—Bueno, no soy experto en cavernas —respondió el turista—. Pero estaba pensando que esa estalacloquesea que cuelga del techo es muy interesante. Un poco bulbosa, ¿no?
Todos la miraron.
—No sabría decir por qué —siguió Dosflores—, pero tengo la sensación de que lo mejor sería salir de aquí.
—Oh, zí —asintió Cohen, sarcástico—. Zupongo que debedíamoz pedid a ezta gente que noz dezate y noz deje madchadnoz, ¿eh?
Cohen no conocía demasiado a Dosflores, si no, no se habría sorprendido cuando el hombrecillo asintió animadamente y dijo con la voz alta, lenta, clara, que empleaba como alternativa al conocimiento de otros idiomas:
—¡Perdonad! ¿Os importaría soltarnos y dejarnos marchar? Esto es un poco húmedo y hay demasiado viento. Lo siento.
Bethan miró a Cohen de soslayo.
—¿Eso es lo que se tiene que decir en estos casos?
—Pada mi también ez una novedad, te lo azegudo.
El resultado fue que tres personas se separaron del grupo situado en torno a la hoguera y se dirigieron hacia ellos. No tenían cara de ir a desatar a nadie. De hecho, los dos hombres tenían esa cara que normalmente se atribuye a los que, cuando ven a alguien atado, empiezan a juguetear con cuchillos, hacen sugerencias groseras y se ríen mucho.
La autopresentación de Herrena consistió en desenvainar su espada y apuntarla contra el corazón de Dosflores.
—¿Cuál de vosotros es Rincewind el mago? —preguntó—. Había cuatro caballos. ¿Está aquí?
—Mmm… la verdad, no sé dónde anda —respondió—. Se fue a buscar cebollas.
—Vosotros sois sus amigos. Vendrá a buscaros —concluyó Herrena.
Miró a Cohen y a Bethan, y luego examinó detenidamente al Equipaje.
Trymon había hecho hincapié en que no tocaran el Equipaje. Es posible que la curiosidad matara al gato, pero la curiosidad de Herrena hubiera podido masacrar a una manada de leones.
Apartó la red y tiró de la tapa del Equipaje.
Dosflores parpadeó.
—Cerrada —dijo al final la chica—. ¿Dónde está la llave, gordo?
—No…, no tiene llave —respondió Dosflores.
—Hay una cerradura —señaló ella.
—Bueno, si…, pero si quiere permanecer cerrado, permanece cerrado —replicó el turista, incómodo.
Herrena era perfectamente consciente de la sonrisa de Gancia. Lanzó un bufido.
—Quiero ver qué hay dentro —dijo—. Encárgate de abrirlo, Gancia.
Volvió junto a la hoguera.
—Quiere ver qué hay dentro —repitió el hombre. Se volvió hacia su acompañante y sonrió— Quiere ver qué hay dentro, Weems.
Gancia movió el cuchillo muy despacio ante el rostro de Dosflores.
—Mira —explicó éste con paciencia—, me parece que no lo entendéis. Si el Equipaje está de humor cerrado, nadie puede abrirlo.
—Ah, sí, se me olvidaba —asintió Gancia, pensativo—. Claro, es una caja mágica, ¿verdad? Con patitas, según dicen. Oye, Weems, ¿ves patitas por ese lado? ¿No?
Acercó el cuchillo a la garganta de Dosflores.
—Eso me molesta mucho —dijo—. Y a Weems también. Weems no habla demasiado, lo que le gusta es hacer pedacitos a la gente. ¡Así que abre la caja!
Se dio la vuelta y lanzó una patada contra el lateral del Equipaje, dejando una fea grieta en la madera.
Se oyó un ligero clic.
Gancia sonrió. La tapa se levantó muy despacio, reflexivamente. El fuego distante arrancó destellos del oro…, montones de oro en monedas, cadenas y lingotes, pesados y deslumbrantes entre las sombras.
—Vaya, vaya —murmuró Gancia.
Volvió la vista hacia los hombres situados alrededor de la hoguera, quienes, ignorantes del hallazgo, parecían estar gritando a alguien en el exterior de la cueva. Luego miró especulativamente a Weems. Movió los labios sin emitir sonido alguno, con el esfuerzo desacostumbrado de la aritmética mental.
Bajó los ojos hacia su cuchillo. Entonces, el suelo se movió.
* * *
— Estoy seguro de que he oído a alguien —dijo uno de los hombres—. Ahí abajo, entre las… eh… rocas.
La voz de Rincewind les llegó desde la oscuridad.
—¡Desde luego! —grito.
—¿Y bien? —preguntó Herrena.
