—A mí me gustan los trolls —intervino Dosflores.
—No puede ser —replicó Rincewind con firmeza—. No te pueden gustar. Son grandes, llenos de bultos y se comen a la gente.
—En abzoluto —le corrigió Cohen, bajando con dificultades del caballo y masajeándose las rodillas—. Ez una zupedztición, ni máz ni menoz. Loz tdollz nunca ze comen a nadie.
—¿No?
—No, ziempde ezcupen loz pedazoz. No pueden digedid a la gente, ¿zabez? El tdoll coddiente no quiede de la vida nada máz que un buen tdozo de gdanito, todo lo máz un bocado de lodo como poztde. Alguien me dijo que ez podque zon fodmaz de vida zilice…, zilico… —Cohen se detuvo y se mesó la barba—. Podque eztán hechoz de piedda.
Rincewind asintió. Los trolls no eran desconocidos en Ankh-Morpork, por supuesto, allí siempre conseguían empleo como guardaespaldas. Resultaban un poco caros de mantener hasta que aprendían el funcionamiento de las puertas y dejaban de salir de casa por el sistema de atravesar la pared más cercana.
—Loz dientez de loz tdollz, éze ez el azunto —siguió Cohen mientras recogían leña para el fuego.
—¿Por qué? —quiso saber Bethan.
—Diamantez. Tienen que zed diamantez. Ez lo único que puede domped laz pieddaz y laz docaz, y aun azí tienen que echad nuevoz dientez cada año.
—Hablando de dientes… —intervino Dosflores—. No he podido evitar darme cuenta de que…
—¿Zí?
—Oh, nada —tartamudeó Dosflores.
—¿Zí? Oh. Bueno, encendamoz el fuego antez de que noz quedemoz zin luz. Y luego —Cohen puso cara larga—, zupongo que tenddemos que haced zopa.
—A Rincewind se le da muy bien —señaló Dosflores con entusiasmo—. Sabe todo lo que hay que saber sobre hierbas, raíces y cosas de ésas.
Cohen lanzó a Rincewind una mirada cargada de desconfianza.
—Bueno, el Pueblo Caballo noz dio un poco de cecina de yegua —dijo—. Zi encuentdaz unaz cebollaz zilveztdez y cozaz azí, quizáz zepa mejod.
—Pero si yo… —protestó Rincewind.
Se rindió antes de terminar la frase. De todos modos, razonó, sé qué aspecto tiene una cebolla, es una cosa blanca y redonda con un trozo verde que le sale por arriba. No será difícil encontrar alguna, saltarán a la vista.
—Tendré que ir a buscar ¿no? —preguntó.
—Zí.
—¿Tal vez allí, en aquel matorral espeso y sombrío?
—Buen lugad, zí.
—¿Te refieres al que está junto a esos barrancos profundos?
—Me padece un lugad idóneo, dezde luego.
—Ya me lo temía —asintió Rincewind con amargura.
Echó a andar, preguntándose cuál sería el sistema adecuado para atraer a las cebollas. Después de todo, se dijo, aunque en los puestos del mercado están colgadas en ristras, es poco probable que crezcan así. Quizá los campesinos usen perros o algo por el estilo para localizarlas, tal vez canten canciones para hacer que las cebollas vayan a ellos.
Ya había en el cielo unas cuantas estrellas madrugadoras cuando empezó a escudriñar entre las hierbas y hojas. Sus pies aplastaron setas, desagradables sustancias orgánicas y cosas que parecían suspensorios para gnomos. Le picaron pequeños seres voladores. Otras cosas, por fortuna invisibles, saltaban o se deslizaban para esquivarle entre los arbustos, al tiempo que gemían en tono de reproche.
—¿Cebollas? —susurró Rincewind—. ¿Hay alguna cebolla por ahí?
—Encontrarás un montón bajo ese tejo —dijo una voz junto a él.
—Ah —dijo Rincewind—. Gracias.
Hubo un largo silencio durante el cual sólo se oyó el zumbido de los mosquitos junto a las orejas del mago.
Se quedó absolutamente quieto. Ni siquiera movió los ojos.
—Disculpa —se atrevió a decir al final.
—¿Sí?
—¿Cuál es el tejo?
—Aquel pequeño y retorcido, el que tiene agujitas color verde oscuro.
—Ah, sí. Ya lo veo. Gracias otra vez.
No se movió. Fue la voz la que reanudó amistosamente la conversación.
—¿Puedo hacer algo más por ti?
—No eres un árbol, ¿verdad? —se atrevió a preguntar Rincewind, mirando testarudamente hacia adelante.
—No digas tonterías. Los árboles no hablan.
—Lo siento. Es que, últimamente, he tenido algunas dificultades con árboles. Ya me entiendes.
