La luz fantástica (Mundodisco, #2) – Terry Pratchett

—¿Algo que tiene un gran significado?

—Sí, eso debía de ser.

* * *

—Espera… está pensando algo —dijo Cohen.

Mandy Bula alzó la vista cansadamente. Se estaba muy bien allí, sentado en la sombra. Le empezaba a parecer que, al tratar de huir de una ciudad llena de locos, había conseguido que un solo loco le dedicara toda su atención. Se preguntó si viviría para lamentarlo.

Lo deseaba con todas sus fuerzas.

—Sí, desde luego, está pensando algo —dijo con amargura—. Salta a la vista.

—Creo que los ha encontrado.

—Ah, qué bien.

—Agárrate a él.

—¿Estás chiflado? —se espantó Mandy Bula.

—Conozco a este trasto, confía en mí. Además, ¿prefieres quedarte aquí con los discípulos de la estrella? Creo que les encantará tener una charla contigo.

Cohen se puso al lado del Equipaje y luego, de un salto, montó sobre él. El baúl no pareció darse cuenta.

—Corre —dijo—. Creo que va a partir.

Mandy Bula se encogió de hombros y montó tras Cohen.

—Ah, ¿sí? —dijo—. ¿Y cómo lo…?

* * *

¡Ankh-Morpork!

¡Perla de las ciudades!

Ésta no es una descripción completamente precisa, desde luego (no era redonda ni brillante), pero hasta sus peores enemigos concedían que, si había que comparar Ankh-Morpork con algo, bien podía ser con un granito de arena cubierto por las secreciones enfermizas de un molusco.

Ha habido ciudades más grandes. Ha habido ciudades más ricas. Desde luego, ha habido ciudades más bonitas. Pero ninguna ciudad del Multiverso podía rivalizar con los olores de Ankh-Morpork.

Los Antiguos, que lo sabían todo acerca de los universos y habían olido ciudades como Calcuta, ¡Xrc-! y Puertomarte, concedían que hasta estos magníficos ejemplos de poesía nasal son simples pareados comparados con la gloria del olor de Ankh-Morpork.

Se pueden mencionar las coliflores. Se puede mencionar el ajo. Se puede mencionar Francia. Adelante. Pero si no se ha olido Ankh-Morpork en un día caluroso, no se ha olido nada.

Sus ciudadanos se enorgullecen de ello. Cuando hace buen tiempo, sacan sillas a la calle para disfrutar del olor. Se llenan las mejillas, se palmean el pecho y comentan alegremente los pequeños matices. Hasta han erigido una estatua en su honor para conmemorar la noche en que los soldados de un estado rival trataron de invadirla sigilosamente y sólo consiguieron llegar hasta la cima de las murallas antes de que, para su horror; los tapones de las narices se les rindieran sin condiciones. Los mercaderes ricos que debían pasar muchos años en el extranjero se hacían enviar botellas selladas conteniendo el aroma, que les llenaban los ojos de lágrimas.

Ése era el efecto que tenía.

Y es que, en realidad, sólo hay una manera de describir el efecto que los olores de Ankh-Morpork surtían sobre la nariz visitante, y es por analogía.

Coge una tartana. Rocíala con confetti. Ilumínala con luces estroboscópicas.

Ahora coge un camaleón.

Pon el camaleón sobre la tartana.

Míralo de cerca.

¿Ves?

Lo cual explica por qué, cuando la tienda se materializó por fin en Ankh-Morpork, Rincewind pegó un respingo, anunció «Hemos llegado», Bethan palideció y Dosflores, que no tenía el menor olfato, preguntó: «¿De verdad? ¿Cómo lo sabes?»

Había sido una tarde muy larga. Habían irrumpido en el espacio real para aparecer en gran número de paredes pertenecientes a diversas ciudades, porque, según el tendero, el campo mágico del Disco lo distorsionaba todo, jugándoles una mala pasada.

La mayoría de los ciudadanos habían huido de las urbes, que ahora pertenecían a bandas de gente enloquecida, obsesionada por las orejas izquierdas.

—¿De dónde habrán salido? —se preguntó Dosflores mientras huían de otra multitud.

—Dentro de cada persona cuerda hay un loco luchando por salir a la luz —explicó el tendero—. Eso es lo que he pensado siempre. Nadie enloquece tan deprisa como una persona completamente cuerda.

—Eso no tiene sentido —dijo Bethan—. Y si lo tiene, no me gusta.

