La luz fantástica (Mundodisco, #2) – Terry Pratchett

—¿Eh? ¿Hay alguien ahí?

—¡Eh! —gritó el mago—. ¡Me alegro de verte!

—Pues yo… no sé si me alegro. Depende, ¿quién eres? —replicó Dosflores.

—¿Cómo que quién soy?

—¡Cielos, qué paisaje tan maravilloso se divisa desde aquí!

* * *

Tardaron media hora en bajar. Por suerte, el Abuelo era bastante rugoso y tenía muchos asideros, pero su nariz habría representado un obstáculo insalvable de no ser por el gran roble que crecía en una fosa nasal.

El Equipaje no se molestó en bajar con cuidado, y se limitó a saltar hasta el suelo, rebotando sin sufrir ningún daño aparente.

Cohen se sentó a la sombra para tratar de recuperar el aliento, y de paso esperando a que la cordura también lo recuperara. Miró al Equipaje con gesto pensativo.

—Los caballos han huido —señaló Dosflores.

—Ya loz encontdademoz —replicó Cohen.

Sus ojos siguieron perforando al Equipaje, que empezaba a ponerse metafóricamente colorado.

—Y se han llevado toda nuestra comida —insistió Rincewind.

—Hay mucha comida en loz bozquez.

—Llevo unas galletas nutritivas en el Equipaje —se animó Dosflores—. Digestivos del Viajero. Llévalos siempre a mano.

—Ya los he probado —señaló Rincewind—. Sentimos una antipatía mutua.

Cohen se levantó con los ojos entornados.

—Dizculpadme —dijo—. Hay algo que debo zabed.

Se dirigió hacia el Equipaje y levantó la tapa. La caja retrocedió apresuradamente, pero Cohen estiró un pie huesudo y puso la zancadilla a la mitad de sus patas. Cuando el cofre se volvió para morderle, el guerrero apretó los dientes e hizo fuerza, volcando al Equipaje de manera que quedara sobre su tapa curva, agitándose como una tortuga enloquecida.

—¡Oye, que es mi Equipaje! —se indignó Dosflores—. ¿Por qué atacas a mi Equipaje?

—Creo que lo sé —replicó Bethan en voz baja—. Porque le tiene miedo.

Dosflores, boquiabierto, se volvió hacia Rincewind.

Éste se encogió de hombros.

—A mí que me registren —dijo—. Personalmente, prefiero huir de las cosas que me dan miedo.

Con un chasquido de la tapa, el Equipaje se dio media vuelta y bajó corriendo, arañando a Cohen en una espinilla con su esquina de latón. Pero el bárbaro se las arregló para desviarlo lo suficiente como para lanzarlo a toda velocidad contra una roca.

—No está mal —se admiró Rincewind.

El Equipaje retrocedió tambaleándose, se detuvo un instante y luego se volvió hacia Cohen, abriendo y cerrando la tapa con gesto amenazador. Cohen dio un salto y aterrizó sobre ella, metiendo manos y pies en la ranura.

Aquella actitud dejó muy asombrado al Equipaje. Más todavía se asombró cuando Cohen tomó aliento e hizo fuerza, con sus músculos destacando en los brazos huesudos como calcetines llenos de cocos.

Permanecieron enzarzados durante algún tiempo, tendones contra bisagras. De vez en cuando, uno y otro crujían.

Bethan dio un codazo a Dosflores en las costillas.

—Haz algo —suplicó.

—Mmm —asintió Dosflores—. Sí. Esto ya es demasiado. Suéltale, por favor.

El Equipaje lanzó un lastimero crujido, sintiéndose traicionado por el sonido de la voz de su amo. Abrió la tapa con tal fuerza que Cohen cayó hacia atrás, aunque consiguió ponerse en pie y lanzarse hacia la caja.

El contenido del Equipaje salió disparado.

Cohen se inclinó hacia su interior.

El Equipaje crujió un poco, pero obviamente había sopesado las posibilidades de que le enviaran al Gran Guardarropa Celestial. Cuando Rincewind se atrevió a echar un vistazo entre sus dedos, Cohen estaba examinando el interior y maldiciendo en voz baja.

—¿Zólo hay dopa? —se indignó—. ¿Nada máz? ¿Zólo dopa?

Temblaba de ira.

—También hay algunas galletas —señaló Dosflores en voz baja.

—¡Zi también había odo! ¡Y vi cómo ze comía a alguien!

Cohen miró a Rincewind con gesto implorante.

El mago suspiró.

—A mí no me mires. Ese trasto no es mío.

—Lo compré en una tienda —se defendió Dosflores—. Dije que quería un baúl para viajar.

—Y lo conseguiste, desde luego —asintió Rincewind.

—Es muy leal —insistió Dosflores.

—Oh, sí —ironizó Rincewind—. Aunque lo que la mayoría de la gente pide de una maleta no es lealtad.

