¡Magia! ¡Así se sentía uno con la magia! ¡No era de extrañar que a los magos les importara un rábano el sexo!
Rincewind sabía qué eran los orgasmos, por supuesto, había tenido algunos en sus tiempos, a veces incluso en compañía, pero nada de lo que había experimentado hasta entonces se parecía siquiera a aquel momento ardiente, tenso, en que cada nervio de su cuerpo se incendió con fuego azul y blanco, y la magia pura brotó de sus dedos. Aquello te llenaba, te alzaba, te hacía remontar las olas de las fuerzas elementales. No era de extrañar que los magos lucharan por el poder…
Y todo eso. El Hechizo en su cabeza había sido el autor, por supuesto, no Rincewind. Empezaba a detestar al Hechizo. Estaba seguro de que, si éste no hubiera espantado a todos los demás hechizos que intentaba aprender; habría llegado a ser un mago bastante potable por sus propios méritos.
En algún lugar del maltratado corazón de Rincewind, el gusano de la rebelión enseñó los dientes.
Bien, pensó. En cuanto tenga ocasión, te mandaré de vuelta al Octavo.
Se incorporó.
—¿Dónde demonios estamos? —preguntó agarrándose la cabeza para impedir que le explotara.
—En una tienda —se lamentó Dosflores.
—Pues espero que vendan cuchillos, porque creo que quiero cortarme la cabeza.
En la expresión de sus acompañantes había algo que le devolvió la cordura que aún le faltaba.
—Era una broma —dijo—. Al menos en parte. ¿Por qué estamos en esta tienda?
—No podemos salir —explicó Bethan.
—La puerta ha desaparecido —aportó Dosflores.
Rincewind se levantó, un poco tembloroso.
—Oh —dijo—. Es una de esas tiendas.
—Exacto —replicó el tendero con cierta petulancia—. Es mágica, sí, viaja por ahí, sí, no pienso explicaros la razón, no.
—¿Me das un vaso de agua, por favor? —pidió Rincewind.
El tendero pareció ofenderse.
—Primero no tenéis dinero, luego queréis un vaso de agua —estalló—. ¡Esto ya es dema…!
Bethan lanzó un bufido y se dirigió hacia el hombrecillo a zancadas. Éste intentó retroceder; pero ya era tarde.
Le cogió por las tiras del delantal, le levantó y le miró a los ojos. Por desgarrado que estuviera su vestido, por despeinada que estuviera su cabellera, por un momento se convirtió en el símbolo de toda mujer que en alguna ocasión ha tenido oportunidad de poner en su lugar a un hombre.
—El tiempo es oro —siseó—. Te doy treinta segundos para traerle un vaso de agua. A mí me parece una ganga, ¿y a ti?
—Está muy guapa cuando se enfada, ¿no te parece? —susurró Dosflores.
—Sí —asintió Rincewind sin entusiasmo.
—De acuerdo, de acuerdo —se acobardó el tendero.
—Y luego, nos dejarás salir —añadió Bethan.
—Por mí perfecto, hoy no pensaba abrir. ¡Sólo paré un momento para orientarme, y vosotros os colasteis!
Gruñendo, atravesó una cortina de cuentas para volver con un tazón lleno de agua.
—Lo he lavado especialmente —dijo tratando de esquivar la mirada de Bethan.
Rincewind miró el líquido del tazón. Probablemente había sido transparente antes de ser vertido en el recipiente, ahora beberlo significaría el genocidio para miles de gérmenes inocentes.
Lo dejó a un lado con cautela.
—¡Ahora, me voy a dar un buen lavado! —afirmó Bethan.
Cruzó la cortina. El tendero la señaló con un gesto vago y miró suplicante a Rincewind y a Dosflores.
—No está tan mal —explicó el turista—. Se va a casar con un amigo nuestro.
—¿Y él lo sabe?
—¿No van bien las cosas en el negocio de las tiendas estelares? —se interesó Rincewind en el tono más comprensivo que pudo mostrar.
El hombrecillo se encogió de hombros.
—Ni os lo imagináis —dijo—. Uno aprende a no esperar demasiado. Se hace una venta aquí, otra allá, lo justo para ir tirando, ya me entendéis. Pero la gente esa que hay ahora, los de la estrella pintada en la cara…, bueno, apenas he tenido tiempo de abrir la tienda, cuando ya están amenazando con quemármela. Dicen que es demasiado mágica. Y yo les digo que sí, que es mágica, claro, ¿qué se le va a hacer?
—Entonces, ¿hay muchos? —preguntó Rincewind.
—Están por todo el Disco, amigo. No me preguntes por qué.
—Piensan que una estrella se va a estrellar contra el Disco —le explicó el mago.
—¿Y es así?