—¡Corréis un gran peligro! ¡Tenéis que apagar el fuego enseguida!
—No, no —negó la chica—. No lo has entendido bien. El que corre un gran peligro eres tú. Y no apagaremos el fuego ni en broma.
—Hay un troll muy grande, muy viejo…
—Todo el mundo sabe que los trolls se mantienen alejados del fuego —señaló Herrena.
Hizo una señal. Un par de hombres desenvainaron las espadas y se dirigieron hacia la oscuridad.
—¡Absolutamente cierto! —gritó Rincewind desesperadamente—. ¡Pero este troll en particular no puede mantenerse alejado del fuego!
—¿Cómo que no puede? —titubeó Herrena.
El terror en la voz de Rincewind empezaba a hacerle mella.
—¡Es que se lo habéis encendido en la lengua!
Entonces el suelo se movió.
El Abuelo despertó muy lentamente de su cabezadita centenaria. Casi no consiguió despertar del todo…, de hecho, si todo aquello hubiera tenido lugar unas décadas más tarde, no habría pasado nada.
Cuando un troll se hace viejo y empieza a meditar seriamente sobre el universo, suele encontrar un lugar tranquilo para dedicarse a filosofar. Tras un tiempo, comienza a olvidarse de sus extremidades. Se cristaliza por los bordes hasta que no queda nada más que una tenue chispa de vida dentro de una colina bastante grande, una colina con estratos rocosos inusuales.
El Abuelo no había llegado tan lejos. Despertó en medio de una prometedora línea de pensamiento acerca del significado de la verdad, y notó un calor extraño en lo que, tras mucho esfuerzo, recordó que era su boca.
Empezó a enfadarse. Las órdenes pasearon tranquilamente por senderos neuronales de silicio impuro. En lo más profundo de su cuerpo rocoso, las piedras se deslizaron con suavidad a lo largo de grietas especiales. Los árboles cayeron, la tierra se partió a medida que dedos del tamaño de barcos se desplegaban y se agarraban al terreno. Dos terribles deslizamientos de rocas tuvieron lugar en la cima de su precipicio cuando abrió unos ojos como enormes ópalos.
Rincewind no alcanzó a ver nada de todo eso, por supuesto, ya que sus ojos no le resultaban útiles más que con la luz del día. Pero lo que sí vio fue cómo todo el paisaje ensombrecido se sacudía lentamente y luego, por imposible que parezca, empezaba a alzarse contra las estrellas.
* * *
Salió el sol.
Pero la luz del sol no. Lo que sucedió fue que los famosos rayos solares del Mundodisco, que como ya se ha indicado viajan muy despacio a través del potente campo mágico, se deslizaron suavemente por las tierras de la Periferia y dieron comienzo a su silenciosa batalla contra los ejércitos en retirada de la noche. Se derramaron como oro fundido[4] por las laderas…, brillantes, limpios y, sobre todo, lentos.
Herrena no titubeó. Con mucha sangre fría, corrió hasta el límite del labio del Abuelo, saltó y utilizó el impulso para alejarse rodando. Sus hombres la siguieron, lanzando juramentos a medida que caían entre las piedras.
El viejo troll se irguió como alguien muy gordo que tratara de hacer flexiones.
Esto no se vio muy bien desde donde estaban tendidos los prisioneros. Sólo se enteraron de que el suelo se enroscaba bajo ellos, de que había mucho ruido y de que la mayor parte de éste era de naturaleza desagradable.
Weems agarró a Gancia por el brazo.
—Es un terremoto —dijo—. ¡Salgamos de aquí!
—No sin ese oro —replicó Gancia.
—¿Qué?
—El oro, el oro, hombre. ¡Podemos ser más ricos que Creosota!
Es posible que Weems tuviera un CI a nivel de temperatura ambiente, pero sabía reconocer la imbecilidad cuando la veía. Los ojos de Gancia brillaban más que el oro, y parecía tener la vista fija en su oreja izquierda.
Miró al Equipaje con desesperación. Aún tenía la tapa invitadoramente abierta…, cosa extraña, cualquiera hubiera dicho que con tantas sacudidas se le habría cerrado.
—No podemos transportarlo —protestó—. Pesa demasiado.
—¡Pero sí podemos llevarnos parte! —gritó Gancia.
Saltó hacia el baúl en el momento en que el suelo temblaba de nuevo.
La tapa se cerró de golpe. Gancia desapareció.
Y, por si acaso Weems pensaba que había sido algo accidental, la tapa del Equipaje se volvió a abrir de golpe, sólo por un segundo, y una larga lengua color rojo caoba lamió unos amplios dientes blancos como el sicómoro. Luego se cerró de nuevo.
