—Ah —asintió Cohen lentamente—. Ya veo a que te defiedez. La deziztencia. No lo había penzado.
—Eso, la resistencia —respondió Rincewind al tiempo que se erguía—. Bueno, es normal que no lo pensaras.
—Me haz dado algo en que meditad.
—Espero no haberte molestado.
—No, no —negó vagamente Cohen—. No te dizculpez. Menoz mal que me lo haz dicho.
Se volvió para mirar a Bethan, quien le saludó con la mano, y luego alzó la vista hacia la estrella que brillaba entre la niebla.
—Vivimoz tiempoz peligdozoz —dijo al final.
—Desde luego.
—¿Quién zabe lo que noz depada el mañana?
—Yo no.
Cohen dio una palmada a Rincewind en el hombro.
—A vecez tenemoz que codded diezgoz —dijo—. No te ofendaz, zeguidemoz adelante con lo de la boda, y…, bueno… —Miró a Bethan y suspiró—. Ezpedemoz que la pobde zea deziztente.
* * *
Alrededor del mediodía del día siguiente, cabalgaron para entrar en una pequeña ciudad con murallas de barro y rodeada por campos todavía verdes. Pero parecía haber mucho tráfico de salida. Enormes carros pasaron junto a ellos. Rebaños de ganado avanzaban por el camino. Unas ancianas caminaban tambaleándose, cargadas con sacos llenos de víveres y pertenencias.
—¿Peste? —preguntó Rincewind, deteniendo a un hombre que empujaba una carretilla llena de niños.
El hombre meneó la cabeza.
—Es la estrella, amigo —respondió—. ¿No la habéis visto en el cielo?
—Era difícil no verla.
—Dicen que nos estrellaremos contra ella la Noche de la Vigilia de los Puercos; los mares hervirán, los países del Disco serán destruidos, los reyes caerán y las ciudades se convertirán en lagos de cristal —explicó el hombre—. Yo me largo a las montañas.
—¿Y crees que eso servirá de algo? —pregunto Rincewind, dubitativo.
—No, pero lo veremos todo mucho mejor.
El mago cabalgó de vuelta hacia sus compañeros.
—Todo el mundo está muy preocupado con lo de la estrella —explicó—. Al parecer; apenas queda gente en las ciudades, todos tienen miedo.
—No quisiera preocupar a nadie —intervino Bethan—, pero… ¿no habéis notado que hace demasiado calor para estas fechas?
—Eso lo dije yo anoche —señaló Dosflores—. Me pareció que la temperatura era muy alta.
—Y zozpecho que zubidá máz —dijo Cohen—. Entdemoz en la ciudad.
Cabalgaron por calles prácticamente desiertas. Cohen no dejaba de examinar los letreros de las tiendas, hasta que en un momento dado tiró de las riendas de su caballo.
—Ezto ez lo que quedía. Buzcad un templo con un zaceddote, enzeguida idé con vozotdoz.
—¿Una joyería? —se asombró Rincewind.
—Ez una zodpdeza.
—Tampoco me vendría mal un vestido nuevo señaló Bethan.
—Zaqueadé uno pada ti.
Aquella ciudad tenía algo opresivo, decidió Rincewind. Y también algo muy extraño.
Casi todas las puertas tenían pintada una gran estrella roja.
—Es escalofriante —asintió Bethan—. Parece como si la gente quisiera atraer a la estrella.
—O mantenerla alejada —sugirió Dosflores.
—Pues no funcionará. Es demasiado grande —dijo Rincewind.
Todos se volvieron para mirarle.
—Bueno, parece razonable, ¿no? —se defendió.
—No —replicó Bethan.
—Las estrellas son lucecitas del cielo —explicó Dosflores—. Una vez, cayó una cerca de donde yo vivo… Era blanca, enorme, del tamaño de una casa, y siguió brillando durante semanas antes de apagarse.
—Esta estrella es diferente —intervino una voz—. Gran A’Tuin ha llegado a la playa del universo. Esto es el gran océano del espacio.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Dosflores.
—¿El qué? —replicó Rincewind.
—Lo que acabas de decir. Eso de las playas y los océanos.
—¡Yo no he dicho nada!
—¡Claro que lo has dicho, idiota! —chilló Bethan—. ¡Hemos visto cómo movías los labios y todo eso!
Rincewind cerró los ojos. En el interior de su mente pudo sentir cómo el Hechizo se escabullía para esconderse detrás de su consciencia, murmurando para sus adentros.
—Vale, vale —asintió—. No hace falta que me grites. Yo… no sé cómo lo sé, sencillamente lo sé…
—Pues ya podrías decírnoslo.
