La luz fantástica (Mundodisco, #2) – Terry Pratchett

Muerte estaba sentada a un lado de la gran mesa de juego situada en el centro de la habitación, y discutía con Hambre, Guerra y Peste. Dosflores fue el único que alzó la vista y advirtió la presencia de Rincewind.

—¡Eh! ¿Cómo has llegado aquí? —se asombró.

—Bueno, algunos dicen que el Creador tomó un puñado de…, ah, ya entiendo. Bueno, es un poco difícil de explicar, pero…

—¿Tienes al Equipaje?

La caja de madera empujó a Rincewind para pasar y se situó ante su propietario, quien abrió la tapa y hurgó en el interior hasta extraer un librito encuadernado en piel. Se lo tendió a Guerra, que aporreaba la mesa con un puño metido en un guantelete.

—Un resumen de las reglas —dijo—. Es bastante bueno, explica muy bien lo de la puntuación y como…

Muerte le arrebató el libro con una mano huesuda y fue pasando las páginas, haciendo caso omiso de la presencia de los dos hombres.

—De acuerdo —dijo—. Peste, abre otro mazo de cartas, voy a llegar al fondo de esto aunque muera en el intento, metafóricamente hablando, claro.

Rincewind agarró a Dosflores y lo sacó de la habitación. Echaron a correr pasillo abajo, con el equipaje trotando tras ellos.

—¿Qué estabais haciendo? —preguntó el mago.

—Bueno, tienen mucho tiempo libre, y pensé que les gustaría —jadeó Dosflores.

—¿El qué, jugar a las cartas?

—Es un juego especial. Se llama… —Titubeó. Los idiomas no eran su punto fuerte—. En vuestro lenguaje es un recipiente, generalmente de paja o mimbre, con dos asas, por ejemplo —concluyó—. Creo.

—¿Cesta? —aventuró Rincewind—. ¿Capazo?

—Sí, posiblemente.

Llegaron al vestíbulo, donde el gran reloj seguía afeitando segundos a las vidas del mundo.

—¿Y cuánto tiempo crees que los mantendrá ocupados?

—No estoy seguro —dijo pensativo—. Hasta que alguno llegue a los cinco mil puntos, supongo… ¡Qué reloj tan sorprendente!

—No intentes comprarlo —recomendó Rincewind—. No creo que les hiciera gracia en este lugar.

—¿Y qué lugar es éste, exactamente? —pregunto Dosflores, llamando al Equipaje y abriendo la tapa.

Rincewind miró alrededor. El vestíbulo estaba oscuro y desierto, las estrechas ventanas tenían hielo. Miró hacia abajo. El tenue cordón azul todavía estaba unido a su tobillo. Advirtió que Dosflores también tenía uno.

—Estamos, más o menos… informalmente muertos —dijo.

Fue la mejor explicación que se le ocurrió.

—Oh.

Dosflores siguió rebuscando.

—¿Eso no te preocupa?

—Bueno, las cosas se arreglarán al final, ¿no crees? Además, creo firmemente en la reencarnación. ¿En qué forma te gustaría volver?

—No quiero irme —replicó Rincewind con firmeza—. Venga, salgamos de… oh, no. Eso no.

Dosflores había sacado una caja de las profundidades del Equipaje. Era grande y negra, tenía un asa a un lado, una ventanita redonda en la parte delantera y una tira para que Dosflores pudiera colgársela del cuello, cosa que hizo.

Hubo un tiempo en que a Rincewind le había gustado mucho el iconoscopio. Contra toda experiencia, creía que el mundo era esencialmente comprensible, que si conseguía equiparse con las necesarias herramientas mentales podría quitarle la tapa y ver cómo funcionaba. Por supuesto, estaba completamente equivocado. El iconoscopio no captaba imágenes mediante el sistema de dejar que la luz cayera sobre papel especialmente tratado, como él había supuesto, sino gracias al método mucho más sencillo de encerrar dentro a un pequeño demonio con buen ojo para el color y mano rápida con el pincel. A Rincewind le había molestado mucho cuando se enteró.

—¡No hay tiempo para tomar imágenes! —siseó.

—No tardaré nada —replicó Dosflores con firmeza.

Dio unos golpecitos en el costado de la caja. Una puertecita se abrió y el duende asomó la cabeza.

—¡Infiernos! —exclamó—. ¿Dónde estamos?

—No importa —respondió Dosflores—. Me parece que lo primero es el reloj.

El demonio entrecerró los ojos.

—Mala luz —señaló—. Tres malditos años a f8, si quieres saber mi opinión.

Cerró la puertecilla de golpe. Un segundo más tarde oyeron el sonido del diminuto taburete arrastrado hacia el caballete.

