—Típico del muchacho.
—Eh… ¿quién hay ahí dentro? —quiso saber.
—Los Maestros de la Magia —replicó la voz con arrogancia.
—¿Por qué?
Otra pausa, seguida de un diálogo en susurros avergonzados.
—Bueno, eh… nos hemos quedado encerrados —dijo la voz de mala gana.
—¿Cómo, con el Octavo?
Susurros, susurros.
—La verdad es que el Octavo no está aquí —explicó la voz con lentitud.
—Ya. Y vosotros sí —dijo Rincewind, con tanta educación como es posible cuando se está sonriendo como un necrófilo en un depósito de cadáveres.
—Eso parece.
—¿Queréis que os traigamos algo? —preguntó Dosflores con ansiedad.
—Más bien preferiríamos que nos sacarais de aquí.
—¿Se puede forzar la cerradura? —indagó Bethan.
—Imposible —replicó Rincewind—, es a prueba de ladrones.
—Supongo que a Cohen no le habría costado nada —dijo la chica con lealtad—. Esté donde esté.
—El Equipaje la derribaría enseguida —asintió Dosflores.
—Bueno, entonces no hay nada que hacer —suspiró Bethan—. Salgamos a donde haya aire fresco. O un poco más fresco que éste, por lo menos.
Se dio media vuelta para alejarse.
—Un momento, un momento —replicó Rincewind—. Lo de siempre, ¿eh? El pobre Rincewind no tiene ideas, ¿verdad? Oh, no, no es más que un lastre, claro. No sirve más que para darle una patada al pasar. No confíes en él, no es más que…
—De acuerdo —asintió Bethan—, veamos.
—…un inútil, un fracasado, sólo un… ¿cómo?
—¿Cómo piensas abrir la puerta? —preguntó la chica.
Rincewind la miró boquiabierto. Luego miró la puerta. La verdad era que parecía muy sólida, y la cerradura tenía cara de testaruda.
Pero ya había conseguido entrar una vez, mucho tiempo atrás. Rincewind el estudiante empujó la puerta y ésta se abrió…, y un momento después, el Hechizo se había instalado en su mente para destrozarle la vida.
—Oye —dijo una voz tras la mirilla, con tanta amabilidad como le fue posible—. Sé buen chico y haz que venga un mago, ¿vale?
Rincewind tomó aliento.
—Alejaos de la puerta —dijo.
—¿Cómo?
—Escondeos detrás de algo —ladró sin que la voz le temblara más que un poquito—. Vosotros también —ordenó a Bethan y a Dosflores.
—Pero no puedes…
—¡Lo digo en serio!
—Lo dice en serio —repitió Dosflores—. Lo sé por esa venilla que tiene en la sien, ¿la ves? Cuando le palpita así es que…
—¡Silencio!
Rincewind, inseguro, extendió un brazo y señaló la puerta.
El silencio era absoluto.
Ay, dioses, pensó. ¿Qué viene ahora?
En la oscuridad del fondo de su mente, el Hechizo se removió, intranquilo.
Rincewind trató de sintonizarse o algo así con la mente de la cerradura. Si pudiera sembrar la discordia entre sus átomos para que se separaran…
Nada sucedió.
Tragó saliva con un esfuerzo y concentró su atención en la madera. Era vieja, estaba casi fosilizada y probablemente no ardería ni aunque la empaparan en aceite y la metieran en un horno. Aun así lo intentó, explicando a las ancianas moléculas que debían dar saltitos para entrar en calor…
En el silencio tenso de su propia mente, clavó los ojos en el Hechizo, que parecía muy avergonzado.
Se detuvo a considerar el aire que rodeaba la puerta, meditando cuál sería la mejor forma de retorcerlo para que adoptara formas extrañas y la puerta existiera en una dimensión completamente diferente.
La puerta siguió allí, desafiantemente sólida.
Sudoroso, mientras su mente comenzaba la interminable caminata hacia la pizarra ante toda la clase sonriente, volvió a concentrarse desesperadamente en la cerradura. Debe de estar hecha de trocitos metálicos, no muy pesados…
Por la mirilla le llegó un ligerísimo sonido. Era el sonido de los magos al relajarse y menear las cabezas.
—Ya decía yo… —susurro uno.
Se oyó un leve chirrido y un clic.
El rostro de Rincewind era una máscara. El sudor le goteaba por la barbilla.
Sonó otro clic y luego el ruido de unos ejes desganados. Trymon había aceitado la cerradura, si, pero el óxido y el polvo centenario habían absorbido la grasa, y los magos sólo pueden hacer palanca con la mente, a menos que dispongan de otros utensilios.
En aquel momento, Rincewind intentaba con todas sus fuerzas que el cerebro no se le saliera por las orejas.