—Un momento —pidió Cohen, que se había apoyado en una roca—. ¿Eda una de ezaz tiendaz…? Quiedo decid, apuezto a que nunca la habíaz vizto, y cuando volvizte ya no eztaba allí…

Dosflores se animó un poco.

—¡Exacto!

—¿Y el dependiente eda un hombdecillo viejo, flaco? ¿La tienda eztaba llena de cozaz extdañaz?

—¡Y tanto! Nunca volví a encontrarla, pensé que me había equivocado de calle. Donde creía que estaba la tienda no había más que un muro de ladrillos, recuerdo que me pareció muy…

Cohen se encogió de hombros.

—Una de ezaz tiendaz[5] —dijo—. Ezo lo explica todo. —Se tanteó la espalda e hizo una mueca—. ¡El maldito caballo ze madchó con mi linimento!

Rincewind recordó algo, y hurgó en las profundidades de su túnica, ahora desgarrada y bastante sucia. Sacó una botella verde.

—¡Eze ez! —exclamó Cohen—. Edez una madavilla.

Miró a Dosflores de soslayo.

—Lo habdía deddotado aunque no le hubiezez oddenado detidadze —dijo con tranquilidad—. Al final, lo habdía deddotado.

—Desde luego —añadió Bethan.

—Vozotdoz doz, haced algo útil —siguió Cohen—. Eze Equipaje dompió un diente de tdoll pada llegad hazta nozotdoz. Eze diente eda de diamante. A ved zi encontdáiz los pedazoz. Ze me ha ocuddido una idea.

Mientras Bethan se arremangaba y destapaba la botella, Rincewind se llevó aparte a Dosflores.

—Se ha vuelto majara —dijo cuando estuvieron escondidos entre los arbustos.

—¡Estás hablando de Cohen el Bárbaro! —replico Dosflores, sinceramente conmocionado—. ¡Es el mejor guerrero de todos los…!

—Era —le interrumpió Rincewind—. Todo aquello de los sacerdotes guerreros y los zombies devoradores de hombres fue hace muchos años. Ahora, todo lo que le quedan son recuerdos y tantas cicatrices que se podría jugar al tres en raya sobre su piel.

—Sí, es bastante más viejo de lo que imaginaba —asintió Dosflores.

Se inclinó para recoger un fragmento de diamante.

—Así que deberíamos abandonarlos, buscar a nuestros caballos y marcharnos —terminó Rincewind.

—Es una mala pasada, ¿no?

—Les irá perfectamente —replicó el mago con rapidez—. La cuestión es: ¿te sientes cómodo en compañía de alguien que ataca al Equipaje con las manos desnudas?

—No te falta razón.

—Además, lo más probable es que estén mejor sin nosotros.

—¿Estás seguro?

—Completamente —zanjó Rincewind.

* * *

Encontraron a los caballos vagando sin rumbo por la maleza, desayunaron cecina de caballo poco seca, y partieron en la dirección que Rincewind consideraba correcta. Unos minutos más tarde, el Equipaje salió corriendo de entre los arbustos para reunirse con ellos.

El sol ascendía en el cielo, pero no conseguía borrar la luz de la estrella roja.

—Cada noche que pasa se hace más grande —señaló Dosflores—. Alguien debería hacer algo, ¿no crees?

—¿Por ejemplo?

—¿No podrían decirle a Gran A’Tuin que la esquivase? —sugirió—. ¿Que diese un rodeo, o algo así?

—Ya se ha intentado algo por el estilo —respondió Rincewind—. Los magos intentaron sintonizar con la mente de Gran A’Tuin.

—¿Y no lo consiguieron?

—Oh, sí que lo consiguieron. Sólo que…

Sólo que hubo algunos riesgos imprevistos en la lectura de una mente tan grande como la de la Tortuga del Mundo, explicó. Los magos se habían entrenado con galápagos y con tortugas marinas gigantes para hacerse una idea del esquema mental de los quelonios. Pero, aunque sabían que el cerebro de A’Tuin sería grande, no se dieron cuenta de que también sería lento. Muy lento.

—Un montón de magos se han turnado durante treinta años para leer su mente —dijo Rincewind—. Hasta ahora, lo único que han averiguado es que Gran A’Tuin espera algo con muchas ganas.

—¿El qué?

—¿Quién sabe?

Cabalgaron un rato en silencio a través del abrupto terreno, por un camino bordeado de enormes bloques de piedra. Al final, Dosflores dijo:

—Creo que deberíamos volver.

—Mira, mañana llegaremos al Smarl —respondió Rincewind—. Aquí no les puede pasar nada, no veo porqué…

Como si hablara solo. Dosflores había espoleado a su caballo para que diera media vuelta, y trotaba ahora demostrando toda la elegancia de un saco de patatas.

Rincewind miró hacia abajo. El Equipaje le contemplaba con gesto de reproche.

—¿Y tú qué miras? —le espetó el mago—. Puede volver si le da la gana, ¿a mí qué me importa?

