Al cabo de unos diez minutos, lo vieron en el centro del camino. Tenía la tapa invitadoramente abierta. Estaba lleno de oro.
—Esquivadlo —ordenó Herrena.
—Pero…
—Es una trampa.
—Cierto —asintió Weems, pálido—. Creedme.
De mala gana, los hombres tiraron de las riendas de los caballos para dar un rodeo que esquivara la brillante tentación, y siguieron trotando por el sendero. Weems miró hacia atrás, temiendo ver que el cofre le perseguía.
Lo que vio fue aún peor. Había desaparecido.
A un lado del sendero, la alta hierba se agitó misteriosamente antes de quedar inmóvil.
Rincewind era mal mago y aún peor luchador; pero en cambio era un auténtico experto en cobardía, y reconocía el miedo en cuanto lo olía.
—Te seguirá, ¿sabes? —dijo con tranquilidad.
—¿Qué? —preguntó Weems, distraído.
Seguía mirando la hierba.
—Tiene mucha paciencia, nunca se rinde. Te enfrentas con madera de peral sabio. Te dejará creer que se ha olvidado de ti, pero un buen día, cuando camines por un callejón oscuro, oirás sus pisadas detrás de ti… plas, plas, entonces echarás a correr y las pisadas también acelerarán, plas-plas-plas-plas…
—¡Cállate! —chilló Weems.
—Seguramente ya te conoce, así que…
—¡He dicho que te calles!
Herrena se dio media vuelta en su silla y los miró. Weems frunció el ceño y tiró de la oreja de Rincewind hasta que la tuvo delante de la boca.
—No tengo miedo de nada, ¿comprendes? —dijo con voz ronca—. Me río yo de las cosas de los magos.
—Todos dicen lo mismo hasta que oyen las pisadas —replicó Rincewind.
Se calló cuando la punta de un cuchillo le cosquilleó entre las costillas.
* * *
Durante el resto del día no sucedió nada, pero, para satisfacción de Rincewind y creciente paranoia de Weems, el Equipaje se dejó ver varias veces. En unas ocasiones estaba incongruentemente atravesado sobre una grieta del terreno, en otras aparecía medio oculto en una zanja y cubierto de musgo.
A última hora de la tarde llegaron a la cima de una colina y contemplaron el extenso valle del Alto Smarl, el río más largo del Disco. Tenía casi un kilómetro de ancho y sus aguas eran espesas por el cieno que hacía de las tierras bajas la zona más fértil del continente. Unos cuantos jirones de niebla velaban sus orillas.
—Plas —dijo Rincewind.
Sintió cómo Weems daba un salto en la silla.
—¿Eh?
—Nada, me estaba aclarando la garganta —sonrió el mago.
Había calculado largo rato aquella sonrisa. Era la clase de sonrisa que usa alguien cuando te mira la oreja izquierda y te dice en tono apremiante que le persiguen agentes secretos de otra galaxia. No era una sonrisa que inspirase confianza. Seguramente se habían visto sonrisas más aterradoras, pero sólo en las caras de esas sonreidoras anaranjadas con rayas negras y largas colas que van por la selva buscando víctimas a las que sonreír.
—Deja de poner esa cara —ordenó Herrena.
En el lugar en que el sendero llegaba junto a la orilla del río, había un rudimentario espigón y un gran gong de bronce.
—Sirve para llamar al barquero —indicó Herrena—. Si cruzamos por ahí nos ahorraremos un buen trecho. Quizá incluso podamos llegar a la ciudad esta noche.
Weems parecía dudarlo. El sol se estaba poniendo gordo y rojo, y la niebla empezaba a espesar.
—¿O acaso preferís pasar la noche a este lado del río?
Weems cogió el martillo y golpeó el gong con tanta fuerza que se soltó de su bisagra y cayó estrepitosamente.
Aguardaron en silencio. Con un tintineo húmedo, una cadena surgió del agua y se tensó, sujeta por un poste de hierro clavado en la orilla. Por fin, la forma aplanada de la barcaza apareció lentamente entre la niebla, con su barquero encapuchado haciendo girar el enorme timón situado en el centro, avanzando milímetro a milímetro hacia la ribera.
La quilla plana de la barcaza rozó la orilla, y la figura encapuchada se apoyó jadeante en el timón.
—Zólo doz cada vez —murmuró—. Nada máz. De doz en doz con loz caballoz.
Rincewind tragó saliva y procuró no mirar a Dosflores. Seguramente, el hombrecillo estaría sonriendo como un idiota. Se arriesgó a echar un vistazo por el rabillo del ojo.
Dosflores tenía la boca abierta de par en par.