La cerradura crujió. Los pernos metálicos crujieron en sus agujeros antes de rendirse.
Las bisagras cedieron. Las palancas se movieron. Hubo un largo crujido que hizo caer de rodillas a Rincewind.
La puerta se abrió con un gemido de dolor. Los magos salieron cautelosamente.
Dosflores y Bethan ayudaron a Rincewind a ponerse en pie. Este tenía el rostro gris, y las piernas le temblaban.
—No está mal —comentó uno de los magos—. Quizá un poco lento.
—¡Eso no importa! —gritó Jiglad Wert—. Vosotros tres, ¿visteis a alguien cuando bajabais?
—No —respondió Dosflores.
—Alguien ha robado el Octavo.
Rincewind consiguió levantar la cabeza y enfocar la vista.
—¿Quién?
—Trymon…
Rincewind tragó saliva.
—¿Un tipo alto? —preguntó—. ¿Uno que tiene el pelo rubio y cara de hurón?
—Pues ahora que lo dices…
—Estaba en mi clase —explicó—. Todo el mundo decía que llegaría lejos.
—Pues llegará aún más lejos de lo que cree si abre el libro —intervino uno de los magos, que liaba rápidamente un cigarrillo con dedos temblorosos.
—¿Por qué? —quiso saber Dosflores—. ¿Qué pasará?
Los magos intercambiaron miradas.
—Es un antiguo secreto que ha sido transmitido de mago a mago. No podemos comunicarlo a civiles —dijo Wert.
—Ah, decid, decid.
—Oh, bueno, probablemente ya no importa. Una sola mente no puede albergar todos los hechizos. Se romperá, dejando sólo un agujero.
—¿Un agujero? ¿En la cabeza?
—Mmm… no. En el tejido del universo —explicó Wert—. Quizá cree que lo puede controlar solo, pero…
Sintieron el sonido antes de oírlo. Comenzó en las piedras en forma de una tenue vibración, para luego ascender repentinamente hasta convertirse en un chirrido agudo como una aguja que atormentaba el cerebro sin pasar por los tímpanos. Parecía una voz humana cantando, entonando o gritando, pero había notas más profundas y horribles.
Los magos palidecieron. Después, como un solo hombre, dieron media vuelta y echaron a correr escaleras arriba.
Fuera del edificio había auténticas multitudes. Algunos llevaban antorchas, otros se interrumpieron mientras amontonaban leña junto a las paredes. Pero todos sin excepción miraban hacia arriba, en dirección a la Torre del Arte. Los magos se abrieron paso entre los cuerpos y también alzaron la vista.
El cielo estaba lleno de lunas. Cada una de ellas era tres veces más grande que la luna habitual del Disco, y cada una de ellas estaba envuelta en sombras a excepción de un destello rosado allí donde las alcanzaba la luz de la estrella.
Pero, sobre todo, la cima de la Torre del Arte estaba envuelta en una furia incandescente. Dentro de ella se podían atisbar formas que no tenían nada de tranquilizador. El sonido se había convertido ahora en un zumbido de avispero amplificado un millón de veces.
Algunos magos cayeron de rodillas.
—Lo ha hecho —dijo Wert meneando la cabeza—. Ha abierto un camino.
—¿Esas cosas son demonios? —se interesó Dosflores.
—¿Demonios? ¡Ja! —replicó Wert—. Los demonios serían una fiesta comparados con lo que intenta entrar por ahí.
—Son peores que cualquier cosa que puedas imaginar —dijo Panter.
—Yo puedo imaginar cosas realmente malas —señaló Rincewind.
—Éstas son peores.
—Oh.
—¿Y qué pensáis hacer al respecto? —interrogó una voz clara.
Se volvieron. Bethan les miraba con los brazos cruzados.
—¿Cómo dices? —preguntó Wert.
—Sois magos, ¿no? Pues venga, manos a la obra.
—¿Quieres que nos metamos con eso? —se asombró Rincewind.
—¿Quién si no?
Wert se abrió camino hasta ellos.
—Jovencita, no creo que comprendas…
—Las Dimensiones Mazmorra invadirán nuestro universo, ¿no?
—Bueno, sí…
—Todos seremos devorados por cosas que tienen tentáculos en vez de caras, ¿verdad?
—No son tan bonitos, pero…
—¿Y vais a permitirlo?
—Escucha —intentó Rincewind—, todo ha terminado, ¿no lo entiendes? No se pueden devolver los hechizos al libro, no se puede desdecir lo que ya se ha dicho, no se puede…
—¡Se puede intentar!
Rincewind suspiró y se volvió hacia Dosflores. No estaba allí. Los ojos de Rincewind se dirigieron inevitablemente hacia la base de la Torre del Arte, y llegaron justo a tiempo para ver cómo la rolliza figura del turista, esgrimiendo la espada con mano inexperta, desaparecía por una puerta.