Doblaron una esquina.
Todas las ciudades en torno al Mar Circular tenían una zona especial reservada para los dioses, que abundaban como moscas en el Disco. Generalmente estas zonas estaban superpobladas y no eran demasiado atractivas desde el punto de vista arquitectónico. Los dioses con más antigüedad, por supuesto, tenían templos grandes y magníficos, pero el problema era que los dioses más recientes exigían derechos de igualdad, y pronto las zonas sagradas se vieron plagadas de anexos, sobreáticos, chalets adosados, subsótanos, casas prefabricadas, barracones eclesiásticos y condominios transtemporales, dado que ningún dios se habría rebajado a vivir fuera del barrio sagrado, aunque estuvieran bastante apretujados. Por lo general había trescientos tipos de incienso ardiendo a la vez, y el ruido rozaba el umbral del dolor; ya que cada sacerdote competía con sus colegas en gritos para atraer a los fieles.
Pero en aquella calle reinaba un silencio mortal, esa clase de silencio tan desagradable que se hace cuando cientos de personas muy furiosas y asustadas se quedan calladas de repente.
Un hombre en el exterior de la multitud se dio la vuelta y miró con el ceño fruncido a los recién llegados. Tenía una estrella roja pintada en la frente.
—¿Qué pasa…? —empezó Rincewind. Tuvo que detenerse, porque su voz sonaba demasiado alta—. ¿Qué pasa aquí?
—¿Sois forasteros? —preguntó el hombre.
—En algunos sitios sí, en otros no…
Dosflores se interrumpió. Bethan señaló la calle.
Cada templo tenía una estrella pintada. Había una particularmente grande dibujada en el ojo de piedra situado ante el templo de Io el Ciego, jefe de los dioses.
—Urgh —se atragantó Rincewind—. Io se va a cabrear cuando se entere. Me parece que será más saludable que nos marchemos, gente.
La multitud contemplaba una rudimentaria plataforma construida en el centro de la ancha calle. Un gran estandarte cubría la parte delantera.
—Siempre he oído decir que Io el Ciego puede ver lo que sucede en todas partes —señaló Bethan en voz baja—. ¿Por qué no…?
—¡Silencio! —ordenó un hombre tras ellos—. ¡Dahoney va a hablar!
Una figura había subido a la plataforma, un hombre alto y delgado con el pelo como una flor de diente de león. La multitud no le aclamó, se limitó a lanzar un suspiro colectivo. El hombre empezó a hablar.
Rincewind escuchó cada vez más horrorizado. ¿Dónde estaban los dioses?, preguntaba el hombre. Se han ido. Quizá nunca han existido. A ver; ¿alguien los ha visto alguna vez? Y ahora que se acerca la estrella…
Siguió hablando largo rato, una voz clara y tranquila que usaba palabras como «purgar», «limpiar» y «purificar», y se clavaba en el cerebro como una espada al rojo. ¿Dónde estaban los magos? ¿Dónde estaba la magia? ¿Había funcionado alguna vez, o todo había sido un sueño?
Rincewind empezaba a tener auténtico miedo de que los dioses se enterasen de aquello y se enfadaran tanto como para barrer a todo el que rondara por allí.
Pero, por alguna extraña razón, hasta la ira de los dioses habría sido mejor que el sonido de aquella voz. La estrella se acerca, parecía decir; y su temible fuego sólo puede ser evitado por…, por… Rincewind no estaba seguro, pero imaginó espadas, estandartes y guerreros con ojos inexpresivos. Aquella voz no creía en los dioses, cosa que a Rincewind le daba igual, pero es que tampoco creía en la gente.
Una figura encapuchada a la izquierda de Rincewind le dio un codazo. Se volvió… y se encontró mirando un cráneo sonriente bajo una capucha negra.
Los magos, al igual que los gatos, pueden ver a la Muerte.
Comparada con el sonido de aquella voz, la Muerte parecía casi agradable. Estaba apoyada contra una pared, con la guadaña a un lado. Hizo un gesto de saludo a Rincewind.
—¿Has venido a reírte un rato? —susurro.
—He venido a ver el futuro —replicó ella.
—¿Esto es el futuro?
—Un futuro —asintió la Muerte.
—Me parece horrible.
—Estoy de acuerdo.
—¡Vaya, pues cualquiera habría jurado que estaba en tu línea!
—Esto no. Comprendo la muerte del guerrero, del anciano o del niño, acabo con el dolor y el sufrimiento. No comprendo esta muerte-de-la-mente.
—¿Con quién hablas? —quiso saber Dosflores.
