—No es que nos importara mucho fundirnos —le interrumpió el troll grande—. De cualquier manera, así fue como empezamos. Pero pensamos que quizá la estrella significara el fin de todo, y eso no parece buena cosa.
—Y sigue creciendo —intervino otro—. Mírala ahora. Es más grande que la noche anterior.
Rincewind la miró. Desde luego, era más grande que la noche anterior.
—¿Qué, tienes alguna sugerencia? —preguntó el troll jefe con una voz tan suave como se puede permitir una garganta de granito.
—Podéis saltar por el Borde —dijo Rincewind—. Debe de haber montones de lugares en el universo donde necesiten unas cuantas rocas más.
—Ya habíamos oído algo por el estilo —suspiro el troll—. Conocemos a rocas que lo intentaron. Nos contaron que flotas durante millones de años, luego te pones muy caliente, ardes, y acabas en el fondo de un gran agujero. No parece muy agradable.
Se levantó con un ruido como de carbones bajando por un tobogán, y estiró sus gruesos brazos.
—Bueno, se supone que debemos ayudarte —dijo—. ¿Quieres que hagamos alguna cosa?
—Tengo que preparar sopa —respondió Rincewind.
Señaló las cebollas con gesto vago. Probablemente no fue el gesto más heroico y decidido del mundo.
—¿Sopa? —se asombró el troll—. ¿Nada más?
—Bueno…, quizá también unos bizcochos.
Los trolls se miraron unos a otros, dejando al descubierto joyería dental suficiente como para comprar una ciudad de tamaño medio.
Al final, el troll más grande se encogió de hombros.
—De acuerdo, sopa. Aunque, la verdad, imaginábamos que la leyenda sería…, como te diría yo…, un poco más…, bueno, no importa.
Extendió una mano que parecía un racimo de plátanos fosilizados.
—Yo soy Kuarzo, aquél es Krystalino, y Brecha, y Jaspe, y mi esposa, Berilia… Es un poco metamórfica, pero ¿quién no lo es, en estos tiempos que corren? Haz el favor de bajarte de su pie, Jaspe.
Rincewind aceptó la mano que le tendía, preparándose para el crujido de los huesos aplastados. No lo oyó. La mano del troll era áspera y un poco musgosa alrededor de las uñas.
—Lo siento —dijo el mago—. La verdad es que nunca había conocido a un troll.
—Somos una raza moribunda —suspiró Kuarzo con tristeza, mientras el grupo se ponía en marcha bajo las estrellas—. El pequeño Jaspe es el único guijarro de nuestra tribu. Padecemos una epidemia de filosofía, ¿sabes?
—¿Sí? —respondió Rincewind tratando de mantener el paso.
El grupo de trolls avanzaba muy deprisa, pero también en silencio, enormes formas redondeadas que se movían como espectros en la noche. Sólo se oía de cuando en cuando el chillido de alguna criatura nocturna que no los había sentido acercarse.
—Oh, sí. Somos mártires de ella. Al final, nos ataca a todos. Cuentan que una tarde cualquiera empiezas a despertar y piensas: «¿Para qué molestarse?», y nada, no te despiertas. ¿Ves esas piedras grandes de allí?
Rincewind divisó unas formas enormes sobre la hierba.
—La del final es mi tía. No sé en qué estará pensando, pero hace doscientos años que no se mueve.
—Vaya, cuánto lo siento.
—Oh, no pasa nada, cuidamos de ella —dijo Kuarzo—. Por aquí no pasan muchos humanos, ¿sabes? Sé que no tenéis la culpa, pero parece que no distinguís entre un troll pensante y una roca corriente. A mi tío abuelo lo tallaron.
—¡Es terrible!
—Sí, en un momento era una roca, y al siguiente lo habían convertido en un marco de chimenea.
Hicieron una pausa frente a un desfiladero que a Rincewind le pareció familiar.
—Se diría que aquí ha habido una pelea —señaló Berilia.
—¡Han desaparecido todos! —gritó Rincewind. Corrió hacia el otro extremo del claro—. ¡Incluso los caballos! ¡Hasta el Equipaje!
—Uno de ellos tenía un escape —dijo Kuarzo arrodillándose—. Esa agua roja que lleváis dentro. Mira.
—¡Sangre!
—¿Así se llama? Nunca he sabido para qué servía.
Rincewind recorrió el claro como quien no tiene la menor idea de qué hacer, escudriñando entre los arbustos por si había alguien entre ellos. Así fue como tropezó con una botellita verde.
—¡El linimento de Cohen! —gimió—. ¡Nunca va a ninguna parte sin él!
