Los magos mayores del Mar Circular no sonreían en absoluto. Empezaban a ser conscientes de que se enfrentaban con algo completamente nuevo y temible: un joven al mando.
En realidad, ninguno sabía con exactitud la edad de Trymon, pero su escaso pelo era todavía negro, y su piel tenía un aspecto cerúleo tal que, con mala luz, cualquiera hubiera dicho que estaba en la flor de la juventud.
Los seis jefes de las Ocho Órdenes que habían sobrevivido estaban sentados junto a una mesa larga, brillante, nueva, situada en lo que había sido el estudio de Galder Ceravieja, y todos se preguntaban qué tenía Trymon para que todos sintieran aquellos deseos de patearle.
No era porque fuese ambicioso y cruel. Las personas crueles eran estúpidas, todos sabían bien como utilizar a las personas crueles, y cómo hacer buen uso de las ambiciones. Uno no era mago de Octavo Nivel durante mucho tiempo a menos que fuera experto en una especie de judo mental.
No era porque fuese sanguinario, hambriento de poder o especialmente malvado. En un mago, estas cosas no son necesariamente defectos. En general, los magos no eran más malvados que el comité de selección de cualquier club exclusivo, por poner un ejemplo, y cada uno había llegado al máximo en su profesión vocacional siguiendo la regla básica de aprovechar siempre, siempre, las debilidades de sus adversarios.
No era porque fuese extraordinariamente sabio. Todos los magos se autoconsideraban unos fuera de serie en lo que a sabiduría se refiere; era parte del trabajo.
No era siquiera porque tuviese carisma. Ellos reconocían el carisma a primera vista, y Trymon tenía tanto como un huevo de pato.
En realidad, era por eso…
No era bueno, malo o cruel en extremo más que en un aspecto: había elevado la anodinidad a la categoría de arte, y cultivaba una mente tan monótona y despiadada como las pendientes del infierno.
Y lo más extraño era que todos y cada uno de los magos, quienes en el curso de su trabajo habían conocido a más de una entidad con aliento de fuego, alas de murciélago y garras de tigre en la intimidad de un octograma mágico, nunca se habían sentido tan incómodos como cuando, diez minutos más tarde, Trymon entró en la habitación.
—Siento llegar tarde, caballeros —mintió frotándose las manos enérgicamente—. Hay tantas cosas que hacer, tanto que organizar…, sé que lo comprendéis.
Los magos se miraron de soslayo mientras Trymon se sentaba a la cabecera de la mesa y repasaba ajetreadamente algunos papeles.
—¿Qué le pasó a la silla del viejo Galder, la de los brazos de león y patas de pollo? —preguntó Jiglad Wert.
Había desaparecido, junto con la mayor parte del mobiliario conocido, y en su lugar había varias sillas bajas de cuero que parecían increíblemente cómodas hasta que llevabas cinco minutos sentado en ellas.
—¿Ésa? Oh, la mandé quemar —respondió Trymon sin alzar la vista.
—¿Quemar? ¡Pero si era un artefacto mágico de incalculable valor, una auténtica…!
—Me temo que no era más que un trasto —interrumpió Trymon obsequiándole con una fugaz sonrisa—. Estoy seguro de que los auténticos magos no necesitan esas cosas. Ahora, si nos podemos centrar en los asuntos del día…
—¿Qué es este papel? —preguntó Jiglad Wert, de los Burlones, sacudiendo el documento que le habían puesto delante, y agitándolo con más fuerza si cabe porque su propia silla, allá en su confortable y atestada torre, era aún más ornada que la de Galder.
—Es una agenda, Jiglad —explicó Trymon con paciencia.
—¿Y para qué vale una agenda?
—No es más que una lista de las cosas sobre las que tenemos que discutir. Se trata de algo muy sencillo, lamento que te parezca…
—¡Jamás había necesitado una!
—Creo que si la has necesitado, lo que pasa es que no la has usado —dijo Trymon con la voz cargada de razonabilidad.
Wert titubeó.
—Bueno, muy bien —asintió malhumorado, mirando a los reunidos en busca de apoyo—. Pero ¿qué dice aquí de…? —Escudriñó la escritura más de cerca—. «Sucesor de Grishald Spold.» Será el viejo Runlet Vard, ¿no? Lleva años esperando.
—Sí, pero… ¿es apto? —señaló Trymon.
—¿Cómo?
—Estoy seguro de que todos comprendemos bien la importancia de una dirección apropiada —siguió Trymon—. Bueno, Vard es… digno, por supuesto, a su manera, pero…
—Eso no es asunto nuestro —intervino otro de los magos.