Para aterrorizar todavía más a Weems, centenares de patitas brotaron de la parte inferior de la caja. Esta se irguió muy despacio y, moviendo los pies con deliberación, se dio media vuelta para enfrentarse con él. Había una mirada muy malévola en su cerradura, la clase de mirada que está diciendo a gritos «Vamos, atácame, me encantará».
Weems retrocedió y miró a Dosflores con gesto suplicante.
—Creo que lo mejor será que nos desates —sugirió el turista—. Cuando te conoce, es muy dócil.
Humedeciéndose los labios de nerviosismo, Weems desenvainó el cuchillo. El Equipaje lanzó un crujido de advertencia.
Cortó las ligaduras y retrocedió de nuevo a toda velocidad.
—Gracias —dijo Dosflores.
—Ya me ha vuelto a dad lo de la ezpalda —se quejó Cohen.
Bethan le ayudó a incorporarse.
—¿Qué hacemos con éste? —preguntó la chica.
—Quitadle el cuchillo y decidle que ze ladgue —indicó Cohen—. ¿De acueddo?
—¡Si, señor! ¡Gracias, señor! —se apresuró a responder Weems antes de salir corriendo hacia la entrada de la cueva.
Por un momento, su silueta quedó perfilada contra el cielo grisáceo del preamanecer; y luego desapareció. Se oyó un «arrrrgh» distante.
* * *
La luz solar rugió silenciosamente a través de la tierra como una ola. Aquí y allá, donde el campo mágico era algo más débil, lenguas de aurora se adelantaban al día, dejando islotes aislados de noche que se contraían y desaparecían a medida que el deslumbrante océano ganaba terreno.
Las tierras altas que rodeaban las Llanuras del Vórtice se erguían ante la marea como un gran barco gris.
* * *
Es posible apuñalar a un troll, pero la técnica necesaria requiere mucha práctica, y nadie consigue practicar más de una vez. Los hombres de Herrena vieron a los trolls salir de la oscuridad como fantasmas muy sólidos. Las hojas de los cuchillos se hicieron pedazos al chocar contra las pieles silíceas, hubo un par de gritos más bien breves, y luego sólo se oyeron aullidos que se perdían en el bosque a medida que los hombres ponían tanta distancia como era posible entre ellos y la tierra vengativa.
Rincewind salió arrastrándose de detrás de un árbol y miró a su alrededor. Estaba solo, pero los arbustos que tenía a su espalda crujían mientras los trolls corrían en pos de la banda.
Alzó la vista.
Muy por encima de él, dos enormes ojos cristalinos se clavaban llenos de odio en cualquier cosa blanda, aplastable y, sobre todo, caliente. Rincewind retrocedió espantado cuando una mano grande como una casa se cerró para formar un puño y cayó hacia él.
El día llegó con una silenciosa explosión de luz. Por un momento, la inmensa mole aterradora del Abuelo fue una catarata de sombras contra el torrente de luz solar. Hubo un breve crujido chirriante.
Luego, el silencio.
Pasaron varios minutos. No sucedió nada.
Unos cuantos pájaros seguían cantando. Un abejorro zumbó sobre el otero que era el puño del Abuelo y aterrizó en un matorral de tomillo que había crecido bajo una uña pétrea.
Se oyó un ruido abajo. Rincewind se deslizó como pudo por la estrecha ranura que quedaba entre el puño y el suelo, como una serpiente abandonando la camisa vieja.
Se tumbó de espaldas y contempló el fragmento de cielo que se divisaba más allá de la forma inmóvil del troll. Éste no había cambiado en ningún aspecto, simplemente ahora estaba quieto, pero los ojos de Rincewind empezaban a jugarle malas pasadas. La noche anterior; al contemplar las grietas en la piedra, las vio convertirse en bocas y ojos; ahora observaba en la cara del acantilado cómo los rasgos se convertían por arte de magia en simples protuberancias rocosas.
—¡Uauh! —exclamó.
No le sirvió de mucho. Se levantó, se sacudió el polvo y miró a su alrededor. Si se exceptuaba al abejorro, estaba completamente solo.
Tras rondar un rato por allí encontró una roca que, según desde dónde la mirases, se parecía a Berilia.
Él estaba solo, extraviado, lejos de su casa. Era… Se oyó un chasquido más arriba, y varios fragmentos de roca se estrellaron contra el suelo. En el rostro del Abuelo apareció un agujero. Rincewind vio por un momento el costado del Equipaje, que recuperaba el equilibrio, y después la cabeza de Dosflores surgió de la entrada de la cueva.