—Mucha gente lo cree.
—Qué lástima, aquí se hacían buenos negocios. ¡Demasiado mágica! ¿Y qué tiene de malo la magia, digo yo?
—¿Qué piensas hacer? —quiso saber Dosflores.
—Oh, me iré a algún otro universo, hay muchos por aquí —respondió el tendero animadamente—. Pero gracias por decirme lo de la estrella. ¿Os dejo en alguna parte?
El Hechizo dio a Rincewind un codazo mental.
—Eh… no —replicó éste—. Creo que es mejor que nos quedemos. Para verlo todo, ya sabes.
—Entonces, ¿no os preocupa lo de la estrella?
—La estrella es vida, no muerte —replicó Rincewind.
—¿Cómo?
—¿Cómo qué?
—¡Lo has vuelto a hacer! —exclamó Dosflores, señalando con dedo acusador—. ¡Dices cosas y luego no sabes que las has dicho!
—Sólo he dicho que será mejor que nos quedemos —replicó Rincewind.
—Dijiste que la estrella es vida, no muerte —repitió Dosflores—. Pero con una voz lejana, como crepitante. ¿A que sí?
Se volvió hacia el tendero buscando confirmación.
—Es verdad —asintió el hombrecillo—. Y me parece que también bizqueó un poco.
—Seguro que es el Hechizo —dijo Rincewind—. Quiere sacarme de aquí, me parece que le interesa volver a Ankh-Morpork. Y yo también quiero ir —añadió, desafiante—. ¿Puedes llevarnos?
—¿Es esa ciudad grandota a orillas del Ankh? ¿Un lugar destartalado que huele a rayos?
—Su historia se remonta a tiempos muy antiguos —replicó Rincewind con la voz teñida de orgullo cívico herido.
—Pues a mí no me la describiste así —señaló Dosflores—. Me dijiste que era la única ciudad que había nacido ya decadente.
Rincewind pareció avergonzado.
—Sí, pero…, bueno, es mi hogar; ¿entiendes?
—No —replicó el tendero—. Como suelo decir yo, el hogar es donde cuelgas el sombrero.
—Mmm, me parece que te equivocas —intervino Dosflores, siempre deseoso de instruir—. El lugar donde cuelgas el sombrero es un perchero. Un hogar es…
—Mirad, trataré de dejaros de camino —le interrumpió apresuradamente el tendero al ver que Bethan volvía.
Pasó junto a ella. Dosflores le siguió.
Al otro lado de la cortina había una habitación con un camastro, una estufa bastante destartalada y una mesita de tres patas. El tendero hizo algo con la mesa, se oyó un sonido como el de un corcho saliendo de mala gana de una botella, y de pronto la habitación contuvo un universo mural.
—No tengas miedo —dijo el tendero mientras las estrellas pasaban como rayos.
—No tengo miedo —respondió Dosflores con los ojos brillantes.
—Oh —asintió el tendero algo molesto—. De todos modos, no son más que imágenes generadas por la tienda, no son reales.
—¿Y puedes ir a donde quieras?
—Oh, no —replicó el hombrecillo, casi conmocionado—. Tengo toda clase de dispositivos a prueba de fallos, sería inútil ir a sitios con una renta per cápita demasiado baja. Además, necesito un muro adecuado, por supuesto. Ah, ya hemos llegado, éste es vuestro universo. Siempre me ha parecido muy coqueto. Una monada de universo…
* * *
Aquí está la oscuridad del espacio, la miríada de estrellas que brillan como polvillo de diamantes o, como dirían algunos, como grandes bolas de hidrógeno que arden a gran distancia. Pero claro, hay gente que dice muchas tonterías.
Una sombra empieza a perfilarse sobre el brillo lejano, y es más negra que el más negro espacio.
Desde aquí parece mucho más grande, porque el espacio no es realmente grande. Sólo se trata de un lugar donde se es muy grande. Los planetas son grandes, aunque claro, se supone que los planetas han de ser grandes, no hace falta ser muy listo para tener el tamaño que a uno le corresponde.
Pero esta forma redonda que mancha el espacio como una pisada de Dios no es un planeta.
Es una tortuga, una tortuga que mide quince mil kilómetros desde su cabeza horadada de cráteres a su cola blindada.
Y Gran A’Tuin sí que es grande.
Las enormes aletas suben y bajan pesadamente, retorciendo el espacio hasta darle extrañas formas. El Mundodisco se desliza por el cielo como una barcaza real. Pero Gran A’Tuin tiene que luchar ahora mientras sale de las libres profundidades del espacio, y debe combatir con las tormentosas presiones de las fosas solares. La magia es más débil aquí, en el litoral de la luz. Muchos días como éste, y el Mundodisco se verá libre de las presiones de la realidad.