—No eres el barquero de siempre —dijo Herrena—. He pasado por aquí otras veces, el barquero es un tipo corpulento, como…
—Ez zu día libde.
—Bueno, de acuerdo —asintió dubitativa—. En ese caso…, ¿de qué se ríe éste?
A Dosflores le temblaban los hombros, se había puesto rojo y trataba inútilmente de contener las carcajadas. Herrena le miró un momento y luego clavó la vista en el barquero.
—¡Dos de vosotros, cogedle!
Hubo una pausa.
—¿A quién, al barquero? —preguntó al final uno de los hombres.
—¡Sí!
—¿Por qué?
Herrena se quedó sin saber qué decir. Las cosas no debían ir así. Se acepta como norma general que cuando alguien grita algo como «¡Cogedle!» o «¡Guardias!», todos se lanzan a cumplir la orden. A nadie se le ocurre ponerse a discutir el asunto.
—¡Porque lo digo yo! —fue la mejor respuesta que le vino a la mente.
Los dos hombres que estaban más cerca del barquero se miraron, se encogieron de hombros, desmontaron y le agarraron cada uno por un hombro. El barquero abultaba como la mitad que ellos.
—¿Así? —preguntó uno.
Dosflores se había atragantado de risa.
—Ahora, quiero ver qué lleva bajo esa túnica.
Los dos hombres intercambiaron miradas.
—No estoy seguro de que… —empezó uno.
No pudo decir más, porque un codo huesudo salió disparado como un pistón contra su estómago. Su compañero bajó la vista, incrédulo, y se llevó un recuerdo del segundo codo en los riñones.
Cohen lanzó una maldición mientras luchaba por sacar la espada de entre los pliegues de la túnica a la vez que saltaba como un cangrejo para acercarse a Herrena. Rincewind gimió, apretó los dientes y lanzó un cabezazo hacia atrás. Se oyó un grito de Weems, y Rincewind se dejó caer de lado, aterrizando pesadamente en el barro. Se levantó como pudo, y buscó con ojos enloquecidos algún lugar donde esconderse.
Con un grito de alegría, Cohen consiguió por fin liberar su espada y la esgrimió triunfalmente, hiriendo de gravedad a un hombre que iba a atacarle por la espalda.
Herrena apeó a Dosflores de su caballo con un empujón, y buscó su propia espada. Al tratar de levantarse, el turista hizo que otro caballo se encabritara y su jinete perdiera el equilibrio quedando semicolgado del animal con la cabeza a la altura idónea para que Rincewind le asestara una formidable patada. El mago no tenía el menor reparo en reconocer que era una rata, pero hasta las ratas luchan cuando se ven acorraladas.
Weems le agarró por el hombro, y un puño de consistencia parecida a la de una roca fue a estrellarse contra su cabeza.
Mientras caía, oyó la orden tranquila de Herrena:
—Matadlos a los dos. Yo me encargo del viejo imbécil.
—¡Hecho! —dijo Weems, volviéndose hacia Dosflores con la espada desenvainada.
Rincewind le vio titubear. Hubo un momento de silencio, y luego hasta Herrena oyó el chapoteo del Equipaje cuando salió a la orilla chorreando agua por los cuatro costados.
Weems lo miró horrorizado. La espada se le cayó de la mano. Dio media vuelta y echó a correr hacia la niebla. Un momento después, el Equipaje saltó por encima de Rincewind y le siguió.
Herrena se lanzó contra Cohen, quien paró el golpe y gruñó de dolor cuando se le torció el brazo. Las espadas chocaron con tintineos húmedos, y Herrena se vio obligada a retroceder cuando una astuta estocada de Cohen estuvo a punto de desarmarla.
Rincewind se tambaleó hacia Dosflores y tiró de él sin resultado.
—Es hora de largarnos —murmuro.
—¡Esto es genial! —exclamó el turista—. ¿Has visto cómo la…?
—Sí, sí, vamos.
—Pero yo quiero…, ¡eh, bravo!
La espada de Herrena salió disparada de su mano y fue a clavarse temblorosa en la tierra. Con un grito de satisfacción, Cohen alzó su arma, bizqueó un instante, lanzó un gemido de dolor y se quedó absolutamente inmóvil.
Herrena le miró asombrada. Dio un paso tentativo hacia su propia espada y, al ver que nada sucedía, la agarró, la blandió y miró a Cohen. Sólo los ojos del bárbaro se movieron para seguirla mientras ella le rodeaba con cautela.
—¡Es su espalda otra vez! —susurro Dosflores—. ¿Qué podemos hacer?
—¿Tratar de llegar a los caballos?
—Bien —dijo Herrena—, no sé quién eres ni por qué estás aquí, y además esto no es nada personal, espero que lo entiendas.
