—Por si a alguien le interesa —intervino otra voz crepitante a la izquierda de Rincewind—, todos estáis en un error. En el principio fue el Carraspeo… luego el Verbo…
—El Lodo, si no os importa…
—Y me pareció que estaba pasado, me acuerdo perfectamente…
Hubo una pausa. Luego intervino una voz cautelosa.
—Bueno, fuera lo que fuera, lo recordamos con claridad.
—Ciertamente.
—Desde luego.
—Y nuestra misión es que no le suceda nada malo, Rincewind.
Rincewind entrecerró los ojos para escudriñar en la oscuridad.
—¿Tendríais la amabilidad de explicarme de qué habláis?
Se oyó un suspiro como el crujir del papel.
—Bravo por las metáforas —dijo una de las voces—. Mira, es muy importante que cuides bien del Hechizo que llevas en la cabeza y lo traigas con nosotros en el momento adecuado, ¿comprendes? Para que podamos ser pronunciados a su debido tiempo. ¿Entendido?
¿Para que podamos ser pronunciados?, pensó Rincewind.
Y entonces se dio cuenta de lo que era el rastro en el aire: escritura en una página, pero vista desde abajo.
—¿Estoy dentro del Octavo? —pregunto.
—En cierta manera metafísica —respondió una de las voces en tono informal.
Se le acercó. Rincewind advirtió el crujido seco delante de su nariz…
Echó a correr.
* * *
El solitario punto rojo brillaba en el tapiz de oscuridad. Trymon, quien todavía llevaba la túnica ceremonial tras su investidura como director de la Orden, no podía evitar la sensación de que había crecido un poco mientras lo miraba. Se apartó de la ventana con un escalofrío.
—¿Y bien? —inquirió.
—Es una estrella —dijo el profesor de astrología—. Creo.
—¿Crees?
El astrólogo parpadeó. Estaban en el observatorio de la Universidad Invisible, y el puntito rojizo del horizonte no le daba peor espina que su nuevo jefe.
—Bueno, verás, siempre hemos pensado que las estrellas son muy similares a nuestro sol…
—¿Bolas de fuego con dos kilómetros de anchura?
—Sí. Pero esta nueva es…, bueno, grande.
—¿Más grande que el sol? —preguntó Trymon.
Siempre le había parecido que una bola de fuego con dos kilómetros de anchura era bastante impresionante, aunque desaprobaba las estrellas por principio: le daban al cielo un aspecto desaseado.
—Mucho más grande —asintió el astrólogo lentamente.
—¡Quizá más grande que la cabeza de Gran A’Tuin?
El astrólogo parecía muy desdichado.
—Más grande que Gran A’Tuin y el Disco juntos —respondió—. Lo hemos comprobado —añadió rápidamente—. Estamos bastante seguros.
—Eso es ser muy grande —asintió Trymon—. Incluso se me ocurre la palabra «enorme».
—Gigantesco —aceptó el astrólogo rápidamente.
—Mmm.
Trymon paseó por el amplio suelo de mosaico del observatorio, que estaba adornado con el zodíaco del Disco. Había sesenta y cuatro signos, desde Wezen, el Canguro de dos Cabezas, a Gahoolie, el Jarrón de Tulipanes (una constelación de gran importancia religiosa cuyo significado, por desgracia, se ha perdido).
Se detuvo en la baldosa azul y dorada de Mubbo la Hiena, y se volvió de repente.
—¿Vamos a chocar contra ella? —pregunto.
—Eso me temo, señor —respondió el astrólogo.
—Mmm.
Trymon dio unos cuantos pasos más, mesándose la barba con gesto pensativo. Se detuvo en la encrucijada entre Okjock el Vendedor y la Chirivía Celestial.
—No soy experto en estos asuntos —dijo—, pero tengo la sensación de que eso no nos hará ningún bien.
—No, señor.
—¿Son muy calientes las estrellas?
El astrólogo tragó saliva.
—Sí, señor.
—¿Nos abrasaremos?
—Al final, sí. Por supuesto, antes de eso habrá discomotos, olas gigantescas, disrupción gravitacional, y probablemente la atmósfera se separará del Disco.
—Ah. En pocas palabras, una desorganización absoluta.
El astrólogo titubeó y se rindió.
—Podría decirse así, señor.
—¿Cundiría el pánico?
—Me temo que durante muy poco tiempo.
—Mmm —dijo Trymon, que acababa de pasar sobre la Puerta Quizá y orbitaba suavemente hacia la Vaca Celestial.
Entrecerró los ojos para mirar de nuevo hacia el brillo rojo del horizonte. Pareció tomar una decisión.
—No encontramos a Rincewind —comento—. Y si no encontramos a Rincewind, no encontramos el último hechizo del Octavo. Pero pensamos que hay que leer el Octavo para impedir la catástrofe… si no, ¿para qué lo habría dejado aquí el Creador?
