La luz fantástica (Mundodisco, #2) – Terry Pratchett

Dosflores escudriñó el laberinto de callejuelas que los rodeaban. Se oía un griterío a cierta distancia.

Rincewind se liberó de las manos que le agarraban y trotó inseguro hacia el callejón más cercano.

—¡Puedo hacerlo! —chilló enloquecido—. Vais a verlo, vais a verlo…

—Está conmocionado —susurró Dosflores.

—¿Por qué?

—Es la primera vez que lanza un hechizo.

—¡Pero si es un mago!

—La cosa no es tan sencilla —respondió el turista corriendo tras Rincewind—. Además, no estoy seguro de que haya sido él. Desde luego, no era su voz. Ven conmigo, viejo amigo.

Rincewind le miró con ojos desencajados, sin verle.

—Te convertiré en un capullo de rosa —dijo.

—Sí, sí, uy qué miedo. Pero ven —insistió Dosflores tranquilizador; tirándole cariñosamente del brazo.

Se oyó el ruido de pasos a la carrera procedente de varios callejones, y de pronto una docena de discípulos de la estrella corrieron hacia ellos.

Bethan agarró la mano inerte de Rincewind y la alzó con gesto amenazador.

—¡No deis un paso más! —gritó.

—¡Eso! —apoyó Dosflores—. ¡Tenemos un mago y no nos da miedo usarlo!

—¡Lo digo en serio! —gritó Bethan haciendo girar a Rincewind con el brazo alzado, como si fuera un cabestrante.

—¡Es verdad! ¡Estamos armados…! ¿Cómo? —dijo Dosflores.

—Que dónde está el Equipaje —siseó Bethan desde detrás de Rincewind.

Dosflores miró alrededor. El Equipaje no aparecía por ningún lado.

Aun así, Rincewind surtía el efecto deseado sobre los discípulos de la estrella. Cuando movía la mano vagamente, se comportaban como si fuera una guadaña rotatoria y trataban de esconderse unos detrás de otros.

—Bueno, ¿dónde está?

—¿Y cómo quieres que lo sepa? —se defendió Dosflores.

—¡Es tu Equipaje!

—Hay muchas ocasiones en las que no sé dónde está mi Equipaje. En eso consiste ser un turista —explicó—. Además, a veces se va por ahí solo. Probablemente sea mejor no preguntar por qué.

La multitud empezó a comprender que no estaba pasando nada, que Rincewind no se hallaba en condiciones de lanzar ni insultos, no digamos ya fuego mágico. Avanzaron sin dejar de mirarle las manos con cautela.

Dosflores y Bethan retrocedieron. Dosflores miró a su alrededor.

—Bethan.

—¿Qué? —preguntó ésta sin apartar los ojos de las figuras que avanzaban.

—Esto es un callejón sin salida.

—¿Estás seguro?

—Te parecerá mentira, pero reconozco un muro de ladrillos cuando lo veo —le reprochó Dosflores.

—Entonces, se acabó —suspiró la chica.

—¿No crees que si intento explicarles…?

—No.

—Oh.

—Me parece que este tipo de gente no atiende a razones —añadió Bethan.

Dosflores los miró. Como ya se ha dicho antes, por lo general no se daba por aludido en cuanto a peligros personales se refería. Contra toda experiencia humana, Dosflores creía que si la gente hablara, se tomara unas copas e intercambiara fotos de sus nietos, quizá tomadas durante la fiesta de fin de curso, entonces todo se podría solucionar. También creía que las personas eran básicamente buenas aunque a veces tuvieran días malos. Lo que se acercaba por la calle en aquel momento estaba teniendo sobre él el mismo efecto que un gorila en una cristalería.

Se oyó un levísimo sonido tras él, en realidad ni siquiera fue un sonido, sino más bien un cambio en la textura del aire.

Y ante él, todos los rostros lucieron de repente ojos abiertos de par en par; antes de que sus propietarios escaparan precipitadamente callejón abajo.

—¿Eh? —se asombró Bethan, quien todavía sujetaba al ahora inconsciente Rincewind.

Dosflores miraba en otra dirección, hacia un gran escaparate lleno de cacharros extraños, una puerta ornamentada y un gran cartel por encima de ambas cosas. Un cartel que decía ahora, cuando sus caracteres se hubieron terminado de colocar:

Habiller; Wang, Yrxle!yt, Paloviejo,

Cwmlad y Patel

Varias sucursales

PROVEEDORES

El joyero hizo girar el oro lentamente sobre el pequeño yunque, clavando en su sitio el último de los diamantes tan extrañamente tallados.

—¿Dices que son del diente de un troll? —murmuró entrecerrando los ojos para examinar mejor su trabajo.