Rincewind apretó los dientes.

—¡No necesitas tomar imágenes! ¡Puedes recordarlo de memoria! —gritó.

—No es lo mismo —respondió Dosflores con tranquilidad.

—¡Es mejor! ¡Es más real!

—No, de verdad. En los años venideros, cuando esté sentado junto al fuego…

—¡Si no salimos de aquí, te sentarás en el fuego eternamente!

—Oh, espero que no os vayáis.

Los dos se volvieron. Ysabell estaba de pie bajo el arco, con una leve sonrisa. Llevaba en la mano una guadaña, una guadaña cuya hoja tenía un filo de todos conocido. Rincewind trató de no mirarse el cordón azul del tobillo. Una chica que tuviera una guadaña no debería sonreír de aquella manera tan desagradable, sagaz y ligeramente trastornada.

—Mami está un poco ocupada ahora mismo, pero estoy segura de que ni se le ocurriría dejaros partir así —añadió—. Además, no tengo a nadie con quien hablar.

—¿Quién es ésta? —quiso saber Dosflores.

—Pues, más o menos, vive aquí —murmuró Rincewind—. Más o menos, es una chica —añadió.

Agarró a Dosflores por el hombro e intentó deslizarse imperceptiblemente hacia la puerta que daba al frío y oscuro jardín. No lo consiguió, sobre todo porque Dosflores no era el tipo de persona que capta las sutilezas del lenguaje, y además nunca comprendía que una amenaza pudiera estar dirigida a él.

—Encantado, mucho gusto —dijo—. Tenéis una casa muy bonita. El efecto barroco es muy interesante, con tantos huesos y cráneos.

Ysabell sonrió. Si la Muerte se retira alguna vez del negocio familiar, pensó Rincewind, esta chica lo hará aun mejor que ella…, está como una cabra.

—Sí, pero tenemos que irnos —dijo en voz alta.

—No, no, ni hablar —insistió Ysabell—. Tenéis que quedaros y contarme cosas sobre vosotros. Hay mucho tiempo, y esto es tan aburrido…

Se lanzó hacia un lado y blandió la guadaña contra las brillantes hebras. El instrumento chilló en el aire como un gato castrado… y se detuvo bruscamente.

Se oyó un crujido de madera. El Equipaje había cerrado su tapa de golpe sobre la hoja.

Dosflores miró atónito a Rincewind. Y el mago, con deliberación y una cierta satisfacción, le dio un puñetazo en la mandíbula. Recogió al hombrecillo cuando cayó hacia atrás, se lo echó a un hombro y salió corriendo.

Las ramas le azotaron en el jardín iluminado por las estrellas, cosas pequeñas, peludas y probablemente horribles se espantaron cuando corrió desesperadamente a lo largo del tenue cordón de fuerza vital que brillaba de manera escalofriante sobre la hierba helada.

Tras él, en el edificio, resonó un chillido estridente de disgusto y rabia. Esquivó como pudo un árbol y aceleró.

Recordaba que, en algún lugar, había un camino. Pero en aquel laberinto de sombras y luz plateada, teñido ahora de rojo a medida que la terrible estrella nueva dejaba sentir su presencia incluso en el mundo de ultratumba, nada tenía una apariencia normal. De todos modos, el cordón de fuerza vital parecía ir en dirección equivocada.

Oyó un sonido de pasos tras él. Rincewind jadeaba por el esfuerzo. Los pasos parecían pertenecer al Equipaje, y en aquel momento no quería enfrentarse con el maldito baúl: éste podía haber interpretado mal el hecho de que golpeara a su amo, y por lo general mordía a la gente que no le gustaba. Rincewind nunca había tenido valor para preguntar adónde iban cuando la pesada tapa se cerraba sobre ellos, pero lo que sabía con seguridad era que no estaban allí cuando volvía a abrirse.

En realidad, no tenía motivos para preocuparse. El Equipaje le adelantó con facilidad, sus patitas un borrón de movimiento. Le pareció que el trasto se concentraba intensamente en correr, como si tuviera alguna noción de lo que le perseguía y no le gustara la idea en absoluto.

No mires atrás, se recordó Rincewind. A lo mejor las vistas no son buenas.

El Equipaje se precipitó contra unos arbustos y desapareció.

Un momento más tarde, Rincewind comprendió por qué. Se había precipitado por el borde del saliente, y caía hacia el gran agujero de abajo, al fondo del cual había una tenue luz roja. Los dos brillantes cordones azules que partían de Rincewind y Dosflores se dirigían hacia allí.

