pues verás, tengo planes. Nosotros podemos…

—Nada de nosotros —replicó Rincewind con firmeza.

—¡Dame el Hechizo!

—Intenta quitármelo. —Rincewind retrocedió un paso—. Me parece que no podrás.

—Ah, ¿no?

Rincewind saltó a un lado cuando el fuego octarino brotó de los dedos de Trymon y dejó un charquito de roca burbujeante sobre las piedras.

Sentía al Hechizo removiéndose en el fondo de su mente. Sentía su miedo.

Lo buscó en las silenciosas cavernas de su cabeza. El Hechizo retrocedió atónito, como un perro enfrentado con una oveja enloquecida. Rincewind lo persiguió, revisando furioso los aparcamientos en desuso y las zonas catastróficas de su subconsciente, hasta que lo encontró, temblando escondido bajo un montón de recuerdos desagradables. El Hechizo le lanzó un silencioso rugido de desafío, pero Rincewind no estaba para tonterías.

«¿Te parece bonito? —le gritó—. Cuando llega la hora de la verdad, ¿vas y te escondes? ¿Tienes miedo?»

El Hechizo le respondió: «Tonterías, ni tú te lo crees, soy uno de los Ocho Hechizos.» Pero Rincewind se dirigió hacia él gritando: «Es posible, pero lo cierto es que lo creo, y te conviene recordar a quién pertenece esta cabeza, ¿de acuerdo? ¡Aquí puedo creer lo que me dé la gana!»

Saltó a un lado cuando otro rayo de fuego perforó la noche abrasadora. Trymon sonrió e hizo otro complicado movimiento con las manos.

La presión se aferró a Rincewind. Cada centímetro de su piel se sintió como si lo estuvieran usando de yunque. Cayó de rodillas.

—Hay cosas mucho peores —dijo Trymon amablemente—. Puedo hacer que la carne te arda hasta el hueso, o llenarte el cuerpo de hormigas. Tengo poder para…

—Yo tengo una espada, ¿sabes?

La voz chillona estaba llena de desafío.

Rincewind levantó la cabeza. A través de la neblina púrpura del dolor, vio a Dosflores de pie detrás de Trymon, sosteniendo la espada con absoluta falta de habilidad.

Trymon se echó a reír y flexionó los dedos. Por un momento, se distrajo.

Rincewind estaba furioso. Estaba furioso con el Hechizo, con el mundo, con la injusticia de la vida, con el hecho de no haber dormido mucho últimamente y con el hecho de no estar pensando con demasiada claridad. Pero, sobre todo, estaba furioso con Trymon, que rebosaba de la magia que Rincewind siempre había deseado y jamás pudo conseguir. Y no hacía nada que valiera la pena con ella.

Se puso en pie de un salto y golpeó a Trymon en el estómago con la cabeza antes de aferrarse a él desesperadamente. Cayeron sobre las losas, derribando a Dosflores.

Trymon gruñó y consiguió pronunciar la primera sílaba de un hechizo antes de que el codo de Rincewind, proyectado al azar, le acertara en el cuello. Una ráfaga de magia incontrolada chamuscó el pelo de Rincewind.

Éste peleó como siempre había peleado, sin técnica ni limpieza, pero con mucha energía. Su estrategia consistía en impedir que su contrincante tuviera tiempo de darse cuenta de que no se enfrentaba con un luchador de verdad, y a veces le funcionaba.

Ahora le estaba funcionando, porque Trymon había pasado demasiado tiempo leyendo manuscritos antiguos, sin hacer ejercicio ni tomar vitaminas. Aun así, consiguió asestar varios golpes, pero Rincewind estaba demasiado furioso como para apercibirse. Y sólo pegaba con las manos, mientras que su adversario usaba también las rodillas, los pies y los dientes.

De hecho, iba ganando.

Aquello le sorprendió.

Se sorprendió mucho más cuando, al arrodillarse sobre el pecho de Trymon para golpearle repetidamente en la cabeza, el rostro de éste cambió. La piel reptó y onduló como algo visto a través de la neblina del calor, y fue Trymon quien habló.

