Escudriñó la desastrada caligrafía de un mago muerto mucho tiempo atrás.
—Bien —dijo—, veamos. «Para Ynvocar A La Cosa Que Vygyla, Al Guardyán…»
La multitud invadió uno de los puentes que unían Morpork con Ankh. Bajo él, el río, que en sus mejores momentos llevaba poca agua, no era más que un reguerillo humeante.
El puente se estremecía bajo sus pies mucho más de lo acostumbrado. Unas ondas extrañas recorrían los restos lodosos del río. Varias tejas cayeron de una casa cercana.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Dosflores.
Bethan miró hacia atrás y gritó.
La estrella estaba saliendo. Mientras el sol del Disco buscaba refugio cobardemente bajo el horizonte, la gran esfera de la estrella trepaba lentamente por el cielo hasta que la totalidad de su volumen estuvo a varios grados por encima del borde del mundo.
Empujaron a Rincewind hacia la seguridad que ofrecía un portal. La multitud apenas se dio cuenta, todos siguieron huyendo aterrados como lemmings.
—La estrella tiene puntitos —dijo Dosflores.
—No —replicó Rincewind—. Son… cosas. Cosas que giran en torno a la estrella, igual que el sol gira en torno al Disco. Pero están muy cerca, porque… porque… —Se interrumpió—. ¡Casi lo sé!
—¿El qué?
—¡Tengo que librarme de este Hechizo!
—¿Por dónde se va a la universidad? —preguntó Bethan.
—¡Por aquí! —respondió Rincewind señalando esa misma calle.
—Debe de ser un sitio muy popular; todo el mundo va hacia allí.
—¿Por qué será? —se preguntó Dosflores.
—No sé, pero tengo la sensación de que no van a matricularse en las clases nocturnas —replicó Rincewind.
De hecho, la Universidad Invisible estaba sufriendo un asedio…, al menos, las partes de la Universidad Invisible que afloraban en las dimensiones cotidianas estaban sufriendo un asedio. Las multitudes agolpadas junto a sus puertas exigían una de dos cosas: a) que los magos dejaran de hacer el tonto y se libraran de la estrella o b) (ésta era la opción favorita de los discípulos de la estrella) que dejaran de hacer magia al momento y se suicidaran ordenadamente para librar al Disco de toda hechicería y así evitar la terrible amenaza que venía de los cielos.
Por su parte, los magos, al otro lado de los muros, no tenían la menor idea de cómo conseguir a) ni la menor intención de hacer b), con lo cual la mayoría optaron por c), que consistía en escabullirse por las puertas secretas y alejarse de puntillas tanto y tan deprisa como fuera posible.
Toda la magia de confianza que quedaba en la universidad se estaba dedicando íntegramente a mantener cerradas las grandes verjas. Los magos empezaban a descubrir que, aunque está muy bien tener unas puertas impresionantes cerradas gracias a la magia, los constructores deberían haber incluido algún dispositivo de seguridad, por ejemplo unos vulgares candados de durísimo hierro nada impresionante.
Fuera, en la plaza, la gente había encendido unas cuantas hogueras más que nada para dar efecto, ya que el calor de la estrella era abrasador.
—Pero aún se ven las estrellas —señaló Dosflores—. Las otras estrellas, quiero decir. Las pequeñas. En un cielo negro.
Rincewind no le hizo caso. Estaba mirando las puertas. Un grupo de discípulos de la estrella y ciudadanos intentaban derribarlas.
—Es inútil —dijo Bethan—, no conseguiremos entrar. ¿Adónde vas?
—A dar un paseo —respondió Rincewind.
Se dirigía con decisión hacia una callejuela lateral.
Allí había un par de alborotadores que iban de por libre y se dedicaban sobre todo a destrozar tiendas. Rincewind hizo caso omiso de ellos y siguió el muro hasta que éste discurrió paralelamente a un callejón oscuro que tenía el desdichado olor de los callejones oscuros de todas partes.
Una vez allí, empezó a examinar muy de cerca los ladrillos. El muro tenía unos seis metros de altura, y en su parte superior había crueles púas metálicas.
—Necesito un cuchillo —dijo.
—¿Te vas a abrir camino a puñaladas? —se sorprendió Bethan.
—Limítate a buscarme un cuchillo —replicó Rincewind.
Empezó a dar golpecitos en las piedras.
Dosflores y Bethan se miraron y se encogieron de hombros. Unos minutos más tarde volvieron con toda una selección de cuchillos. Dosflores había conseguido incluso una pequeña espada.
