—Bueno, al menos te preguntarás por qué no queremos que nadie nos pronuncie —dijo la primera voz, consciente de que estaba perdiendo la iniciativa.
Rincewind titubeó. La idea le había pasado por la cabeza, sólo que muy deprisa y mirando nerviosa a todos lados por si a alguien se le escapaba un golpe y ella se lo encontraba.
—¿Y por qué iba a querer nadie pronunciaros?
—Por la estrella —explicó el hechizo—. La estrella roja. Los magos ya te están buscando. Cuando te encuentren, querrán pronunciar los Ocho Hechizos juntos para cambiar el futuro. Piensan que el Disco va a chocar contra la estrella.
Rincewind consideró la cuestión.
—¿Va a chocar contra la estrella?
—No exactamente, sino en un…, ¿qué es eso?
El mago miró hacia abajo. El Equipaje venía trotando en la oscuridad. De su tapa sobresalía un largo trozo de guadaña.
—No es más que el Equipaje.
—¡Pero si no lo hemos llamado!
—Nadie lo llama a ninguna parte —dijo Rincewind—. Sencillamente, aparece. No os preocupéis por él.
—Oh. ¿De qué estábamos hablando?
—Ese asunto de la estrella roja.
—Cierto. Es muy importante que tú…
—¿Hola? ¿Hola? ¿Hay alguien ahí?
Era una vocecilla débil y chillona, y venía de la caja de imágenes que aún colgaba del cuello inerte de Dosflores.
El duende pintor abrió su escotilla y miró a Rincewind.
—¿Qué sitio es éste, jefe?
—No estoy seguro.
—¿Seguimos muertos?
—A lo mejor.
—Bueno, espero que no vayamos a ningún sitio con mucho negro, porque estoy sin nada.
La escotilla se cerró de golpe.
Rincewind imaginó por un momento a Dosflores enseñando sus imágenes y diciendo cosas como «Éste soy yo cuando me estaban torturando un millón de demonios» y «Éste soy yo con aquella pareja tan rara que conocimos en las colinas del Ultratumba». Rincewind no estaba muy seguro de lo que te sucedía tras la muerte, las autoridades no eran muy claras al respecto. Un atezado marinero de las tierras Periféricas le dijo en cierta ocasión que creía en un paraíso lleno de sorbetes y huríes. Rincewind no sabía muy bien qué era una hurí, pero tras meditarlo un tiempo dedujo que se trataba de una pajita para beber el sorbete. En cualquier caso, los sorbetes le daban dolor de muelas.
—Ahora que la interrupción ha terminado —dijo una voz seca con firmeza—, quizá podamos continuar. Es de la mayor importancia que no permitas que los magos te quiten el Hechizo. Si los Ocho Hechizos se pronuncian demasiado pronto, sucederán cosas terribles.
—Yo sólo quiero que me dejen en paz —replicó Rincewind.
—Perfecto, perfecto. Desde el día en que abriste el Octavo, supimos que podíamos confiar en ti.
Rincewind titubeó.
—Alto ahí —dijo al final—. ¿Queréis que impida que los magos reúnan todos los hechizos?
—Exacto.
—¿Y por eso uno de vosotros se metió en mi cabeza?
—Precisamente.
—Destruisteis mi vida por completo, ¿lo sabíais? —se acaloró Rincewind—. Podría habérmelas apañado como mago si no hubierais decidido usarme como grimorio portátil. Ahora no hay manera de que memorice otros hechizos, ¡a todos les da miedo estar en la misma cabeza que vosotros!
—Lo sentimos.
—¡Yo sólo quiero volver a casa! Quiero volver a donde… —Un rastro de humedad apareció en los ojos de Rincewind—. Donde uno siente guijarros bajo los pies, y a veces la cerveza no es demasiado mala, y por las noches se puede conseguir un buen trozo de pescado frito, a lo mejor con un par de pepinillos grandes, y hasta un pastel de anguila y un plato de caracoles, y donde siempre hay un establo caliente en el que dormir y por la mañana te despiertas en el mismo sitio donde te acostaste, y donde no siempre hace un tiempo de perros. De verdad, no me importa la magia, probablemente ni siquiera tengo madera de mago, ¡sólo quiero volver a casa!
—Pero tienes que… —empezó uno de los hechizos.
Era demasiado tarde. La nostalgia, esa pequeña banda elástica del subconsciente que puede dar cuerda a un salmón y hacerlo viajar cinco mil kilómetros por mares desconocidos, o enviar a un millón de lemmings corriendo alegremente de vuelta a un hogar ancestral que, debido a un pequeño capricho de las placas continentales, ya no está en su sitio…, la nostalgia se alzó en Rincewind como un saltamontes enloquecido, fluyó por la tenue hebra que unía su alma a su cuerpo, clavó los talones y dio un tirón…
Los hechizos se encontraron solos dentro de su Octavo.