Gran A’Tuin lo sabe, pero Gran A’Tuin recuerda haber hecho esto otras veces, hace muchos miles de años.
Los ojos del astroquelonio, de un rojo brillante a la luz de la estrella enana, no están clavados en ella…, sino en una pequeña zona del espacio cerca de allí…
* * *
—Sí, pero… ¿dónde estamos? —preguntó Dosflores.
El tendero, acodado sobre su mesa, se limitó a encogerse de hombros.
—No creo que estemos en ninguna parte —dijo—. Nos encontramos en la incongruencia cotangencial. Pero ésa es mi opinión, puede que me equivoque. La tienda suele saber adónde va.
—¿Quieres decir que tú no?
—Me entero de una cosa aquí, de otra allí… —El tendero se sonó la nariz—. De vez en cuando aterrizo en un mundo donde entienden de estas cosas. —Clavó sus ojillos tristes en Dosflores—. Tienes cara de buena persona. No me importa decírtelo.
—¿Decirme qué?
—Esto no es vida, odio cuidar de la tienda. Sin sentar cabeza, siempre en movimiento, no cerrando nunca.
—¿Y por qué no te detienes?
—Ah, de eso se trata, claro…, no puedo. Sufro los efectos de una maldición. Es algo terrible.
Volvió a sonarse la nariz.
—¿Condenado a atender una tienda?
—Para siempre, amigo mío, para siempre. ¡Y sin cerrar nunca! ¡Por los siglos de los siglos! Fue un hechicero, ¿sabes? Hice una cosa terrible.
—¿En una tienda? —se asombró Dosflores.
—Oh, sí. No recuerdo qué quería aquel hechicero, pero cuando me lo pidió, yo…, yo… hice uno de esos ruidos como sorbiendo, ya sabes…, un silbido, sólo que para dentro.
Hizo una demostración.
Dosflores parecía escandalizado, pero en el fondo era buen hombre y siempre estaba dispuesto a perdonar.
—Ya entiendo —dijo lentamente—. Aun así…
—¡Eso no es todo!
— Oh.
—¡Le dije que de eso no había demanda!
—¿Después del silbido para dentro?
—Sí. Y, probablemente, también sonreí.
—Oh, cielos. Encima no le llamarías «jefe», ¿verdad?
—Pues… es…, es posible.
—Mmm.
—Y aún hay más.
—¡No puede ser!
—Sí. Le dije que podría pedirlo a fábrica y lo tendría al día siguiente.
—Eso no me parece tan malo —dijo Dosflores, la única persona del multiverso que encargaba cosas en las tiendas y no ponía objeción a pagar grandes sumas de dinero por los inconvenientes causados al tendero, inconvenientes que consistían en almacenar un pequeño objeto en su establecimiento durante unas pocas horas.
—Era un día en que cerraba temprano —añadió el hombrecillo.
—Oh.
—Sí, y le oí tratar de abrir la puerta. Yo tenía un letrero en la puerta, ya sabes, una cosa como «Cerrado hasta para vender cigarrillos Nigromante». El caso es que le oí tratar de abrir, y me reí.
—¿Te reíste?
—Sí. Algo así: mpfmpfmpfmpf.
—No fue una actitud inteligente —dijo Dosflores meneando la cabeza.
—Lo sé, lo sé. Mi padre siempre decía: «No te metas con un mago…» En cualquier caso, le oí gritar algo así como que yo no volvería a cerrar jamás, y luego un montón de palabras que no pude entender. En aquel momento, la tienda… la tienda…, la tienda cobró vida.
—¿Y desde entonces has vagado así?
—Sí. Supongo que algún día encontraré al hechicero, y quizá tenga lo que él quería. Hasta entonces debo viajar de muro en muro…
—Fue una cosa terrible —dijo Dosflores.
El tendero se sonó la nariz con el delantal.
—Gracias.
—Aun así, no debió lanzarte una maldición tan cruel —añadió Dosflores.
—Oh. Sí. Bueno. —El tendero se arregló el delantal e intentó valientemente recobrar los ánimos—. De todos modos, así no conseguiremos llevaros a Ankh-Morpork.
—Es curioso —dijo Dosflores—, compré mi Equipaje en una tienda como ésta. Pero era otra, claro.
—Oh, sí, somos muchos en el gremio —asintió el tendero, volviendo junto a su mesa—. Tengo entendido que aquel hechicero era un hombre muy impaciente.
—Vagar eternamente por el universo —musitó Dosflores.
—Exacto. Si no te importa, tengo que preparar el pedido de importación.
—¿Importación?
—Sí, es… —El tendero hizo una pausa y frunció el ceño—. Ya no me acuerdo muy bien. Hace tanto tiempo… Importación, importación…