—Quizá fue un despiste —sugirió el astrólogo.
Trymon le miró.
—Las demás Órdenes están registrando todas las tierras entre ésta y el Eje —siguió, contando los puntos con los dedos—, porque parece imposible que un hombre pueda entrar volando en una nube y no salir…
—A menos que la nube estuviera llena de rocas —dijo el astrólogo en un intento retorcido, y bastante fracasado, de animar la situación.
—Pero tuvo que descender… en alguna parte. ¿Dónde? Eso es lo que nos preguntamos.
—¿Dónde? —asintió lealmente el astrólogo.
—E inmediatamente se nos ocurrió un curso de acción.
—Ah —dijo el astrólogo, tratando de mantenerse a la altura del mago mientras éste pasaba por encima de los Dos Primos Gordos.
—¿Que, por supuesto, fue…?
El astrólogo alzó la vista, con unos ojos tan grises e imperturbables como el acero.
—Mmm… ¿dejar de buscar? —aventuró.
—¡Exacto! Utilizamos los dones que nos ha dado el Creador; miramos hacia abajo, ¿y qué vemos?
El astrólogo gimió para sus adentros. Miró hacia abajo.
—¿Baldosas? —aventuró.
—Baldosas, sí, que juntas ¿son…?
—¿El zodíaco? —intentó el astrólogo, un hombre desesperado.
—¡Exacto! ¡Por tanto, no tenemos más que hacer el horóscopo de Rincewind, y sabremos dónde está con precisión!
El astrólogo sonrió como alguien que hubiera estado bailando claqué sobre arenas movedizas y sintiera la presión de la roca firme bajo sus pies.
—Necesito saber el lugar y hora exactos de su nacimiento —dijo.
—Eso es fácil. Los copié de los archivos de la universidad antes de venir.
El astrólogo estudió las notas, y frunció el ceño. Cruzó la habitación y abrió un ancho cajón lleno de mapas. Volvió a leer las notas. Eligió un par de complicados compases e hizo algunos pases sobre los mapas. Cogió un pequeño astrolabio de latón y lo hizo girar cuidadosamente. Silbó entre dientes. Tomó un trozo de tiza y garabateó algunos números en una pizarra.
Entretanto, Trymon había estado contemplando la estrella. La leyenda de la pirámide de Camis-Het, pensó, dice que quien pronuncie los Ocho Hechizos juntos cuando el Disco esté en peligro, obtendrá lo que más desee. ¡Y ese momento llegará pronto!
Y pensó: Recuerdo a Rincewind, ¿no era aquel chico torpe que siempre quedaba el último de la clase en los entrenamientos? No tenía ni un hueso de mago en el cuerpo. Que me lo dejen un momento, ya veremos si no podemos conseguir los ocho…
—Oh, cielos —masculló el astrólogo conteniendo el aliento—. La verdad, esto es un poco extraño —dijo.
—¿Como cuánto de extraño?
—Nació bajo el signo del Pequeño Grupo Aburrido de Estrellas Tenues, que, como sabes, se encuentra entre el Ante Volador y la Cadena Llena de Nudos. Se dice que ni los más ancianos pudieron decir nada interesante sobre ese signo, el cual…
—Sí, sí, continúa —dijo Trymon, irritable.
—Es el signo que se suele asociar tradicionalmente a los fabricantes de tableros de ajedrez, vendedores de cebollas, manufacturadores de imágenes religiosas menores y personas alérgicas al peltre. No es ni con mucho el signo para un mago. Y en el momento de su nacimiento, la sombra de Cori Celesti…
—No me interesan los detalles mecánicos —gruñó Trymon—. Limítate a darme su horóscopo.
El astrólogo, que se lo había estado pasando bastante bien, suspiró e hizo unos cálculos adicionales.
—Muy bien —asintió—. Dice lo siguiente: «Hoy es un buen día para conseguir nuevos amigos. Harás una buena obra que tendrá consecuencias imprevistas. No hagas enfadar a ningún druida. Pronto emprenderás un viaje muy extraño. Tu comida de la suerte son los pepinos. Alguien te apuntará con un cuchillo, probablemente no llevará buenas intenciones. Posdata: lo del druida iba en serio.»
— ¿Druidas? —dijo Trymon, pensativo—. Quizá…
* * *
— ¿Te encuentras bien? —preguntó Dosflores. Rincewind abrió los ojos.
El mago se incorporó apresuradamente y agarró a Dosflores por la camisa.
—¡Quiero marcharme de aquí! —exclamó desesperado—. ¡Ahora mismo!
—¡Pero si va a haber una antigua y tradicional ceremonia!