Solos si no contamos al Equipaje, claro.
Lo miraron, no con ojos, sino con conciencias tan viejas como el mismísimo Disco.
—Y tú también te puedes ir a hacer gárgaras —le dijeron.
* * *
— …Mal.
Rincewind supo que era él mismo quien hablaba, reconocía la voz. Por un momento se sintió como si mirase a través de sus propios ojos, pero no de la manera normal, sino como un espía que atisbase por agujeros practicados en el rostro de un retrato. Luego, regresó.
—¿Eztáz bien, Dincewind? —preguntó Cohen—. Padecíaz un poco ido.
—Parecías un poco blanco —asintió Bethan—. Como si alguien hubiera caminado sobre tu tumba.
—Uh… sí, probablemente fui yo mismo —respondió.
Alzó la mano y se contó los dedos. Parecía tener el número acostumbrado.
—Ehhh… ¿me he movido de aquí?
—No, sólo mirabas el fuego como si hubieras visto un fantasma —le explicó Bethan.
Se oyó un gemido tras ellos. Dosflores se había incorporado, y se sostenía la cabeza con las manos.
Con un esfuerzo, consiguió mirarlos. Sus labios se movieron sin emitir ningún sonido.
—Ha sido un sueño… muy extraño —dijo—. ¿Qué lugar es éste? ¿Por qué estoy aquí?
—Bueno —le explicó Cohen—, algunoz pienzan que el Cdeadod del univedzo tomó un puñado de adcilla y…
—No, quiero decir «aquí» —insistió Dosflores—. ¿Eres tú, Rincewind?
—Sí —replicó el aludido, concediéndose el beneficio de la duda.
—Había… un reloj que… y esa gente tan… —siguió Dosflores. Sacudió la cabeza—. ¿Por qué huele todo a caballos?
—Has estado enfermo —le dijo Rincewind—. Tenías alucinaciones.
—Si… supongo que sí. —Dosflores bajó la vista para mirarse el pecho—. Pero, en ese caso, ¿por qué tengo…?
Rincewind se puso en pie de un salto.
—Perdonad, esto está muy cerrado, salgo a respirar un poco de aire fresco —dijo.
Cogió la caja de imágenes que colgaba del cuello del turista y se dirigió hacia la salida de la tienda.
—Cuando le trajimos, no llevaba eso —señaló Bethan.
Cohen se encogió de hombros.
Rincewind consiguió alejarse unos metros de la yurta antes de que la ranura de la caja empezara a tintinear. Muy despacio, surgió la última imagen que el duende había captado.
Rincewind se apoderó de ella.
Lo que aparecía dibujado habría sido espantoso incluso a plena luz del día. Al resplandor gélido de las estrellas, teñido de rojo por los fuegos del maligno astro nuevo, resultaba mucho peor.
—No —dijo Rincewind con voz suave—, no era así. Había una casa, y una chica, y…
—Tú ves lo que ves y yo pinto lo que veo —le replicó el duende desde su ventanuco—. Lo que yo veo es real. Me criaron para eso. Sólo veo lo que hay.
Una forma oscura trotó por la capa de nieve en dirección a Rincewind. Era el Equipaje. Rincewind, que por regla general lo detestaba y no le tenía la menor confianza, sintió de repente que era la cosa más tranquilizadoramente normal que había visto en su vida.
—Vaya, así que lograste salir de allí —dijo.
El Equipaje chasqueó la tapa.
—De acuerdo, pero… ¿qué viste? —preguntó el mago—. ¿Miraste hacia atrás?
El Equipaje no dijo nada. Por un momento, guardaron silencio, como dos guerreros que hubieran escapado de una carnicería y se hubieran detenido para recuperar el aliento y la cordura.
Rincewind rompió el silencio.
—Vamos, hay un fuego ahí dentro.
Se inclinó para palmear la tapa del Equipaje. Éste le lanzó un mordisco de irritación que casi le atrapa los dedos. La vida volvía a la normalidad.
* * *
El día siguiente amaneció claro, brillante y frío. El cielo se había convertido en una cúpula azul pegada sobre la blanca sábana del mundo, y el efecto general habría sido fresco y brillante como un anuncio de pasta dentífrica de no ser por el punto rosado que brillaba en el horizonte.
—Ahoda también ze ve dudante el día —dijo Cohen—. ¿Qué ez?
Miró fijamente a Rincewind, quien enrojeció.
—¿Por qué me mira todo el mundo? —replicó.
—No tengo ni idea, quizá se trate de un cometa, o algo así.
—¿Arderemos todos? —preguntó Bethan.
—¿Cómo quieres que lo sepa? Nunca he chocado contra un cometa.