—La verdad, no. Yo soy una roca.
La voz de Rincewind apenas cambió.
—Bien, bien —dijo con lentitud—. Bueno, pues me voy a por esas cebollas.
—Que aproveche.
Echó a andar con toda la cautela y dignidad que le fue posible, divisó una serie de cosas blancas y alargadas que brotaban del suelo, las arranco cuidadosamente y se dio media vuelta. Había una roca a poca distancia. Pero también era cierto que había rocas por todas partes, en aquel lugar los huesos del Disco estaban muy cerca de la superficie.
Miró fijamente al tejo, sólo por si se le ocurría hablar. Pero el tejo, que era un árbol bastante solitario, no había oído hablar de Rincewind el mesías arbóreo, y además estaba dormido.
—Si eras tú, Dosflores, no me has engañado ni por un momento —dijo Rincewind.
De repente su voz le sonó muy clara y solitaria en la creciente oscuridad del crepúsculo.
Rincewind recordó lo único que sabía con seguridad acerca de los trolls: que la luz del sol los convertía en piedra, de modo que cualquiera que los contratase tenía que gastarse una fortuna en crema protectora.
Pero, ahora que se le ocurría pensarlo, nadie le había dicho lo que pasaba con ellos cuando el sol se ponía de nuevo…
El último rayo de luz desapareció del paisaje, y de repente le pareció que allí había muchísimas rocas.
—Está tardando mucho en encontrar esas cebollas —dijo Dosflores—. ¿No sería mejor que fuésemos a buscarle?
—Loz magoz zaben cuidadze zoloz —dijo Cohen.
Se estremeció. Bethan le estaba cortando las uñas.
—La verdad es que no es un mago lo que se dice muy bueno —dijo Dosflores, acercándose más al fuego—. No se lo diría a la cara, pero… —Se inclinó hacia Cohen—. En realidad, nunca le he visto hacer nada mágico.
—Bien, vamos a por el otro —dijo Bethan.
—Edez muy amable.
—Tienes unos pies bonitos, deberías cuidártelos más.
—Ya no puedo inclinadme hazta elloz como en otdoz tiempoz —dijo Cohen con tristeza—. Ademáz, con mi tdabajo, uno no conoce a muchoz calliztaz. Una coza muy extdaña. Conozco a zaceddotez zedpiente, a diozez locoz, a gueddedoz, pedo nunca he vizto a un callizta. Zupongo que no quedadía muy bien… Cohen Contda loz Calliztaz…
—O Cohen y los Pedicuros Malditos —sugirió Bethan.
Cohen se atragantó de risa.
—¡O Cohen y los Dentistas Locos! —rió Dosflores.
Cohen cerró la boca de golpe.
—¿Y qué tiene ezo de gdaciozo? —preguntó con una voz llena de nudillos.
—Oh…, eh.., bien… —dijo Dosflores—. Ya sabes, tus dientes…
—¿Qué lez paza? —le espetó Cohen.
—No he podido evitar darme cuenta de que… mmm… no tienen la misma ubicación geográfica que tu boca.
Cohen le miró. Luego se encorvó, y pareció muy menudo, muy viejo.
—Ez ciedto, dado —suspiró—. No te culpo. Ez difícil zed un hédoe zin dientez. No impodta zí pieddez otdaz cozaz, hazta puedez tidad pada alante zin un ojo…, en cambio, enzeñaz una boca llena de encíaz y nadie te dezpeta.
—Yo sí —dijo Bethan lealmente.
—¿Y por qué no te pones otros? —preguntó Dosflores con animación.
—Tienez dazón, zi fueda un tibudón o algo azí me cdecedían otdoz dientez —replicó Cohen con sarcasmo.
—No, no, sólo tienes que comprarlos —insistió Dosflores—. Mira, te lo enseñaré… Eh… ¿te importa darte la vuelta, Bethan?
Esperó hasta que la chica se hubo vuelto antes de llevarse la mano a la boca.
—¿Lo vez? —dijo.
Bethan oyó la exclamación de asombro de Cohen.
—¿Te puedez quitad loz tuyoz?
—Oh, zí, tengo vadioz de depuezto. Peddona un momento… —Se oyó un sonido de succión, y luego Dosflores siguió hablando en su tono habitual. —Resulta muy útil, ¿sabes?
La voz de Cohen irradiaba asombro, o al menos tanto asombro como se puede irradiar sin dientes, que es aproximadamente el mismo que con dientes pero suena mucho menos impresionante.
—Ze me tenddía que habed ocuddido —dijo— Cuando te duelen, te loz quitaz y loz dejaz a zu aide, ¿no? ¡Lez daz una lección a loz pequeñoz canallaz, que apdendan lo que ez doled elloz zoloz!
