—¿Por qué? —quiso saber el Bárbaro.
—Nos ha sido revelado.
Ahora la sonrisa de Cohen era amplia como una puerta abierta, y bastante más peligrosa.
—Creo que deberíamos largarnos —sugirió Bula, nervioso.
Un grupo de discípulos de la estrella acababa de aparecer en la calle de detrás de ellos.
—Y yo creo que me apetece matar a alguien — respondió Cohen, todavía sonriendo.
—La estrella ordena que purifiquemos el Disco —dijo el hombre, retrocediendo.
—Las estrellas no hablan —replicó Cohen desenvainando la espada.
—Si me matas, hay mil que ocuparán mi lugar —dijo el hombre, ahora con la espalda contra la pared.
—Sí —asintió Cohen—, pero eso no es lo importante, ¿verdad? Lo importante es que tú estarás muerto.
La nuez del hombre subía y bajaba como un yoyo. Bizqueó al observar la espada de Cohen.
—No te falta razón —concedió—. Te propongo una cosa, ¿qué tal si apagamos el fuego?
—Buena idea —asintió Cohen.
Bula le tiró del cinturón. Los otros discípulos de la estrella corrían hacia ellos, y eran muchos. La mayoría iban armados. Al parecer, las cosas se ponían serias.
Cohen blandió la espada hacia ellos en gesto de desafío antes de darse media vuelta y echar a correr. Hasta Mandy Bula tuvo dificultades para seguirle.
—Es… curioso —jadeó cuando entraron en otro callejón—. Por un… momento… pensé que ibas a… quedarte para… luchar con ellos.
—No es… momento para… diversiones.
Cuando salieron a la luz por el otro extremo del callejón, Cohen se lanzó contra la pared, desenvainó la espada, inclinó la cabeza hacia un lado calculando la velocidad de las pisadas que se aproximaban, y luego descargó la hoja con un mortífero golpe a la altura del estómago. Se oyó un ruido desagradable acompañado de muchos gritos, pero para entonces ya estaba calle arriba, corriendo con el destartalado estilo que le permitían sus juanetes.
Con Mandy Bula trotando sombrío junto a él, se desvió hacia una taberna con los muros llenos de estrellas rojas pintarrajeadas, se subió de un salto a una mesa con tan sólo un leve gemido de dolor y echó a correr sobre ella… mientras, como en una coreografía casi perfecta, Mandy Bula corría por debajo sin agacharse. Cohen saltó al llegar al otro extremo, se abrió paso a patadas hacia las cocinas y salió al exterior en otro callejón.
Doblaron unas cuantas esquinas más y al final se apoyaron contra una puerta. El Bárbaro se agarró a la pared y respiró hondo hasta que las lucecitas azules y púrpura desaparecieron.
—Bueno —jadeó—. ¿Qué has cogido?
—Mmm… Las vinagreras —respondió Mandy Bula.
—¿Nada más?
—Oye, que yo fui por debajo de la mesa. Tampoco se puede decir que tú lo hicieras mucho mejor.
Cohen contemplo desdeñoso el pequeño melón que había conseguido atrapar en su huida.
—Está bastante duro —dijo mordiendo la cáscara.
—¿Quieres un poco de sal? —ofreció el enano.
Cohen no respondió. Se quedó allí de pie, con el melón en la mano y la boca abierta.
Mandy Bula miro a su alrededor. El callejón sin salida donde se encontraban estaba vacío a excepción de una vieja caja que alguien se había dejado junto al muro.
Cohen la miraba fijamente. Tendió el melón al enano sin volver la cabeza y caminó hacia la luz del sol. Mandy Bula le vio rodear la caja con todo sigilo, o al menos con todo el sigilo posible cuando se tienen articulaciones que crujen como un barco a toda vela, y pincharía un par de veces con la espada muy suavemente, como si temiera que explotase.
—¡No es más que una caja! —le gritó el enano—. ¿Qué tiene de especial?
Cohen no dijo nada. Se acuclilló con muchas dificultades y examinó de cerca la cerradura de la tapa.
—¿Qué hay dentro? —preguntó Mandy Bula.
—No te gustaría saberlo —replicó el Bárbaro—. ¿Te importa ayudarme a levantarme?
—No, pero esta caja…
—Esta caja —respondió Cohen—, esta caja es…
Hizo un gesto vago con las manos.
—¿Rectangular?
—Eldritch —dijo Cohen con tono misterioso.
—¿Eldritch?
—Sí.
—Oh —asintió el enano.
Se quedaron mirando la caja durante un momento.
—¿Cohen?
—¿Sí?
—¿Qué significa eldritch?