—No, pero podría serlo —insistió Trymon.
Se hizo el silencio.
—¿Interferir en los asuntos de otra Orden? —dijo al final Wert.
—Por supuesto que no —negó Trymon—. Sólo sugiero que podríamos ofrecer… consejo. Pero lo discutiremos más adelante…
Los magos jamás habían oído las palabras «poder de base», de lo contrario Trymon no se habría salido con la suya. Pero el simple hecho de ayudar a otros a conseguir poder, aunque fuera para fortalecerse uno mismo, les resultaba una noción desconocida. Por lo que a ellos respectaba, cada mago se defendía por su cuenta. Olvídense de las entidades paranormales hostiles, un mago ambicioso tenía más que suficiente con luchar con los enemigos que encontraba dentro de su propia orden.
—Creo que antes de nada debemos considerar el asunto de Rincewind —dijo Trymon.
—Y el de la estrella —señaló Wert—. La gente se empieza a dar cuenta.
—Sí, y dicen que nosotros deberíamos hacer algo —intervino Lumuel Panter, de la Orden de Medianoche—. ¿Qué, me pregunto yo?
—Oh, eso es fácil —dijo Wert—. Opinan que deberíamos leer el Octavo. Es lo que dicen siempre. ¿Las cosechas son malas? Leed el Octavo. ¿Las vacas enferman? Leed el Octavo. Los Hechizos lo arreglarán todo.
—Puede que tengan parte de razón —dijo Trymon—. Mi… eh… difunto predecesor hizo un amplio estudio sobre el Octavo.
—Como todos nosotros —replicó Panter con brusquedad—. Pero ¿de qué sirve? Los Ocho Hechizos tienen que funcionar a la vez. Oh, sí, acepto que si todo lo demás falla lo intentemos, pero hay que pronunciar los Ocho a la vez…, y uno de ellos está en la cabeza de Rincewind.
—Y no le encontramos —asintió Trymon—. Ésa es la cuestión, ¿verdad? Estoy seguro de que todos lo hemos intentado, cada uno por nuestra cuenta.
Los magos se miraron unos a otros, avergonzados.
—Sí. Muy bien —dijo al final Wert—. Las cartas sobre la mesa. Yo no soy capaz de localizarle.
—Yo he intentado técnicas de adivinación —dijo otro—. Nada.
—Yo he enviado a unos espíritus conocidos en su busca —afirmó un tercero.
Todos los demás se incorporaron. Si se trataba de confesar errores, al menos se encargarían de dejar bien claro que habían fracasado heroicamente.
—¿Nada más? Yo he enviado demonios.
—Yo he mirado en el Espejo de Vigilancia.
—Anoche lo busqué en las Runas de M’haw.
—Quiero que quede constancia de que yo he probado las Runas, el Espejo, y además las entrañas de un muchaspatas.
—Yo he hablado con las bestias del campo y las aves del cielo.
—¿Algún resultado?
—No.
—Bueno, yo he interrogado a los mismísimos huesos de la tierra, a las piedras profundas y a las montañas de más allá.
Se hizo un silencio gélido. Todos miraron al mago que acababa de hablar. Era Ganmack Arbolhallet, de los Venerables Videntes, quien se removió inquieto en su asiento.
—Sí, con campanas, supongo —dijo alguien.
—No he dicho que respondieran, ¿verdad?
Trymon miró a los presentes.
—Yo he enviado a alguien a buscarle —dijo.
Wert lanzó un bufido despectivo.
—No se puede decir que eso funcionara muy bien las dos últimas veces.
—Porque siempre nos apoyamos en la magia, pero es obvio que Rincewind tiene algún tipo de protección que le esconde de eso. Lo que no puede esconder son sus huellas.
—¿Has enviado a un rastreador?
—En cierto modo.
—¿A un héroe?
Wert se las arregló para poner mucha intención en una sola palabra. En otro universo, el mismo tono de voz habría empleado un sureño para decir «maldito yanqui».
Los magos miraron a Trymon boquiabiertos.
—Sí —asintió éste con tranquilidad.
—¿Con qué autoridad? —exigió saber Wert.
Trymon volvió sus ojos grises hacia él.
—Con la mía. No necesito otra.
—¡Esto es…, esto es muy irregular! ¿Desde cuándo los magos necesitan contratar a héroes para que les saquen las castañas del fuego?
—Desde que los magos descubrieron que la magia no funcionaba.
—Una demora temporal, nada más.