Los pies de Rincewind tomaron una decisión por su cuenta y riesgo. Una decisión que, desde el punto de vista de su cabeza, era completamente errónea.
El resto de los magos le vieron salir corriendo.
—¿Y bien? —insistió Bethan—. Él sí va.
Los magos hicieron todo lo posible por no mirarse entre ellos.
—Podríamos intentar algo —dijo Wert al final—. Parece que la cosa no ha ido aún demasiado lejos.
—¡Pero si apenas nos queda magia! —le recordó otro de los magos.
—¿Se te ocurre algo mejor?
Uno por uno, con sus túnicas ceremoniales deslumbrantes bajo la extraña luz, los magos arrastraron los pies hacia la torre.
La torre era hueca por dentro, los peldaños de piedra estaban tallados en espiral por las paredes. Dosflores ya había subido varios tramos antes de que Rincewind le alcanzara.
—Alto ahí —dijo en el tono de voz más animado que pudo mostrar—. Este tipo de cosas son para gente como Cohen, no para ti. Sin ánimo de ofender.
—¿Él podría hacer algo?
Rincewind alzó la vista hacia la luz actínica que relampagueaba desde el agujero lejano que era la cima de la torre.
—No —admitió.
—Entonces, lo haré tan bien como él, ¿verdad? —dijo Dosflores blandiendo torpemente la espada robada quién sabe dónde.
Rincewind saltó tras él, manteniéndose tan cerca del muro como le fue posible.
—¡No lo entiendes! —aulló—. ¡Ahí arriba hay horrores inimaginables!
—Siempre has dicho que no tengo imaginación.
—Algo de cierto hay en eso, sí —concedió Rincewind—, pero…
Dosflores se sentó.
—Mira —dijo—, desde que llegué he estado esperando algo como esto. Quiero decir; es una auténtica aventura, ¿verdad? Solo contra los dioses, o algo por el estilo.
Rincewind dedicó algunos segundos a abrir y cerrar la boca antes de encontrarse en condiciones de pronunciar las palabras adecuadas.
—¿Qué tal se te da manejar la espada? —preguntó débilmente.
—No lo sé, nunca he probado.
—¡Estás loco!
Dosflores le miró de soslayo.
—Mira quién fue a hablar —dijo—. Yo estoy aquí porque no se me ocurre nada mejor; pero… ¿y tú? —Señaló hacia abajo, en dirección a los magos que subían trabajosamente por la escalera—. ¿Y ellos?
Una luz azul se extendió por la torre. Resonó un trueno.
Los magos llegaron junto a ellos tosiendo como locos y luchando por recuperar el aliento.
—¿Qué plan tenéis? —preguntó Rincewind.
—Improvisar —respondió Wert.
—Bien. Bueno. Entonces, no os entretengo más.
—Tú vienes con nosotros —le informó Panter.
—¡Pero si no soy un mago de verdad! ¿No recordáis que me expulsasteis?
—No ha habido estudiante más inútil —asintió el viejo mago—, pero estás aquí, y ahora mismo no hacen falta más cualificaciones. Vamos.
La luz brilló un momento antes de desaparecer. Los horribles ruidos murieron como estrangulados.
El silencio llenó la torre. Era uno de esos silencios pesados, opresivos.
—Ha cesado —dijo Dosflores.
Algo se movió arriba, perfilándose contra el círculo rojizo del cielo. Cayó lentamente, dando vueltas, bandeándose. Chocó contra la escalera un tramo más arriba de donde se encontraban.
Rincewind fue el primero en llegar.
Era el Octavo. Pero yacía sobre las piedras tan inerte y sin vida como cualquier otro libro, con sus páginas agitadas por la brisa que soplaba en la torre.
Dosflores llegó jadeando tras Rincewind y bajó la vista.
—Están en blanco —susurró—. Todas las páginas están en blanco.
—Entonces, lo hizo —suspiró Wert—. Leyó los hechizos. Y con éxito. No habría apostado por ello.
—Ha habido un montón de ruido —dijo Rincewind, titubeante—. Y luz. Y esas formas. No me parece que haya sido un éxito.
—Oh, siempre que se hace magia a gran escala hay interferencias extradimensionales —explicó Panter—. Sólo sirven para impresionar a la gente.
—Pues a mí me pareció que había monstruos —intervino Dosflores acercándose a Rincewind.
—¿Monstruos? ¿Qué monstruos? —le interrogó Wert.
Todos miraron hacia arriba instintivamente. No se oía nada. Nada se movía en el círculo de luz.
—Bueno, creo que deberíamos subir a… eh… felicitarle —suspiró Wert.