Alzó la espada con ambas manos.
Hubo un repentino movimiento entre la niebla y se oyó el golpe seco de la madera al golpear contra una cabeza. Herrena pareció asombrada durante un instante y luego cayó hacia adelante.
Bethan soltó la rama que llevaba en la mano y miró a Cohen. Le agarró por los hombros, le clavó una rodilla en la base de la espalda, apretó con un movimiento experto y le soltó.
Una expresión de alivio divino bañó el rostro arrugado. Cohen se inclinó con cautela.
—¡Ha desaparecido! —exclamó—. ¡La espalda! ¡Ha desaparecido!
Dosflores se volvió hacia Rincewind.
—Mi padre solía recomendar que te colgaras del marco de una puerta —dijo en tono coloquial.
* * *
Weems se arrastró con suma cautela por entre los árboles rodeados de maleza y envueltos en la niebla. El claro aire húmedo acallaba todos los sonidos, pero él estaba seguro de que no había habido nada que oír durante los últimos diez minutos. Se dio la vuelta muy lentamente, y sólo entonces se permitió el lujo de un prolongado suspiro de alivio.
Algo le rozó con mucha suavidad la parte trasera de las rodillas. Algo angular.
Bajó la vista. Sobre el suelo había muchos más pies de los normales.
Se oyó un mordisco breve, seco.
* * *
La hoguera era un puntito de luz en el oscuro paisaje. La luna no había aparecido aún, pero en cambio la estrella derramaba su brillo sobre el horizonte.
—Ahora es redonda —señaló Bethan—. Parece un sol pequeño. Además, estoy segura de que calienta más.
—¡No! —gimió Rincewind—. ¡Como si no tuviera bastantes cosas de las que preocuparme!
—Lo que no tedmino de entended —dijo Cohen, a quien estaban masajeando la espalda— ez cómo oz captudadon zin que lo oyézemoz. No noz habdíamoz entedado de nada zi tu Equipaje no ze hubieda puezto a zaltad de un lado a otdo.
—Y a lloriquear —añadió Bethan.
Todos la miraron.
—Bueno, tenía aspecto de estar lloriqueando —se defendió—. A mí me parece que es encantador.
Cuatro pares de ojos se volvieron hacia el Equipaje, que estaba sentado al otro lado de la hoguera. Se levantó y, parsimoniosamente, se alejó hacia las sombras.
—Ez fácil de alimentad —dijo Cohen.
—Difícil de extraviar —asintió Rincewind.
—Leal —aportó Dosflores.
—Ezpaziozo —insistió Cohen.
—Pero lo de «encantador» no le va demasiado —zanjó el mago.
—Zupongo que no queddáz vendedlo —interrogó Cohen a Dosflores.
Dosflores meneó la cabeza.
—Me parece que él no lo comprendería.
—No, zupongo que no —suspiró Cohen. Se incorporó y se mordisqueó el labio—. Eztaba buzcando un degalo pada Bethan, ¿zabéiz? Vamoz a contdaed matdimonio.
—Pensamos que deberíais ser los primeros en saberlo —dijo Bethan, enrojeciendo.
Rincewind no captó la mirada de Dosflores.
—Vaya, eso es muy, eh…
—En cuanto encontremos una ciudad donde haya un sacerdote —añadió Bethan—. Quiero que las cosas se hagan como es debido.
—Eso es muy importante —asintió Dosflores con toda seriedad—. Si hubiera más moralidad, no iríamos por ahí chocando contra estrellas.
Todos consideraron la idea durante un momento.
—¡Esto hay que celebrarlo! —exclamó al final Dosflores, animado—. Tengo galletas y agua, si a vosotros os queda todavía de esa cecina…
—Oh, maravilloso —dijo débilmente Rincewind.
Se llevó a Cohen aparte. Con la barba arreglada y en una noche cerrada, el anciano no aparentaba más de setenta años.
—Esto, eh… ¿va en serio? —le preguntó—. ¿De verdad te vas a casar con ella?
—Dezde luego. ¿Alguna objeción?
— Bueno, no, claro que no, pero…, quiero decir; tiene diecisiete años, y tú…, cómo lo diría yo…, eres más bien de la vieja escuela.
—¿Quiedez decid que ya ez hoda de que ziente la cabeza?
Rincewind trató de elegir las palabras.
—Tienes setenta años más que ella, Cohen. ¿Estás seguro de que…?
—No ez la pdimeda vez que me cazo, ¿zabez? Tengo baztante buena memodia —le reprochó el bárbaro.
—No, a lo que me refiero es, en fin, físicamente, la cuestión es, ya sabes, la diferencia de edad y todo eso es un asunto de salud, y claro…