—¡Me importa un rábano lo antigua que sea! Sólo quiero sentir bajo mis pies piedras como deben ser. ¡Quiero el olor familiar del césped, quiero ir donde haya montones de gente, hogueras, tejados, muros y cosas maravillosas de ese tipo! ¡Quiero irme a casa!
Descubrió de repente que añoraba con desesperación las calles contaminadas y llenas de humo de Ankh-Morpork, que siempre tenía su mejor momento en primavera, cuando el brillo gomoso en las aguas del río Ankh mostraba una iridiscencia especial, y el aire se llenaba de trinos de pájaros, o al menos de pájaros tosiendo al unísono.
Una lágrima le asomó a la comisura de un ojo cuando recordó el sutil juego de luces en el Templo de los Dioses Menores, un famoso local de la ciudad, y se le hizo un nudo en la garganta al pensar en el encantador tenderete de pescado en la conjunción de la Calle Estercolero y la Calle de los Artesanos Hábiles. Pensó en los pepinillos que se vendían allí, grandes objetos verdes en el fondo de sus recipientes, como ballenas ahogadas. Llamaban a Rincewind desde muchos kilómetros de distancia, prometiendo presentarle a los huevos en salmuera del recipiente de al lado.
Pensó en los confortables establos y en las cálidas tabernas donde solía pasar sus noches. A veces, como un idiota, había lamentado aquel tipo de vida. Por increíble que pareciera, en ocasiones la había encontrado aburrida.
Y ya tenía bastante. Volvía a casa. «Ya voy, pepinillos en vinagre…»
Empujó a Dosflores a un lado, se arregló la desastrada túnica con gran dignidad, miró hacia el punto del horizonte donde suponía que estaba su ciudad natal y, con gran decisión y considerable despiste, dio un paso más allá del borde de un trilito de diez metros.
Unos diez minutos más tarde, cuando un Dosflores preocupado y bastante contrito le sacó del gran ventisquero al pie de las rocas, su expresión no había cambiado. Dosflores le miró.
—¿Te encuentras bien? —dijo—. ¿Cuántos dedos tengo extendidos?
—¡Quiero irme a casa!
—Muy bien.
—No, no intentes convencerme de lo contrario, ya he tenido bastante, me gustaría decir que ha sido divertido, pero mentiría, así que…, ¿cómo?
—He dicho que muy bien —repitió Dosflores—. La verdad es que me gustaría volver a ver Ankh-Morpork. Supongo que ya habrán adelantado mucho en la reconstrucción.
Conviene aclarar aquí que la última vez que los dos vieron la ciudad, ésta ardía por los cuatro costados, lo cual tenía mucho que ver con el hecho de que Dosflores presentara el concepto de las pólizas de seguros contra incendios a una población disculpable, pero ignorante. Sin embargo, los incendios devastadores eran cosa usual en la vida morporkiana, y la ciudad ya había sido reconstruida alegre y meticulosamente, usando los materiales tradicionales de la zona: madera bien seca y paja impermeabilizada con brea.
—Oh —dijo Rincewind, desinflándose un poco—. Oh, bien. Entonces, de acuerdo. Perfecto. Lo mejor será que nos pongamos en marcha ya.
Se puso en pie trabajosamente y se sacudió la nieve.
—Sólo que, en mi opinión, deberíamos esperar hasta mañana por la mañana —añadió Dosflores.
—¿Por qué?
—Bueno, porque hace un frío que pela, no sabemos dónde estamos, el Equipaje se ha perdido, está anocheciendo y…
Rincewind se detuvo. En los profundos desfiladeros de su mente, le pareció oír el lejano crepitar del papel viejo. Tenía la horrible sensación de que sus sueños iban a ser muy reiterativos de ahora en adelante, y él tenía mejores cosas que hacer que quedarse recibiendo las broncas de un montón de hechizos viejos que ni siquiera se ponían de acuerdo sobre cuál fue el origen del universo…
—¿Qué cosas? —preguntó una vocecilla seca en el fondo de su cerebro.
—Oh, cállate —dijo.
—Sólo he dicho que hace un frío que pela y… —empezó Dosflores.
—No te decía a ti. Me decía a mí.
—¿Cómo?
—Oh, cállate —dijo Rincewind, cansado—. Supongo que por aquí no habrá nada para comer…
Las gigantescas piedras aparecían negras y amenazadoras contra la luz moribunda del ocaso. El circulo interior estaba lleno de druidas que correteaban a la luz de las hogueras y sintonizaban los periféricos de una computadora pétrea, cosas parecidas a cráneos de carneros colocados sobre pértigas y decorados con muérdago, banderillas adornadas con serpientes retorcidas, cosas por el estilo. Más allá de los círculos de fuego se había reunido bastante gente: las verbenas druidas siempre eran populares, sobre todo cuando las cosas iban mal.