—Bueno… —empezó Kuarzo—, hay una cosa que hacéis los humanos, ya sabes, como cuando empiezas a ir más lento y te da un ataque de filosofía, sólo que vosotros os hacéis trocitos…
—¡Se llama «morir»! —aulló Rincewind.
—Exacto. Pues no han hecho eso, porque no están aquí.
—¡A menos que hayan sido devorados! —sugirió Jaspe con emoción.
—Mmm —fue la respuesta de Kuarzo.
—¿Lobos? —fue la respuesta de Rincewind.
—Hace años que aplastamos a todos los lobos de esta zona. En realidad, lo hizo el Abuelo.
—¿No le gustaban los lobos?
—No, es que nunca miraba dónde ponía los pies. Mmm.
Los trolls volvieron a observar el terreno.
—Hay un rastro —dijo al final Kuarzo—. Muchos caballos.
Alzó la vista hacia las colinas cercanas, donde acantilados escarpados y peligrosas grietas pendían sobre los bosques iluminados por la luna.
—El Abuelo vive ahí arriba —dijo en voz baja.
En su voz había algo que hizo que Rincewind deseara no conocer jamás al Abuelo.
—¿Es peligroso? —aventuró.
—Es muy viejo, muy grande y muy bestia. Hace años que no le vemos.
—Siglos —le corrigió Berilia.
—¡Los aplastará a todos! —añadió Jaspe saltando sobre los pies de Rincewind.
—En ocasiones, un troll muy viejo y corpulento se retira a las colinas y… mmm… la roca le domina, no sé si me entiendes.
—No.
Kuarzo suspiró.
—Las personas a veces se portan como animales, ¿verdad? A veces, un troll empieza a pensar como una roca, y a las rocas no les gusta la gente.
Brecha, un troll flacucho con acabado de arenisca, tocó a Kuarzo en el hombro.
—Entonces, ¿vamos a seguirlos? —preguntó—. La leyenda dice que debemos ayudar a este Rincewind esponjoso.
Kuarzo se levantó, meditó un instante, cogió a Rincewind por el pellejo del cogote y, con un rápido movimiento, lo sentó sobre sus hombros.
—Iremos —dijo con firmeza—. Si nos encontramos con el Abuelo, intentaré explicárselo…
A tres kilómetros de allí, una caravana de caballos trotaba en la noche. Tres de ellos cargaban con cautivos expertamente atados y amordazados. Un cuarto tiraba de unas rudas rastras sobre las que el Equipaje yacía tendido, atado con una red y silencioso.
Herrena dio la orden de alto a la columna en voz baja, e hizo un gesto a uno de sus hombres para que se acercase.
—¿Estás seguro? —le preguntó—. Yo no oigo nada.
—Vi formas de trolls —se limitó a insistir el otro.
Ella miró alrededor. Allí los árboles eran menos espesos, había muchas piedrecillas, y el sendero que se extendía ante ellos llevaba a una colina pelada, rocosa, que parecía especialmente antipática a la luz de la estrella roja.
Aquel sendero le preocupaba. Era muy antiguo, pero algo había tenido que crearlo, y cuesta mucho matar a un troll.
Suspiró. De repente, le parecía que aquella profesión de secretaria no habría estado tan mal.
Reflexionó, y no por primera vez, en que ser espadachina tenía muchos inconvenientes, quizá uno de los peores el hecho de que los hombres no te tomaban en serio hasta que los matabas, momento en el cual la cosa ya no tenía demasiada importancia.
Luego estaba todo el asunto del cuero, que le daba dentera pero parecía parte inseparable de la tradición. Y la cerveza. Eso de pasarse toda la noche acodado en la barra no estaba mal para gente como Hrun el Bárbaro o Cimbar el Asesino, pero Herrena se negaba a entrar en uno de esos lugares a menos que sirvieran bebidas adecuadas en vasos pequeños, preferentemente con una aceituna dentro. Y en cuanto a los retretes…
Pero ella era demasiado genial para ser ladrona, demasiado importante para ser asesina, demasiado inteligente para ser esposa, y desde luego demasiado orgullosa para ejercer la única profesión restante disponible para una mujer.
Así que se hizo espadachina, y lo había hecho muy bien, llegando a amasar una pequeña fortuna, que administraba cuidadosamente para un futuro que todavía no tenía muy pensado, pero que desde luego incluía un bidet.
Se oyó el ruido lejano de la madera al astillarse. Los trolls nunca habían comprendido la utilidad de esquivar los árboles.