Varios miembros de la congregación se habían dado la vuelta y miraban a Rincewind con gesto de sospecha.
—Con nadie —replicó el mago—. ¿Qué tal si nos vamos? Me duele la cabeza.
Ahora un grupo de gente en el exterior de la multitud empezaba a murmurar y a señalarlos. Rincewind agarró a los otros dos y doblaron la esquina a toda velocidad.
—Montad, nos vamos —dijo—. Me da la impresión de que…
Una mano aterrizo sobre su hombro. Se dio media vuelta. Un par de grises ojos nublados, situados en una cabeza redonda y pelada que viajaba sobre un cuerpo musculoso, estaban clavados en su oreja izquierda. El tipo llevaba una estrella pintada en la frente.
—Pareces un mago —dijo en un tono de voz que sugería que aquello era mala cosa, probablemente fatal.
—¿Quién, yo? No, soy… soy contable. Sí. Contable. Exacto —replicó Rincewind.
Lanzó una breve carcajada.
El hombre hizo una pausa, moviendo los labios sin emitir sonido alguno, como si escuchara una voz en el interior de su cabeza. Otras muchas personas adornadas con la estrella acudieron junto a él. La oreja izquierda de Rincewind recibía una atención desmedida.
—Creo que eres un mago —dijo al final el hombre.
—Mira —explicó Rincewind—, si fuera un mago podría hacer magia, ¿no? Os convertiría en algo, y no lo he hecho, así que no soy un mago.
—Hemos matado a todos nuestros magos —intervino otro hombre—. Algunos se nos escaparon, pero matamos a un buen puñado. Movían las manos y no pasaba nada.
Rincewind le miró fijamente.
—Y pensamos que tú también eres un mago —dijo el hombre que sujetaba a Rincewind con una garra cada vez más firme—. Tienes una caja con patas y pareces un mago.
Rincewind se dio cuenta de que, de alguna manera, los tres y el Equipaje se habían separado de los caballos, y estaban ahora en un círculo cada vez más cerrado de gente solemne, pálida.
Bethan se había puesto blanca. Hasta Dosflores, cuya capacidad para reconocer el peligro era equiparable a la capacidad de Rincewind para volar; parecía preocupado.
Rincewind tomó aliento.
Alzó las manos en la pose clásica que había aprendido años atrás.
—¡Atrás u os lleno de magia! —rugió.
—La magia ha desaparecido —dijo el primer hombre—. La estrella se la ha llevado. Todos los falsos magos se dedicaron a decir sus palabrejas. Cuando no sucedió nada, se miraron las manos horrorizados, y la verdad es que muy pocos tuvieron la sensatez de huir.
—¡Lo digo en serio! —amenazó Rincewind.
Me va a matar; pensó. Se acabó. Ni siquiera puedo seguir faroleando. Inútil para la magia, inútil para farolear; soy un…
El Hechizo se estremeció en su mente. El mago lo sintió recorrer su cerebro como un torrente de agua helada, y afianzó los pies. Un cosquilleo frío le bajó por el brazo.
Su brazo se alzó por voluntad propia, y sintió cómo su propia boca se abría y gritaba mientras su propia lengua se movía y una voz que no era la suya, una voz vieja y seca, pronunciaba sílabas que se condensaban en el aire como nubecillas de vapor. El fuego octarino brotó de debajo de sus uñas. Se enroscó en torno al horrorizado hombre hasta que éste se perdió en una nube fría, chisporroteante, que se elevó sobre la calle, quedó suspendida en el aire durante un largo momento y luego explotó en mil fragmentos de nada.
Ni siquiera quedó un jirón de humo grasiento.
Rincewind se miró la mano, espantado.
Dosflores y Bethan le agarraron cada uno por un brazo y tiraron de él entre la conmocionada multitud hasta llegar a la zona despejada de la calle. Hubo un doloroso momento en que cada uno de ellos eligió huir por un callejón diferente, pero siguieron corriendo sin que Rincewind rozase apenas el suelo con los pies.
—Magia —murmuró emocionado, ebrio de poder—. He hecho magia…
—Cierto, cierto —le calmó Dosflores.
—¿Queréis que lance un hechizo? —insistió Rincewind.
Señaló a un perro que pasaba por allí y dijo «¡ehhh!» El perro le dirigió una mirada dolida.
—De acuerdo, haz que tus pies corran más deprisa —sugirió Bethan de mal humor.
—¡Cómo no! —balbuceó Rincewind—. ¡Pies! ¡Corred más deprisa! ¡Ey, mirad, lo están haciendo!
—Tienen más sentido común que tú —dijo la chica—. ¿Para dónde vamos ahora?