La estrella era más grande que el sol. Aquella noche no anochecería. En el horizonte contrario, el solecillo del Disco hacía lo que podía por ponerse con normalidad, pero el efecto general de toda aquella luz roja era hacer que la ciudad, nunca particularmente hermosa, pareciera un cuadro pintado por un artista fanático que hubiera pasado un mal rato en manos de un limpiabotas.

Pero era el hogar. Rincewind miró en todas direcciones en una calle desierta y se sintió casi feliz.

En lo más profundo de su mente, el Hechizo agarraba un berrinche, pero no le hizo caso. Quizá fuera cierto que la magia se debilitaba a medida que se acercaba la estrella, o quizá hacía tanto que llevaba el Hechizo en la cabeza que había acabado por desarrollar una especie de inmunidad física: lo cierto es que descubrió que podía resistir sus órdenes.

—Estamos en los muelles —declaró—. ¡Oled este aire!

—Oh —gimió Bethan apoyándose contra una pared—. Sí.

—Es el ozono, sin duda —explicó Rincewind—. Un aire con personalidad, sí señor.

Respiró hondo.

Dosflores se volvió hacia el tendero.

—Bueno, espero que encuentres al hechicero —dijo—. Siento no poder comprarte nada, pero es que llevo todo mi dinero en el Equipaje.

El tendero le puso algo en la mano.

—Un regalito —dijo—. Te hará falta.

Volvió a entrar en la tienda como una flecha, la campanilla tintineó, el letrero que rezaba «Si Viene a Por Esas Malditas Sanguijuelas Vuelva Mañana» chocó contra la puerta, y la tienda desapareció del muro de ladrillos como si nunca hubiera estado allí. Dosflores extendió rápidamente la mano para rozar la pared, incrédulo.

—¿Qué hay en esa bolsa? —quiso saber Rincewind.

Se trataba de una bolsa de papel marrón grueso, con asas de cuerdecilla.

—Si le salen patas, no quiero saberlo —advirtió Bethan.

Dosflores echó un vistazo al interior y sacó el contenido.

—¿Nada más? —se asombró Rincewind—. ¿Una casita con conchas?

—Es muy útil —se defendió Dosflores—. Sirve para guardar cigarrillos.

—Y eso es precisamente lo que te hace falta, ¿eh? —se burló el mago.

—Mataría por un frasco de aceite bronceador —intervino Bethan.

—Vamos —ordenó Rincewind.

Echó a andar calle abajo, y los demás le siguieron.

A Dosflores se le ocurrió que hacían falta unas palabras de consuelo, una pequeña charla con mucho tacto para animar un poco a Bethan.

—No te preocupes —dijo—. Existe una pequeña oportunidad de que Cohen siga vivo.

—Oh, seguro que sigue vivo —replicó ella dando patadas a los guijarros como si tuviera algo personal contra cada uno de ellos—. Con el empleo que tiene, no se vive hasta los ochenta y siete años si vas por ahí muriéndote constantemente. Pero el caso es que no está aquí.

—Ni mi Equipaje tampoco —señaló Dosflores—. Pero claro, no es lo mismo.

—¿Crees que la estrella va a chocar contra el Disco?

—No —respondió Dosflores con confianza.

—¿Por qué no?

—Porque Rincewind opina que no.

La chica le miro asombrada.

—Te explico —siguió el turista—, ¿sabes eso que se hace con las algas marinas?

Bethan, que había nacido en las Llanuras del Vórtice, sólo había oído hablar del mar en las leyendas, y estaba segura de que no le gustaría. Le miró inexpresiva.

—¿Comerlas?

—No, lo que se hace es colgarlas de la puerta y te dicen si va a llover.

Otra cosa que Bethan había aprendido era que resultaba inútil tratar de comprender lo que decía Dosflores. Todo lo que se podía hacer era seguirle la conversación a la espera de despistarle al doblar alguna esquina.

—Ya entiendo —dijo.

—Pues así es Rincewind.

—Como un alga marina.

—Exacto. Si hubiera algo que temer; estaría muerto de miedo. Pero no lo está. Que yo sepa, la estrella es la única cosa que no le da miedo. Y créeme, si él no está preocupado es que no hay nada de qué preocuparse.

—¿Porque no va a llover? —aventuró Bethan.

—Bueno, no. Metafóricamente hablando.

—Oh.

Bethan decidió no preguntar qué significaba «metafóricamente», por si acaso tenía algo que ver con las algas.

Rincewind se volvió.

—Vamos —dijo—. Ya estamos cerca.

—¿De dónde? —quiso saber Dosflores.

—De la Universidad Invisible, por supuesto.

—¿Y te parece buena idea ir allí?

—En absoluto, pero aun así pienso…

Rincewind se detuvo, con el rostro convertido en una máscara de dolor. Se llevó las manos a los oídos y gimió.