—Bueno, eldritch es… —Cohen hizo una pausa y miró hacia abajo, irritable—. Dale una patada y lo sabrás.
La bota con puntera de acero de Mandy Bula se estrelló contra un lateral de la caja. Cohen retrocedió un paso. No sucedió nada más.
—Ya entiendo —asintió el enano—. Eldritch significa «de madera».
—No —replicó Cohen—. La caja no…, no tendría que haber hecho eso.
—Ya entiendo —repitió Mandy Bula, que no entendía nada y empezaba a desear que Cohen no hubiera salido sin sombrero con un sol tan fuerte—. ¿Crees que tendría que haber salido huyendo?
—Sí. Aunque lo más probable es que te hubiera arrancado la pierna de un mordisco.
—Ah —asintió el enano. Con toda suavidad, agarró a Cohen por el brazo—. Mira qué sombra tan agradable hay aquí —dijo—. ¿Por qué no te sientas un ratito y…?
Cohen se lo quitó de encima.
—Está vigilando la pared —señaló—. Por eso no nos hace caso, porque está vigilando la pared.
—Claro, claro le tranquilizó Mandy Bula—. Por supuesto, está vigilando la pared con sus ojitos…
—No digas idioteces, no tiene ojos —le espetó Cohen.
—Perdona, perdona —se apresuró a añadir Bula— Está vigilando la pared sin ojos, perdona.
—Creo que está preocupado por algo.
—Bueno, parece muy posible —asintió—. Supongo que quiere que nos vayamos y le dejemos solo.
—Pues a mí me parece que está asombrado.
—Sí, desde luego, parece asombrado —dijo el enano.
Cohen le miró fijamente.
—¿Cómo lo sabes? —le espetó.
A Mandy Bula le pareció que los papeles acababan de invertirse muy injustamente. Miró alternativamente a Cohen y a la caja, abriendo y cerrando la boca.
—¿Cómo lo sabes tú? —replicó al final.
Pero Cohen no le escuchaba. Se sentó frente a la caja, suponiendo que el costado con la cerradura fuera la parte frontal, y la observó atentamente. Mandy Bula retrocedió un paso. Es imposible, dijo su mente, pero el maldito trasto me está mirando a mí.
—De acuerdo —empezó Cohen—. Ya sé que tú y yo no nos caemos bien, pero los dos tratamos de encontrar a alguien a quien queremos, ¿no?
—Yo no… —empezó Bula antes de darse cuenta de que Cohen hablaba con la caja.
—Entonces, dime adónde han ido.
Ante los ojos espantados de Mandy Bula, el Equipaje estiró sus patitas y echó a correr contra el muro más cercano. Ladrillos de arcilla y polvo de cemento volaron por los aires.
Cohen escudriñó a través del agujero. Al otro lado había un destartalado almacén. El Equipaje se quedó allí, irradiando desconcierto por todas sus bisagras.
* * *
—¡Una tienda! —exclamó Dosflores.
—¿Hay alguien ahí? —preguntó Bethan.
—Urgh —dijo Rincewind.
—Creo que deberíamos sentarlo en algún sitio y darle un vaso de agua —señaló Dosflores—. Si es que hay alguno.
—Parece que hay de todo lo demás —añadió Bethan.
La habitación estaba llena de estanterías, y las estanterías estaban llenas de todo. Los objetos que no cabían en ellas colgaban como racimos del techo oscuro y sombrío. El suelo estaba plagado de cajas y sacos llenos de cualquier cosa.
No se oía ningún ruido procedente del exterior. Bethan miró a su alrededor y descubrió la razón.
—Nunca había visto tantos objetos juntos —se asombró Dosflores.
—Pues hay algo que no tienen —dijo Bethan con firmeza.
—¿Cómo lo sabes?
—No tienes más que mirar. Salidas. Las han agotado.
Dosflores echó un vistazo a su alrededor. En el lugar donde habían estado la puerta y la ventana sólo vio ahora estanterías repletas de cajas. Parecían llevar allí mucho tiempo.
Dosflores sentó a Rincewind en una mecedora junto al mostrador, y examinó cautelosamente los estantes. Había cajas de clavos y de cepillos para el pelo. Había pastillas de jabón descoloridas por los años. Había un montón de recipientes con sales de baño: alguien les había pegado un triste letrerito según el cual, contra todo lo que proclamaban los ojos, eran el Regalo Ideal. También había un montón de polvo.
Bethan examinó las estanterías del otro lado y lanzó una carcajada.
—¡Echa un vistazo a esto!