—Exacto —asintió Cohen—. Como te he dicho, te puedez quedad con todoz loz fdagmentoz.

Estaba examinando una bandeja llena de anillos de oro.

—Muy generoso —murmuró el joyero, que era de la raza de los enanos y sabía aprovechar un buen negocio.

Lanzó un suspiro.

—¿No hay mucho tdabajo últimamente? —dijo Cohen.

Miró a través del pequeño escaparate y vio a un grupo de personas con las miradas vacías reunido al otro lado de la estrecha calle.

—Malos tiempos, sí.

—¿Quiénez zon todoz ezoz tipoz con la eztdella pintada?

El joyero enano no alzó la vista.

—Locos —respondió—. Dicen que no debo trabajar porque la estrella se acerca. Yo les digo que las estrellas nunca me han hecho daño, y que ojalá pudiera decir lo mismo de la gente.

Cohen asintió pensativo mientras seis hombres se separaban del grupo y se dirigían hacia la tienda. Portaban una amplia variedad de armas, y parecían decididos, casi posesos.

—Extdaño —dijo Cohen.

—Como puedes ver; soy un enano —explicó el joyero—. Una de las razas mágicas, según dicen. Los discípulos de la estrella creen que ésta no destruirá el Disco si nos apartamos de la magia. Seguro que vienen a sacudirme un poco. Así van las cosas.

Alzó con las tenacillas su último trabajo.

—Es la cosa más extraña que he hecho nunca —dijo—, pero parece práctica, desde luego. ¿Cómo has dicho que se llama?

—Ez un mazticadod —explicó Cohen.

Contempló los objetos en forma de herradura que yacían en la palma de su mano. Luego, abrió la boca y emitió una serie de gruñidos de dolor.

La puerta también se abrió, pero de golpe. Los hombres irrumpieron y tomaron posiciones cerca de las paredes. Parecían sudorosos e inseguros, pero su jefe empujó a Cohen a un lado con desdén y alzó al enano agarrándolo por la camisa.

—Te lo advertimos ayer; miniatura —dijo—. Lárgate usando los pies o con los pies por delante, a nosotros no nos importa. Así que ahora nos tendremos que poner.

Cohen le dio unos golpecitos en el hombro. El tipo se dio la vuelta, irritado.

—¿Qué quieres, abuelo? —ladró.

Cohen hizo una pausa hasta estar seguro de que contaba con toda la atención del hombre, y luego sonrió. Fue una sonrisa lenta, perezosa, una sonrisa que dejaba al descubierto trescientos quilates que parecieron iluminar la habitación.

—Contaré hasta tres —dijo con voz amistosa— Uno. Dos. —Su rodilla huesuda ascendió bruscamente hasta la ingle del hombre causando un satisfactorio ruido carnoso. Cuando el jefe de la banda se hundió en su universo privado de dolor, le descargó un codazo con todas sus fuerzas en los riñones.

—Tres —dijo a la bola de agonía del suelo.

Cohen había oído hablar de las peleas limpias, y hacía mucho tiempo que había decidido que no estaban hechas para él.

Alzó la vista hacia los otros y los deslumbró con su increíble sonrisa.

Hubieran debido lanzarse todos a la vez contra él. En vez de eso, uno de los hombres, con la seguridad que da saber que tienes una espada y el otro no, se dirigió hacia Cohen.

—Oh, no —dijo éste sacudiendo las manos—. Vamos, chico, no es así.

El hombre miró a derecha e izquierda.

—¿No es qué? —preguntó en tono de sospecha.

—¿Nunca habías esgrimido una espada? —Miró a sus colegas en busca de seguridad.

—Pues no mucho, no —respondió—. Pocas veces.

La blandió con gesto amenazador.

Cohen se encogió de hombros.

—Es posible que vaya a morir, pero quiero que me mate un hombre que esgrima la espada como un guerrero —explicó.

El otro se miró las manos.

—Pues a mí me parece que está bien —dudó.

—Mira, chico, yo entiendo de estas cosas. Espera, ven un momento…, ¿me permites…?, mira, la mano izquierda va aquí, alrededor del pomo, y la derecha…, eso es, ahí…, y la hoja va justo a tu pierna.

Cuando el hombre chilló y se agarró el pie, Cohen le lanzó una patada contra la otra pierna y luego se dio la vuelta para enfrentarse con los demás.

—Me empiezo a aburrir —dijo—. ¿Por qué no me atacáis todos a la vez?

—Buena idea —asintió una voz al nivel de su cintura.

El joyero había sacado un hacha tan grande como sucia, garantizada para añadir el tétanos a cualquier herida.

Los cuatro hombres restantes valoraron sus posibilidades y retrocedieron hacia la puerta.