Trymon se encogió de hombros.
—Es posible —dijo—, pero no tenemos tiempo para averiguarlo. Demostradme que me equivoco. Encontrad a Rincewind con espejos mágicos o hablando con los pájaros. Pero, en cuanto a mí, tengo intención de ser sensato. Y los hombres sensatos hacen lo que es necesario en cada momento.
Es un hecho bien conocido que los guerreros y los magos no se llevan bien, porque un bando considera que el otro es una colección de imbéciles sanguinarios que no pueden caminar y pensar al mismo tiempo, mientras que el segundo sospecha por naturaleza de un conjunto de hombres que hablan entre dientes y llevan vestidos largos. Oh, bueno, dicen los magos…, si nos ponemos así, ¿qué hay de todos esos collares de tachuelas y músculos aceitados en la Asociación de Jóvenes Paganos? A lo cual los héroes replican: Mira quién fue a hablar, un puñado de blandengues que ni siquiera se atreven a acercarse a una mujer, ¿y por qué?, ja, porque dicen que su poder místico quedará mermado. Esto ya es demasiado, dicen los magos, estamos hartos de vosotros y de vuestros morrales de piel. ¿Ah, sí?, dicen los héroes, ¿y por qué no…? Etcétera, etcétera. Este tipo de situación había durado siglos, y provoco unas cuantas batallas importantes de resultas de las cuales grandes territorios quedaron inhabitables por culpa de los armónicos mágicos.
De hecho, el héroe que en aquellos mismos momentos galopaba hacia las Llanuras del Vértice nunca se había metido en esa clase de disputas, porque no se las tomaba en serio, pero sobre todo porque este héroe en concreto era una heroína. Una heroína pelirroja.
Por cierto, en esta clase de cosas existe la tendencia de mirar por encima del hombro del dibujante que está haciendo la cubierta y empezar a hablar sobre cuero, botas hasta los muslos y espadas desnudas.
Adjetivos como «llenos», «redondos» e incluso «vivaces» empiezan a colarse en la narración hasta que el escritor tiene que darse una ducha fría y acostarse un rato.
Lo cual es bastante estúpido, porque ninguna mujer que se gane la vida con su espada va a ir por ahí con aspecto de haberse escapado de un catálogo de lencería de esos que se envían por correo y en sobres discretos.
Oh, bueno, muy bien. Lo que debe quedar bien claro es que aunque Herrena estaría imponente tras un buen baño, una manicura intensiva y lo mejor de la Woo Hun Lenz, Productos Exóticos y Artes Marciales, en la Calle Héroes, ahora mismo tenía la sensatez de vestir una ligera cota de malla, botas blandas y una espada corta.
De acuerdo, quizá las botas fueran de cuero. Pero no negras.
Junto a ella cabalgaban gran número de hombres atezados que con toda seguridad morirían antes de mucho tiempo, así que no es esencial que los describamos. Baste decir que no tenían nada de «vivaces».
Bueno, si os apetece pueden ir vestidos de cuero.
Herrena no estaba muy contenta con ellos, pero eran lo único que había conseguido contratar en Morpork. Muchos de los ciudadanos se habían marchado ya de la ciudad para refugiarse en las colinas, aterrados ante la nueva estrella.
Pero Herrena cabalgaba hacia las colinas por una razón muy diferente. Hacia la Periferia de las Llanuras estaban las yermas Montañas Huesodetroll. Herrena, que durante muchos años se había ganado la incomparable igualdad de oportunidades que sólo consiguen las mujeres capaces de hacer cantar a una espada, estaba confiando en sus instintos.
Tal como se lo había descrito Trymon, ese Rincewind era una rata, y a las ratas les gusta estar a cubierto. De cualquier manera las montañas estaban muy lejos de Trymon y, pese a que ahora era su jefe, eso alegraba a Herrena. El tipo tenía unos modales que le hacían sentir cosquillas en los puños.
* * *
Rincewind sabía que debería estar aterrado, pero le resultaba difícil porque, aunque no era consciente de ello, las emociones como el pánico, el terror y la furia tienen mucho que ver con cosas segregadas por glándulas, y todas las glándulas de Rincewind se habían quedado en su cuerpo.
No estaba muy seguro sobre dónde se encontraba su cuerpo real, pero cuando miró hacia abajo vio una fina hebra azul que salía de lo que en beneficio de la cordura seguiría llamando su tobillo, y se perdía en la oscuridad que le rodeaba. Parecía razonable suponer que su yo físico se encontraba al otro extremo.