Se detuvo, inseguro, aunque esto no es del todo exacto, porque tenía una certeza absoluta sobre muchas cosas, como por ejemplo de que no quería saltar, de que no quería enfrentarse con lo que les perseguía, de que en el mundo espiritual Dosflores era muy pesado, y de que había cosas peores que estar muerto.

—Nombra dos —murmuró.

Y saltó.

Unos segundos más tarde, los jinetes llegaron y no se detuvieron en el borde rocoso, sino que siguieron cabalgando sobre la nada.

La Muerte miró hacia abajo.

—Esto siempre me molesta —dijo—. Tendría que instalar una puerta giratoria.

—¿Qué querrían? —se preguntó Peste.

—A mí que me registren —replicó Guerra—. Pero no está mal el jueguecito.

—Cierto —asintió Hambre—. Muy absorbente.

—Tenemos tiempo para otra ronda —señaló la Muerte.

—Partida —corrigió Guerra.

—¿Qué cosa está partida?

—Digo que se llaman partidas.

—Eso, partida —asintió la Muerte. Alzó la vista hacia la nueva estrella, como si no comprendiera muy bien lo que significaba—. Creo que tenemos tiempo —repitió, algo insegura.

* * *

En otro punto de esta narración se ha mencionado ya el pequeño intento efectuado en el Disco de inyectar un poco de fidedignidad a las narraciones, y el hecho de que los poetas debían abstenerse bajo pena de…, bueno, de severas penas…, de ir por ahí parloteando acerca de riachuelos cantarines y amaneceres aterciopelados. Sólo podían hablar de rostros capaces de botar mil barcos en caso de que estuvieran en condiciones de presentar los correspondientes certificados portuarios.

Por tanto, en señal de respeto a esta tradición, no diremos que Rincewind y Dosflores se precipitaron del cielo como rayos en la oscuridad surcando las dimensiones, ni que se oyó un sonido como el tañir de una gigantesca campana, ni que todas sus vidas les pasaron ante los ojos (en cualquier caso, la vida de Rincewind le había pasado ante los ojos tantas veces que podía echarse una siestecita durante los trozos aburridos), ni que el universo se cerró sobre ellos como una gigantesca gelatina.

En cambio, dado que ha sido comprobado experimentalmente, diremos que se oyó un ruido como el de una regla de madera al ser golpeada fuertemente con un diapasón do sostenido, posiblemente si bemol, y que hubo una repentina sensación de quietud absoluta.

Eso es porque estaban absolutamente quietos, y porque estaba absolutamente oscuro.

Rincewind se dio cuenta de que algo había ido mal.

En aquel momento vio el tenue rastro azulado frente a él.

Volvía a estar dentro del Octavo. Se preguntó qué sucedería si alguien abría el libro. ¿Aparecerían Dosflores y él como una ilustración en color?

Decidió que, probablemente, no. El Octavo en que se encontraban era algo bastante diferente del simple libro encadenado a su atril de la Universidad Invisible, el cual no era más que una representación tridimensional de una realidad multidimensional y…

Alto ahí, pensó. Yo no pienso así. ¿Quién está pensando por mí?

—Rincewind —susurró una voz como el crepitar de páginas antiguas.

—¿Quién? ¿Yo?

—Claro que tú, maldito imbécil.

Una chispa de desafío brilló por un instante en el maltratado corazón de Rincewind.

—¿Qué, os habéis acordado ya de cómo comenzó el universo? —dijo con tono antipático—. ¿Fue el Carraspeo, o el Aliento Contenido, o el Rascarse la Cabeza Intentando Recordarlo, Lo Tenía en la Punta de la Lengua?

—Hazte un favor, recuerda dónde te encuentras —siseó otra voz, seca como la leña.

Parecía imposible sisear toda una frase en la que sólo había una s, pero la voz hizo un buen trabajo.

—¿Recordar dónde me encuentro? ¿Recordar dónde me encuentro? —gritó Rincewind—. Claro que recuerdo dónde me encuentro, me encuentro dentro de un maldito libro hablando con un montón de voces que no veo, ¿por qué crees que grito?

—Supongo que te estarás preguntando por qué te hemos traído aquí otra vez —dijo una voz junto a su oreja.

—No.

—¿No?

—¿Qué ha dicho? —preguntó otra voz incorpórea.

—Ha dicho que no.

—¿De verdad ha dicho que no?

—Sí.

—Oh.

—¿Por qué?

—Esta clase de cosas me pasan constantemente —explicó Rincewind—. En un momento dado me estoy cayendo por el borde del mundo, al siguiente estoy dentro de un libro, luego volando sobre una roca, después viendo cómo la Muerte aprende a jugar a la Cesta o al Capazo o a lo que sea, ¿por qué demonios me voy a preguntar nada?

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