—Nos hemos tenido que servir nosotros mismos —dijo Bethan.
—Pero dejamos el dinero —la corrigió Dosflores—. Es decir; habríamos dejado el dinero si lo hubiéramos tenido…
—Así que se empeñó en escribir una nota —suspiró la chica.
Dosflores se irguió en toda su estatura, cosa que apenas valía el esfuerzo.
—No entiendo por qué… —empezó a decir rígidamente.
—Estoy segura —replicó Bethan sombría—. Rincewind, han forzado las puertas de todas las tiendas, había un montón de gente por la calle cogiendo instrumentos musicales, ¿no es increíble?
—No —respondió el mago, cogiendo un cuchillo y probando la hoja con gesto pensativo—. Supongo que eran aficionados.
Clavó la hoja en la pared, la retorció y dio un paso atrás cuando una pesada piedra se desprendió de su sitio. Alzó la vista, contó para sus adentros e hizo palanca sobre otra piedra.
—¿Cómo lo has hecho? —se asombró Dosflores.
—Ayúdame a subir —fue toda la respuesta de Rincewind.
Un momento más tarde, conseguía apoyar los pies en los agujeros que había practicado, y empezó a sacar más piedras para seguir trepando.
—Hace siglos que las cosas son así —dijo a los de abajo—. Algunas piedras no están pegadas con cemento. Una entrada secreta, ¿entendéis? Cuidado, que cae otra.
Una piedra más se estrelló contra los guijarros del suelo.
—Los estudiantes la hicieron hace mucho tiempo —explicó Rincewind—. Una buena manera de entrar y salir después de que apagaban las luces.
—Ah —asintió Dosflores—, ya entiendo. Saltaban el muro para ir a tabernas apenas iluminadas donde beber; cantar y recitar poesías, ¿verdad?
—Casi aciertas, excepto en lo de las canciones y las poesías —replicó el mago—. Un par de estos clavos deben de estar sueltos…
Se oyó un clang.
—Por este lado no hay mucha altura —les llegó su voz tras unos segundos—. Si queréis venir; vamos.
* * *
Y así fue como Rincewind, Dosflores y Bethan entraron en la Universidad Invisible.
En otro lugar del campus…
Los ocho magos insertaron sus llaves e, intercambiando más de una mirada de preocupación, las giraron. Se oyó un leve ruidito cuando la cerradura se abrió.
El Octavo estaba desencadenado. Una ligerísima luz octarina recorrió su encuadernación.
Trymon lo cogió sin que ninguno de los otros protestara. El brazo empezó a cosquillearle.
Se volvió hacia la puerta.
—Ahora, hermanos, hacia la Sala Principal —dijo—. Si me lo permitís, abriré el camino…
Tampoco hubo protestas.
Llegó a la puerta con el libro bajo el brazo. Parecía caliente y algo espinoso.
A cada paso esperaba un grito, una objeción, pero no llegaron. Tuvo que echar mano de todo su autocontrol para no partirse de risa. Aquello era mucho más sencillo de lo que había imaginado.
Los otros no estaban ni a medio camino de la salida de la claustrofóbica mazmorra, cuando Trymon alcanzó la puerta. Quizá notaron algo en su manera de flexionar los hombros, pero ya era demasiado tarde: cruzó el umbral, agarró el picaporte, cerró la puerta, giró la llave y sonrió la sonrisa.
Recorrió de nuevo el pasillo caminando con tranquilidad y haciendo caso omiso de los gritos airados de los magos, que en aquellos momentos descubrían lo imposible que es lanzar hechizos en una habitación impermeable a la magia.
El Octavo se retorció, pero Trymon lo sujetó con fuerza. Echó a correr; tratando de expulsar de su mente las horribles sensaciones que notaba bajo el brazo a medida que el libro se transformaba en cosas peludas, esqueléticas y espinosas. La mano se le quedó entumecida. Los leves chirridos que había estado oyendo subieron de volumen, y también oyó otros ruidos a su espalda… ruidos maliciosos, tentadores, ruidos emitidos por horrores inimaginables que a Trymon le parecieron demasiado fáciles de imaginar. Mientras corría por la Sala Principal y subía por la escalera, las sombras empezaron a moverse, a cobrar nuevas formas, a cerrarse en torno a él. Tampoco pudo pasar por alto el hecho de que algo le seguía, algo con patas resbaladizas que corrían con una rapidez obscena. Las paredes se estaban llenando de hielo. Las puertas se lanzaban contra él cuando las cruzaba a toda velocidad. Bajo sus pies, los peldaños empezaban a tener el tacto de una lengua…
No en vano Trymon se había pasado largas horas en el equivalente a un gimnasio de la Universidad Invisible, desarrollando músculo mental. No confíes en los sentidos, que pueden engañarte, se repetía. Los peldaños están ahí abajo, en alguna parte… Ordénales que estén ahí, hazlos aparecer a medida que subes, y más te vale hacerlo bien, muchacho. Porque no todo esto es pura imaginación.