—¿El Hechizo te causa problemas?

—Sirgh.

—Prueba a canturrear por lo bajo.

Rincewind hizo una mueca.

—Pienso librarme de este maldito —dijo con voz ronca—. Lo voy a mandar de vuelta al libro, que es su sitio. ¡Quiero que me devuelva mi cabeza!

— Pero entonces…

Dosflores se interrumpió. Todos lo oyeron…, un cántico distante y el sonido de muchas pisadas.

—¿Crees que serán discípulos de la estrella? —preguntó Bethan.

Lo eran. Los primeros aparecieron doblando una esquina a unos cien metros de distancia, tras un estandarte blanco en el que había dibujada una estrella de ocho puntas.

—No sólo discípulos de la estrella —dijo Dosflores—. ¡Hay toda clase de gente!

La multitud no los arrolló al pasar; pero faltó poco. En un momento, los tres estaban en una calle desierta; al siguiente, una marca humana les obligaba a moverse hacia adelante por la ciudad.

* * *

La luz de las antorchas parpadeaba en los húmedos túneles que discurrían bajo la Universidad Invisible a medida que los jefes de las Ocho Órdenes avanzaban por ellos.

—Por lo menos aquí abajo hace calor —señaló uno.

—No deberíamos estar aquí abajo.

Trymon, que guiaba al grupo, no dijo nada. Estaba pensando con todas sus fuerzas. Estaba pensando en la botellita de aceite que pendía de su cinturón y en las ocho llaves que llevaban los magos…, ocho llaves que encajarían en los ocho cerrojos que encadenaban el Octavo a su atril. Estaba pensando que unos magos ancianos dominados por la sensación de que la magia se esfuma están muy inmersos en sus propios problemas como para tener la cautela necesaria. Estaba pensando que en pocos minutos el Octavo, la mayor concentración de magia en todo el Disco, estaría en sus manos.

Pese a lo frío del túnel, empezó a sudar.

Llegaron junto a una puerta forrada de plomo, incrustada en la roca. Trymon sacó una llave de hierro (una honesta llave de hierro, vulgar y corriente, no como las llaves retorcidas y desconcertantes que desencadenarían el Octavo), echó un poco de aceite en la cerradura, insertó la llave y la giró. La puerta chirrió, abriéndose con una protesta.

—¿Somos todos de la misma opinión? —preguntó Trymon.

Se oyó una serie de gruñidos vagamente afirmativos.

Empujó la puerta.

Una cálida ráfaga de viento espeso y algo aceitoso los envolvió. El aire estaba lleno de chirridos agudos y desagradables. Diminutas chispas de fuego octarino brotaban de cada nariz, cada uña, cada barba.

Los magos, con las cabezas inclinadas para defenderse de la tormenta de magia desencadenada al azar que azotaba la habitación, trataron de avanzar. Siluetas informes revoloteaban y reían estúpidamente mientras las pesadillas que habitaban las Dimensiones Mazmorra toqueteaban constantemente con algo que llamaremos dedos (sólo porque lo tienen al final de los brazos), en busca de alguna entrada sin vigilancia al círculo de fuego que algunos dicen es el universo de la razón y el orden.

Incluso en aquellos malos tiempos para las criaturas mágicas, incluso en una habitación diseñada para amortiguar todas las vibraciones de la hechicería, el Octavo seguía crepitando con su energía.

En realidad, las antorchas no hacían la menor falta. El Octavo llenaba la habitación de una luz tenue, mortecina, que no era exactamente luz sino lo contrario de la luz. La oscuridad no es lo contrario de la luz, sino su ausencia. Lo que irradiaba del libro era la luz que yace al otro lado de la oscuridad. La luz fantástica.

Era de un color púrpura bastante decepcionante. Como se ha dicho antes, el Octavo estaba encadenado a un atril tallado para darle la forma de algo vagamente aviario, ligeramente reptiliano y espantosamente vivo. Dos ojillos brillantes contemplaron a los magos con odio.

—Lo he visto moverse —aseguró uno.

—Estaremos a salvo mientras no toquemos el libro —advirtió Trymon.

Se sacó del cinturón un pergamino y lo desenrolló.

—Trae acá la antorcha —ordenó a un mago—. ¡Y apaga ese cigarrillo!

Esperaba una explosión de furia y orgullo, pero no la hubo. En vez de eso, el mago ofendido se quitó la colilla de los labios con dedos temblorosos y la pisoteó en el suelo.

Trymon estaba exultante. Perfecto, pensó, hacen lo que digo. Quizá sólo por ahora…, pero con eso me sobra.

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