El Equipaje no dijo nada.

—Oye, no es cosa mía. No soy responsable de él. Que quede claro.

El Equipaje no dijo nada, pero esta vez más alto.

—Haz lo que quieras, ve con él. No tienes nada que ver conmigo.

El Equipaje recogió sus patitas y se sentó en el camino.

—Bueno, pues yo me voy —insistió Rincewind—. Lo digo en serio —añadió.

Enfiló al caballo hacia el nuevo horizonte, sin moverse, y bajó la vista. El Equipaje seguía allí sentado.

—No te servirá de nada apelar a mis buenos sentimientos. Puedes quedarte ahí todo el día, me da igual. Me marcho ahora mismo, ¿entiendes?

Miró al Equipaje. El Equipaje le devolvió la mirada.

* * *

—Pensé que no volverías —dijo Dosflores.

—No quiero hablar del asunto —replicó Rincewind.

—Entonces, ¿hablamos de otra cosa?

—De acuerdo, hablemos sobre cómo quitamos estas cuerdas.

Se miró las ataduras de las manos.

—No entiendo por qué eres tan importante —dijo Herrena.

Estaba sentada frente a ellos en una roca, con la espada cruzada sobre las rodillas. La mayor parte de los miembros de su grupo se habían tumbado arriba entre las rocas, y vigilaban el camino. Rincewind y Dosflores habían caído en la emboscada con una facilidad patética.

—Weems me contó lo que tu caja le hizo a Gancia —añadió la joven—. No puedo decir que sea una gran pérdida, pero debéis hacerle comprender que, si se acerca a menos de un kilómetro de nosotros, os cortaré la garganta personalmente. ¿Comprendido?

Rincewind asintió violentamente.

—Bien —prosiguió Herrena—. Se os busca vivos o muertos. A mí me da igual una cosa u otra, pero quizá algunos de los muchachos quieran discutir con vosotros acerca de esos trolls. Si no llega a salir el sol en ese momento…

Dejó la frase en suspenso y se alejó.

—Bueno, ya nos hemos metido en otro lío —suspiró Rincewind.

Tiró una vez más de las cuerdas que le sujetaban.

* * *

Tenía una roca a la espalda, si pudiera alzar las muñecas…, si, justo lo que suponía, era tan afilada como para hacerle sangre, y tan roma como para no surtir el menor efecto sobre las sogas.

—Pero ¿por qué nosotros? —preguntó Dosflores—. Tiene algo que ver con esa estrella, ¿no?

—No sé nada sobre la estrella —añadió Rincewind—. ¡Ni siquiera me matriculé en la asignatura de astrología cuando estaba en la universidad!

—Bueno, supongo que todo acabará por arreglarse —zanjó Dosflores.

Rincewind le miró. Las afirmaciones como aquélla nunca dejaban de desconcertarle.

—¿De verdad lo crees? —dijo—. Quiero decir; ¿de verdad?

—Bueno, si te paras a pensarlo, las cosas suelen funcionar de manera satisfactoria.

—Si opinas que el desastre total en mi vida durante el último año ha sido algo satisfactorio, entonces quizá tengas razón. He perdido la cuenta de las veces en que he estado al borde de la muerte…

—Veintisiete —señaló Dosflores.

—¿Qué?

—Veintisiete veces —explicó Dosflores para ayudarle—. Yo sí llevo la cuenta. Pero nunca lo has hecho.

—¿El qué, llevar la cuenta? —dijo Rincewind, que empezaba a tener la conocida sensación de que la conversación estaba preparada de antemano.

—No, morirte. ¿No te parece que es un buen presagio?

—No tengo nada que objetar a eso, si es a lo que te refieres —asintió Rincewind.

Se concentró en sus pies. Dosflores tenía razón, desde luego. Obviamente, el Hechizo le había mantenido con vida. Sin duda, si saltaba por un precipicio, una nube amortiguaría su caída.

Lo malo de esa teoría, decidió, era que sólo funcionaría mientras no creyese en ella. En cuanto se considerase invulnerable, podía darse por muerto.

Así que, en definitiva, lo mejor era no pensar en ello.

Además, igual se equivocaba.

La única cosa que sabía con certeza era que tenía un dolor de cabeza atroz. Deseó con todas sus fuerzas que el Hechizo estuviera en la zona del dolor y lo pasara muy mal.

Cuando salieron de la hondonada, tanto Rincewind como Dosflores compartían caballo con uno de sus captores. Rincewind iba incómodamente tendido delante de Weems, que se había torcido el tobillo y no estaba de buen humor. Dosflores viajaba sentado delante de Herrena…, y dado que el turista era bastante bajito, eso significaba que al menos llevaba las orejas calientes. La chica cabalgaba con el cuchillo desenvainado y el ojo atento a cualquier caja andante. Herrena no había descifrado todavía la naturaleza del Equipaje, pero tenía suficiente cerebro como para comprender que éste no permitiría que mataran a Dosflores.

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