Cabalgaban en fila por la brillante llanura nevada. El Pueblo Caballo, que parecía tener una elevada opinión de Cohen, les había proporcionado monturas e instrucciones para llegar hasta el río Smarl, a unos ciento cincuenta kilómetros en dirección Eje, donde, según Cohen, Rincewind y Dosflores podrían encontrar un barco que los llevara al Mar Circular. Había anunciado que los acompañaría por el bien de sus almorranas.
Bethan anunció rápidamente que ella también iría, por si Cohen quería que le untara algo.
Rincewind tenía la vaga sensación de que una especie de química estaba en marcha. Para empezar, Cohen había intentado peinarse la barba.
—Creo que está colada por ti —dijo.
Cohen suspiró.
—¡Zi yo tuvieda veinte añoz menoz!
—¿Sí?
—Tenddía zezenta y ziete.
—¿Y qué tiene que ver eso?
—Bueno…, ¿cómo puedo explicádtelo? Cuando eda joven, cuando me eztaba haciendo un nombde en el mundo, bueno, me guztaban laz mujedez peliddojaz y zalvajez.
—Ah.
—Luego me hice un poco mayod, y pdefedía a una mujed con el pelo dubio y el bdillo del mundo en zuz ojoz.
—Ah, ¿Sí?
—Pedo al hacedme aún máz viejo, le encontdé el guzto a laz mujedez modenaz y zenzualez.
Hizo una pausa. Rincewind aguardó.
—¿Y? —dijo al final—. ¿Qué buscas ahora en una mujer?
Cohen volvió hacia él un nublado ojo azul.
—Paciencia —respondió.
—¡No me lo puedo creer! —exclamó una voz tras ellos—. ¡Yo, cabalgando con Cohen el Bárbaro!
Era Dosflores. Desde por la mañana temprano había estado como un mono con la llave de una plantación de plátanos, tras descubrir que estaba respirando el mismo aire que el más grande héroe de todos los tiempos.
—¿Pod cazualidad me eztá tomando el pelo? —preguntó Cohen a Rincewind.
—No. Siempre es así.
Cohen se volvió en su silla. Dosflores le vio e hizo una profunda reverencia. Cohen se dio media vuelta con un gruñido.
—Tiene ojoz, ¿no?
—Sí, pero no le funcionan como al resto de la gente. Puedes creerme. Mira… bueno, sabes cómo era la yurta del Pueblo Caballo, donde estuvimos anoche, ¿no?
—Zí.
—¿No dirías que era un poco lóbrega, grasienta, y que olía como un caballo muy enfermo?
—Me padece una dezcdipción muy acedtada.
—Pues él no estaría de acuerdo. Diría que era una magnífica tienda bárbara, con trofeos de grandes bestias cazadas por guerreros de ojos torvos, y procedentes de los límites de la civilización y que olía a raras resinas y aceites robados de las caravanas que cruzaban los valles…, bueno, y así seguiría un rato. Lo digo en serio —añadió.
—¿Eztá loco?
—En cierto modo. Pero es un loco con mucho dinero.
—Ah, entoncez no eztá loco. Yo he vizto mucho mundo. Zi un hombde tiene mucho dinedo, no eztá loco, zólo ez excéntdico.
Cohen se volvió en su silla de nuevo. Dosflores le estaba contando a Bethan cómo el Bárbaro había derrotado él solo a los guerreros serpiente del señor brujo de S’Belinde, para después robar el diamante sagrado de la estatua gigante de Offler, el Dios Cocodrilo.
Una extraña sonrisa se dibujó entre las arrugas del rostro de Cohen.
—Si quieres, le digo que se calle —ofreció Rincewind.
—¿Ze calladía?
—La verdad, no.
—Puez déjale decid tontediaz —señaló Cohen.
Dejó caer la mano sobre la empuñadura de su espada, pulimentada por la garra de las décadas.
—Ademáz, me guztan zuz ojoz —añadió—. Tienen un campo de vizión de cincuenta añoz.
A un centenar de metros tras ellos, trotando con dificultades sobre la nieve blanda, iba el Equipaje. A él nadie le preguntaba nunca su opinión.
Al anochecer llegaron junto a unas extensas llanuras, y cabalgaron bajando por sombríos bosques de pinos a los que la tormenta de nieve sólo había llegado en forma de un fino polvillo. Era un paisaje de enormes rocas agrietadas, y valles tan estrechos y profundos que los días sólo duraban del orden de los veinte minutos. Una zona salvaje, azotada por el viento, de esas en las que uno espera encontrar…
—Tdollz —dijo Cohen olisqueando el aire.
Rincewind miró a su alrededor a la luz rojiza del anochecer. De pronto, rocas que hasta entonces le habían parecido completamente normales cobraron un sospechoso aspecto de vida. Sombras a las que no habría dedicado dos miradas empezaron a parecerle espantosamente habitadas.