Dosflores echó un vistazo. La chica tenía en la mano una… bueno, era una casita, pero con conchas por todas partes, y además el perpetrador había escrito a base de agujeritos las palabras «Un recuerdo especial» en el tejado (que, por supuesto, se podía levantar para guardar cigarrillos dentro, y entonces sonaba una alegre melodía).
—¿Habías visto algo parecido? —rió Bethan.
Dosflores meneó la cabeza, boquiabierto.
—¿Te encuentras bien? —se preocupó la chica.
—Creo que es la cosa más bonita que he visto en mi vida.
Se oyó un zumbido sobre ellos. Alzaron la vista.
Un gran globo negro descendía de la oscuridad del techo. En su interior relampagueaban lucecillas rojas y, mientras las miraban, el globo empezó a girar y los observó con un gran ojo de cristal. Un ojo muy amenazador. Parecía sugerir con gran énfasis que estaba viendo algo desagradable.
—¿Hola? —dijo Dosflores.
Por encima del mostrador surgió una cabeza. Por su aspecto, pertenecía a alguien enfadado.
—Espero que tengáis intención de pagar por eso —dijo bruscamente.
Su expresión sugería que esperaba que Rincewind dijera «sí», y también que no se lo iba a creer.
—¿Por esto? —se burló Bethan—. No lo compraría aunque lo llenaras de rubíes y…
—Yo lo compraré —se apresuró Dosflores—. ¿Cuánto…? —Se registró los bolsillos y puso cara larga—. Vaya, no tengo dinero. Lo llevo todo en el Equipaje, pero le…
Se oyó un bufido. La cabeza desapareció de detrás del mostrador para reaparecer tras un estante lleno de cepillos de dientes.
Pertenecía a un hombrecillo muy menudo casi oculto bajo un delantal gris. Estaba muy enfadado.
—¿No tenéis dinero? ¿Entráis en mi tienda sin…?
—No era nuestra intención —se apresuró a intervenir Dosflores—. No nos dimos cuenta de que estaba aquí.
—Es que no estaba —dijo Bethan con firmeza—. Es mágica, ¿verdad?
El menudo tendero titubeó.
—Sí —asintió al final de mala gana—. Un poco.
—¿Un poco? —se extrañó Bethan—. ¿Es un poco mágica?
—De acuerdo, en buena parte —concedió el hombrecillo retrocediendo un paso—. Muy bien —asintió al ver que Bethan no dejaba de mirarle—, es una tienda mágica. No lo puedo evitar. ¡No habrá vuelto a desaparecer la maldita puerta!
—Pues sí. Y tampoco nos hace mucha gracia esa cosa del techo.
El tendero alzó la vista y frunció el ceño. Luego desapareció por una puertecilla medio oculta entre las mercancías. Se oyeron tintineos y chirridos, y el globo negro desapareció entre las sombras. Fue sustituido sucesivamente por un puñado de hierbas, un anuncio móvil de algo que Dosflores no conocía de nada pero que aparentemente era una bebida para antes de dormir; una armadura y un cocodrilo disecado con una expresión casi viva de gran dolor y sorpresa.
El tendero reapareció.
—¿Mejor? —quiso saber.
—No es peor —titubeó Dosflores—. Las hierbas me gustaban más.
En aquel momento, Rincewind dejó escapar un gemido. Estaba a punto de despertar.
* * *
Ha habido tres teorías generales para explicar el fenómeno de las tiendas errantes o tabernas vagantes, como se las suele llamar.
La primera postula que, hace miles de años, evolucionó en algún lugar del multiverso una raza cuyo único talento era comprar barato y vender caro. Pronto controlaron un vasto imperio galáctico, un Emporio, como lo llamaban ellos, y los miembros más avanzados de la especie descubrieron la manera de equipar sus tiendas con unidades de propulsión muy especiales que podían romper los negros muros del espacio y abrir inmensos mercados nuevos. Mucho después de que los mundos del Emporio perecieran en el mortífero recalentamiento de su propio universo, tras un último desafío de rebajas de agosto, las tiendas errantes seguían comerciando, abriéndose camino a través de las páginas del espacio-tiempo como un gusano a través de una novela en tres tomos.
La segunda teoría proclama que son obra de un Hado bueno, encargado de proporcionar la cosa adecuada en el momento justo.
La tercera es que no son más que una avispada manera de trabajar en domingo.
Todas estas teorías, pese a su diversidad, tienen dos cosas en común: las tres explican los hechos y las tres son completamente erróneas.
* * *
Rincewind abrió los ojos y, por un momento, se quedó mirando hacia arriba, en dirección al cocodrilo disecado. No es lo mejor que se puede ver cuando uno despierta de una pesadilla…