—Bueno, no es así exactamente —le interrumpió Dosflores con cautela—. No son míos. Sólo me pertenecen.
—¿Te ponez loz dientez de otda pedzona en la boca?
—No, me los fabricaron. En el sitio de donde vengo hay mucha gente que los lleva, es un…
Pero la conferencia de Dosflores sobre prótesis dentales quedó en el aire, porque alguien le golpeó.
* * *
La pequeña luna del Disco se abrió camino trabajosamente por el cielo. Brillaba con luz propia, debido a los arreglos estrictos y bastante imprecisos dispuestos por el Creador, y estaba algo superpoblada de diosas, que en aquel momento concreto no prestaban demasiada atención a lo que sucedía en el Disco, sino que se disponían a presentar una demanda contra los Gigantes del Hielo.
De mirar para abajo, habrían visto a Rincewind hablando ansiosamente con un montón de rocas.
Los trolls son unos de los seres más antiguos del multiverso, datan de un primer intento de poner en marcha la vida sin todo ese protoplasma tan pringoso. Como individuos, los trolls viven mucho tiempo, hibernan durante el verano y duermen durante el día, dado que el calor los afecta y ralentiza. Tienen una geología fascinante. Se puede hablar de tribología, se pueden mencionar los efectos semiconductores de las impurezas en el silicio, se puede meditar sobre los trolls gigantes de la prehistoria que constituyen la mayor parte de las cadenas montañosas del Disco y que causarán auténticos problemas si algún día les da por despertarse, pero la verdad pura y dura es que, sin el poderoso campo mágico del Disco, tan penetrante él, los trolls habrían muerto hace mucho tiempo.
En el Disco, nadie había inventado la psiquiatría. Nadie había puesto una mancha de tinta bajo las narices de Rincewind para averiguar si éste tenía algún tornillo flojo. Así que, para él, la única manera de describir cómo las rocas se transformaron en trolls fue una vaga metáfora sobre esas nubes que de pronto parecen caras o cosas cuando las miras fijamente mucho rato.
En un momento dado había una roca completamente normal, y de pronto unas cuantas grietas que siempre habían estado allí resultaron ser sin lugar a dudas una boca, o una oreja puntiaguda. Un instante después, y sin que nada cambiara realmente, se encontró con que lo que tenía delante era un troll sentado que le sonreía con una boca llena de diamantes.
No son capaces de digerirme, se dijo. Se pondrían muy enfermos.
La idea no le consoló demasiado.
—Así que tú eres el mago Rincewind —dijo el troll más cercano. Su voz sonaba como si alguien corriera sobre gravilla—. No sé, te imaginaba más alto.
—Quizá se haya erosionado un poco —aportó otro—. La leyenda es muy antigua.
Rincewind se removió, inquieto. Estaba casi seguro de que la roca sobre la que se había sentado cambiaba de forma en aquel momento, y un diminuto troll —poco más que un guijarro— se sentaba amistosamente en su pie, mirándole con gran interés.
—¿Leyenda? —preguntó—. ¿Qué leyenda?
—Ha sido transmitida de montaña a guijarro desde el ocaso[3] de los tiempos —le explicó el primer troll. «Cuando la estrella roja brille en el cielo, Rincewind el mago vendrá a buscar cebollas. No le mordáis. Es muy importante que le ayudéis a seguir con vida.»
Hubo una pausa.
—¿Eso es todo? —dijo Rincewind.
—Sí —respondió el troll—. Siempre nos ha extrañado. La mayoría de nuestras leyendas son mucho más apasionantes. En los viejos tiempos sí que era interesante ser una roca.
—¿De veras? —murmuró Rincewind.
—Oh, sí. Diversión constante. Volcanes por todas partes. Entonces, significaba algo ser una roca. Nada de tantas tonterías sedimentarias, o eras ígneo o no eras nada. Pero claro, todo eso quedó atrás. Hoy en día cualquiera se atreve a llamarse troll, y a veces son poco más que esquistos. O peor aún, tizas. Si a mí se me pudiera usar para dibujar no iría por ahí dándome aires, ¿y tú?
—Tampoco —se apresuró a responder Rincewind—. Ni por lo más remoto. Oye, esa… esa leyenda… ¿dice que no me mordáis?
—Exacto —asintió el diminuto troll de su pie—. ¡Fui yo quien te dijo dónde estaban las cebollas!
—Nos alegramos de que hayas venido —dijo el primer troll. Rincewind no pudo evitar advertir que se trataba del más grande—. Estamos un poco preocupados con esa nueva estrella. ¿Qué significa?
—No lo sé —replicó—. Todo el mundo parece creer que tengo alguna idea, pero no…