—Y lavaos esas estúpidas estrellas —dijo Cohen—. Podéis decir a todo el mundo que Cohen el Bárbaro se enfadará mucho si vuelve a ver una estrella como ésas, ¿entendido?

La puerta se cerró de golpe. Un momento después, el hacha se estrelló contra ella, rebotó y cortó una tira de cuero en la sandalia de Cohen.

—Lo siento —se disculpó el enano—. Perteneció a mi abuelo. Yo sólo la he usado para cortar leña.

El Bárbaro se tanteó la mandíbula. Los masticadores parecían encajar bastante bien.

—Yo en tu lugar me marcharía de aquí pese a todo —dijo.

Pero el enano ya recorría la habitación vaciando bandejas de metales preciosos y gemas en un saco de cuero. Un puñado de herramientas fueron a parar a un bolsillo, un paquete de joyas acabadas al otro, y con un gruñido el enano alzó su pequeña forja y se la echó a la espalda.

—Bien —dijo—, estoy preparado.

—¿Vienes conmigo?

—Hasta las puertas de la ciudad, si no te importa —dijo—. No me censurarás por ello, ¿verdad?

—No, pero deja aquí el hacha.

Cuando salieron, el sol del atardecer iluminaba una calle desierta. Cohen abrió la boca y diminutos puntos de luz iluminaron todas las sombras.

—Tengo que recoger a unos amigos —dijo—. Espero que estén bien. ¿Cómo te llamas?

—Mandy Bula.

—¿Hay por aquí algún lugar donde me pueda tomar…? —Cohen hizo una pausa amorosa, saboreando las palabras—. ¿Dónde me pueda tomar un filete?

—Los discípulos de la estrella han cerrado todas las tabernas. Dicen que está mal comer y beber cuando…

—Ya sé, ya sé —dijo Cohen—. Creo que empiezo a captar la idea. ¿Es que esa gente no aprueba nada?

Bula meditó un momento.

—Quemar cosas —dijo por último—. Eso se les da muy bien. Libros y demás. Hacen unas hogueras enormes.

Cohen palideció.

—¿Hogueras de libros?

—Sí. Es horrible, ¿verdad?

—Desde luego —asintió el Bárbaro.

Le parecía espantoso. Cualquiera que se pase la vida con el cielo como techo conoce el valor de un buen libro gordo, que basta para encender el fuego durante toda una estación si se sabe cómo arrancar las páginas. Más de una vida ha sido salvada en una noche de nieve por un puñado de hierba y un libro bien seco. Si quieres fumar y no tienes pipa, siempre puedes contar con un buen libro.

Cohen tenía idea de que la gente escribía cosas en los libros. Siempre le había parecido un horroroso desperdicio de papel.

—Me temo que si tus amigos se han encontrado con ellos, estarán en apuros —dijo Mandy Bula con tristeza cuando salieron a la calle.

Doblaron la esquina y vieron la hoguera. Estaba en el centro de la calle. Un par de discípulos de la estrella alimentaban el fuego con libros procedentes de una casa cercana, cuya puerta había sido derribada y sus paredes pintarrajeadas con estrellitas.

Las noticias sobre Cohen todavía no se habían divulgado demasiado. Los quemadores de libros ni se fijaron en él cuando pasó junto al muro. Trocitos retorcidos de papel quemado ascendían en el aire caliente y flotaban sobre los tejados.

—¿Qué hacéis? —preguntó.

Una discípula de la estrella se apartó el pelo de los ojos con una mano tiznada y clavó los ojos en la oreja izquierda de Cohen.

—Limpiamos el Disco de maldad.

Dos hombres salieron del edificio y miraron a Cohen, o al menos a su oreja.

Cohen extendió la mano y cogió el pesado libro que llevaba la mujer. La cubierta estaba llena de extrañas piedras negras y rojas las cuales formaban lo que Cohen sabía que era una palabra. Se lo enseñó a Bula.

—El Necroteleconomicón —dijo el enano—. Es cosa de magos. Creo que lo usan para contactar con los muertos.

—¿Ésa es tu opinión sobre los magos? —preguntó Cohen.

Tanteó una página entre el índice y el pulgar. Era delgada y bastante suave. La caligrafía de aspecto orgánico y desagradable no le preocupó en absoluto. Sí, un libro como aquél podía ser el mejor amigo de un hombre…

—¿Sí? ¿Quieres algo? —dijo a uno de los discípulos de la estrella que le había agarrado por el brazo.

—Hay que quemar todos los libros de magia —dijo el hombre… pero un poco inseguro, porque los dientes de Cohen tenían un algo que le causaba una desagradable sensación de cordura.

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