—¡Ayúdame!

Por un momento, los ojos que miraban a Rincewind estuvieron llenos de dolor, miedo y súplica. Luego ya no fueron ojos, sino cosas multifacetadas situadas en una cabeza que sólo se podía denominar cabeza si entendemos el término en un sentido muy amplio. Tentáculos y garras afiladas se desplegaron para arrancar las más bien escasas carnes de Rincewind.

Dosflores, la torre y el cielo rojo habían desaparecido. El tiempo aminoró su marcha y se detuvo.

Rincewind mordió con todas sus fuerzas un tentáculo que intentaba arrancarle la cara. Cuando éste se desenroscó dolorido, proyectó la mano y sintió cómo algo cálido y gelatinoso se rompía.

Le estaban mirando. Volvió la cabeza para descubrir que ahora luchaba en el centro de un enorme anfiteatro. A ambos lados, hilera tras hilera de criaturas le observaban desde arriba, criaturas con cuerpos y rostros que parecían hechos de cruces entre pesadillas. Por el rabillo del ojo divisó cosas aún peores tras él, formas inmensas que se extendían hasta oscurecer el cielo…, justo antes de que el monstruo Trymon se lanzara contra él con un aguijón del tamaño de una lanza.

Rincewind esquivó como pudo y luego se precipitó hacia adelante cerrando ambas manos para formar un puño, que alcanzó a la cosa en el estómago, o posiblemente en el tórax, con un golpe que terminó con un satisfactorio crujido de quitina.

Siguió peleando, muerto de miedo con sólo pensar en lo que sucedería si se detenía. El fantasmal circo retumbaba con los chirridos de las criaturas de las Mazmorras, un muro de sonido que le resonaba en los oídos. Imaginó ese sonido llenando todo el Disco y lanzó golpe tras golpe para salvar el mundo de los hombres, para preservar el pequeño círculo de luz en la noche oscura del caos, para cerrar la brecha por la que avanzaba la pesadilla, pero sobre todo para impedir que le devolviera los golpes.

Unas garras o zarpas le dibujaron líneas al rojo blanco en la espalda, algo le mordió el hombro, pero descubrió un nido de tubos blandos bajo la maraña de pelo y escamas, y apretó con todas sus fuerzas.

Un brazo lleno de púas le derribó en el polvo negruzco.

Instintivamente, Rincewind se hizo una bola, pero nada sucedió. En vez del furioso ataque que esperaba, cuando abrió los ojos vio a la criatura que se alejaba de él cojeando, derramando líquidos por varias aberturas.

Era la primera vez que algo huía de Rincewind.

Se lanzó a por el monstruo, atrapó una pierna escamosa y la retorció. La criatura aulló y sacudió desesperadamente todos los apéndices que aún le funcionaban, pero Rincewind la tenía bien cogida. Consiguió levantarse y lanzó un último y satisfactorio golpe contra el ojo que le quedaba a la Cosa. Ésta gritó y huyó.

Sólo había un lugar hacia el que huir.

La torre y el cielo rojo regresaron cuando se restauró el espacio-tiempo.

En cuanto sintió la presión de las losas bajo sus pies, Rincewind se lanzó hacia un lado y rodó sobre la espalda, manteniendo a la frenética criatura a la distancia de sus brazos.

—¡Ahora! —gritó.

—¿Ahora qué? —preguntó Dosflores—. Ah, sí. Voy.

Blandió la espada inexpertamente pero con cierta fuerza. No mató a Rincewind por cuestión de milímetros, sino que la enterró profundamente en la Cosa. Se oyó un zumbido agudo, como si hubiera destrozado un avispero, y el caos de brazos, piernas y tentáculos se retorció de dolor. Rodó hacia un lado gritando y golpeando las losas, y luego ya no golpeó nada, porque había rodado más allá del borde de la escalera, arrastrando a Rincewind.

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