Herrena volvió a alzar la vista hacia la colina. Dos franjas de terreno elevado discurrían a derecha e izquierda, y arriba había un gran saliente con…, entrecerró los ojos…, ¿algunas cavernas?
Cavernas de trolls. Pero quizá eran mejor opción que seguir vagando toda la noche. Y cuando amaneciera, ya no habría problemas.
Se inclinó hacia Gancia, jefe del grupo de mercenarios de Morpork. Herrena no estaba precisamente encantada con su presencia. Cierto que tenía los músculos de un toro y la vitalidad de un toro, pero también parecía tener los sesos de un toro. Y la crueldad de un hurón. Como la mayoría de los muchachos criados en los arrabales de Morpork, habría vendido gustosamente a su abuelita por un tubo de pegamento, y probablemente lo había hecho.
—Nos dirigiremos hacia esas cuevas y encenderemos una gran hoguera en la entrada —dijo—. A los trolls no les gusta el fuego.
Gancia le lanzó una mirada que sugería que él tenía sus propias ideas sobre quién debería dar las órdenes.
—Tú mandas —dijeron en cambio sus labios.
—Exacto.
Herrena volvió la vista hacia los tres cautivos. Aquélla era la caja, desde luego…, la descripción de Trymon había sido muy precisa. Pero ninguno de los hombres tenía aspecto de mago. Ni siquiera de mago fracasado.
* * *
—Oh, cielos —dijo Kuarzo.
Los trolls se detuvieron. La noche era cerrada como un manto de terciopelo. Un búho ululaba de manera escalofriante…, al menos, Rincewind supuso que era un búho. Estaba un poco flojo en ornitología. Quizá un ruiseñor ululaba, a menos que fuera un tordo. Un murciélago aleteó sobre su cabeza. De eso sí estaba bastante seguro.
También estaba muy cansado y lleno de magulladuras.
—¿Por qué oh cielos? —preguntó.
Escudriñó en la oscuridad. En las colinas había un punto lejano que quizá fuera una hoguera.
—Oh —asintió—. No os gusta el fuego, ¿verdad?
Kuarzo le dio la razón.
—Destruye la superconductividad de nuestros cerebros —dijo—, pero una hoguera tan pequeña como ésa no tendrá mucho efecto sobre el Abuelo.
Rincewind miró a su alrededor cautelosamente, tratando de captar el sonido de un troll enloquecido. Ya había visto lo que los trolls normales podían hacer con un bosque. No es que fueran destructivos por naturaleza, simplemente trataban a la materia orgánica como a una niebla molesta.
—Entonces, esperemos que no se entere —dijo en tono fervoroso.
Kuarzo suspiró.
—Es bastante improbable que no se entere —dijo—. La han encendido en su boca.
* * *
—¡Yo zoy el culpable de todo ezto! —gimió Cohen, luchando inútilmente contra sus ataduras.
Dosflores le miró con ojos nublados. La honda de Gancia le había hecho crecer un bonito bulto en la nuca, y había algunas cosas de las que no estaba demasiado seguro, empezando por su propio nombre y de ahí para arriba.
—Debí ezcuchad con máz atención —dijo Cohen—. Debí haced cazo y no dejadme diztdaed pod tu chadla zobde eza comozellame pada mazticad. Me eztoy haciendo viejo.
Consiguió incorporarse sobre los codos. Herrena y el resto de la banda estaban de pie alrededor del fuego, en la entrada de la cueva. En un rincón, bajo su red, el Equipaje seguía quieto, silencioso.
—Esta cueva tiene algo raro —dijo Bethan.
—¿Qué? —preguntó Cohen.
—Bueno… mírala. ¿Habías visto alguna vez rocas como ésas?
Cohen tuvo que aceptar que el semicírculo de piedras distribuidas en la entrada de la cueva eran bastante inusuales. Cada una de ellas era más alta que un hombre, estaban muy desgastadas y sorprendentemente brillantes. En el techo había otro semicírculo que parecía una reproducción exacta del primero. El efecto general era el de una computadora de piedra construida por un druida que tuviera una vaga idea de la geometría y ni el menor sentido de la gravedad.
—Y no te pierdas las paredes.
Cohen se las arregló para mirar de soslayo hacia el muro más cercano. Estaba cubierto de venillas de cristal rojizo. No podía estar seguro, pero era casi como si unos pequeños puntos de luz relampaguearan sin cesar en lo más profundo de la roca.
Además, la cueva estaba llena de corrientes. Una brisa constante soplaba procedente de sus negras profundidades.
—Estoy segura de que, cuando entramos, la brisa soplaba en dirección contraria —susurró Bethan—. ¿Qué opinas tú, Dosflores?