Gran A’Tuin aminoró la marcha.
Con unas aletas del tamaño de continentes, la tortuga celestial se resistió al tirón de la estrella, y esperó.
No iba a ser una espera larga…
* * *
Rincewind consiguió llegar a la Sala Principal. Había unas cuantas antorchas encendidas que parecían colocadas allí como para algún ritual mágico. Pero los candelabros ceremoniales estaban volcados y los complejos octogramas, pintados con tiza en el suelo, aparecían borrosos, como si alguien hubiera bailado sobre ellos. Además, el aire estaba impregnado de un hedor desagradable hasta para los elevados estándares de Ankh-Morpork. Tenía un algo como sulfúrico que cubría otro algo peor todavía. Olía como el fondo de un estanque.
Se oyó un retumbar lejano seguido de un montón de gritos.
—Parece que las puertas han caído —dijo Rincewind.
—Salgamos de aquí —sugirió Bethan.
—Las bodegas están por allí.
Y se dirigió hacia un arco.
—¿Vamos a bajar?
—Sí. ¿O prefieres quedarte?
Cogió una de las antorchas colgadas de la pared y empezó a bajar por la escalera.
Tras unos cuantos tramos de peldaños, desaparecieron los paneles de las paredes para dejar al descubierto la piedra desnuda. Aquí y allá, las puertas habían sido forzadas.
—Oigo algo —dijo Dosflores.
Rincewind prestó atención. Había un ruido que parecía llegar de las profundidades. No resultaba aterrador. Parecía más bien como si un montón de gente estuviera aporreando una puerta y gritando barbaridades.
—No serán las Cosas de las Dimensiones Mazmorra de las que nos hablaste, ¿verdad? —quiso saber Bethan.
—No suelen decir esos tacos —respondió Rincewind—. Vamos.
Corrieron por los húmedos pasillos, siguiendo los gritos, las maldiciones y las toses atragantadas que, en cierto modo, resultaban tranquilizadoras: decidieron que nadie que jadeara de aquella manera podía representar un peligro.
Por fin llegaron a una puerta situada en un nicho. Parecía tan resistente como para contener el mar. Había una pequeña mirilla.
—¡Eh! —gritó Rincewind.
No parecía una frase muy útil, pero no se le ocurrió nada mejor.
Se hizo el silencio. Después, les llegó una voz del otro lado de la puerta.
—¿Quién está ahí?
Rincewind reconoció la voz. Le había despertado aterrado de sus ensoñaciones diurnas más de una vez durante las pesadas clases tras la comida, hacía ya años. Era Lumuel Panter, quien en el pasado se había tomado como desafío personal el intento de grabar a fuego en la cabeza del joven Rincewind los rudimentos de la adivinación y la invocación. Recordó los ojos penetrantes en el rostro porcino, la voz diciendo «Ahora el señor Rincewind saldrá a la pizarra a dibujar el Símbolo Relevante» y el paseo de mil kilómetros entre todos los alumnos, tratando desesperadamente de recordar qué había estado ronroneando esa misma voz durante los cinco últimos minutos. Incluso ahora se le secaba la garganta de miedo y culpabilidad. Aquello era peor que las Dimensiones Mazmorra.
—Por favor, señor; soy yo, señor; Rincewind, señor —graznó. Se dio cuenta de que Dosflores y Bethan le miraban, y carraspeó—. Sí —añadió con la voz más profunda que pudo conseguir—. Ése soy yo. Rincewind. En persona.
Se oyeron susurros al otro lado de la puerta.
—¿Rincewind?
—Me recuerda a un chico más bien corto…
—¿El del Hechizo?
—¿Rincewind?
Se hizo una pausa. Al final, la primera voz rompió el silencio.
—Supongo que la llave no estará en la cerradura, ¿verdad?
—No —respondió Rincewind.
—¿Qué ha dicho?
—Ha dicho que no.