Pero una madre es una madre. Inaê, mirando la muerte, repartió el collar.
Así se fortalecieron los poderes milagrosos de la niña. Una aureola de prestigio y respeto por su sabiduría la acompañó toda su larga vida. A ella se acudía en peregrinación, desde los más lejanos confines del país hasta su humilde rancho cerca del Cerro de las Cuentas, para que atendiera enfermos, partos difíciles, males de amor y formas de bien morir.
Se la vio a caballo muchísimo después, de blanca divisa en la frente, en los campamentos de Aparicio Saravia. Le pidió al caudillo que no se acercara a Masoller, pues «lo iba siguiendo una bala, asegún entendí de una milonga que me trajo el viento». Así habló la nieta de Soledad, pero Saravia no la escuchó.
Dicen que el medio collar de dientes de jaguareté fortaleció su energía.
Pero quizás así se debilitó la buena estrella del varón, que desde adolescente sufrió el mismo alucinamiento de Facundo, del Chacho Peñaloza, de Felipe Varela, de López Jordán y de Leandro Gómez, participando en innumerables montoneras federales.
Creo entender al hijo de Inaê. Parece que no se puede vivir impunemente a orillas del Paraná o del Uruguay: estos ríos te impiden la indiferencia. El ser humano que de pequeño se baña en sus aguas turbulentas o plácidas, en esos inmensos «potreros azules de sueños que viajan», como dijo sabiamente el poeta, queda preso de sentimientos que marcan su destino. Lo mismo ocurre aguas arriba en el río Paraguay, que trae en cada gota un suspiro del viejo Ansina, un recuerdo heroico de Humaitá, una partícula del polvo pantaneiro y otra del llano oriental altoperuano. Todo eso se funde en el Pará Guasú, en el mal llamado Río de la Plata.
El hijo varón de Inaê, el nieto de Soledad Cruz… Ah, un personaje muy especial.
De él todavía se evocan hazañas asombrosas cantadas por viejos guitarreros en pulperías y boliches del litoral. Los quiebres de la «cordiona verdulera» en Taragüí hacen contrapunto con las arpas misioneras para evocarlo. La brisa perfumada que embalsama el aire del Entre Ríos, en el retoñar de cada primavera, está hecho de los suspiros de las mozas que lo conocieron.
Recuerda: este niño se llamaba Laureano Rodríguez Chena. Ah, yo qué sé de dónde salió el Rodríguez, pero así fue. Si querés una opinión… el apellido Chena, así solito, asustaba. Aquella época conocía cosas que nuestra época olvidó.
Las montoneras federales… Toda la dignidad americana por un momento se refugió en ellas. A pesar de las claudicaciones de algunos caudillos connotados del Litoral, la sangre guaraní del sargento Cabral seguía latiendo en ambas márgenes del Paraná. La dignidad andina reaparecía en los combatientes altoperuanos de Felipe Varela.
La Argentina fue el refugio de aquellos tigres y tigresas embravecidos que cargaron sobre sus hombros la dignidad de todos, en los malones de la resistencia.
Las montoneras obedecieron así el llamado de la Madre Tierra como lo hicieron los bravos indios del Sur, del desierto y de la Patagonia. Malones al Sur, montoneras al Norte, todos enfrentaron al genocida y miserable general Roca, brazo militar de la codicia extranjera y del peor servilismo mercantil urbano.
Los caudillos gauchos sintieron el mensaje de los ríos y comprendieron que la gaucha caballería vencería finalmente a los modernos fusiles. Aunque la Historia Oficial diga exactamente lo contrario, porque sólo sabe contar muertos entre los héroes y heroínas que viven para siempre; porque no entiende que se renace en una dulce flauta andina o en la guitarra matrera; y porque tampoco comprende que la tierra agredida se restaura y es sanada en cada galope evocado, en cada rezo de los chamanes sobrevivientes.
— Pero si yo te escucho, López Jordán.
—No sé, Laureano. A veces parece como que estás ausente aunque estés aquí. Bueno, como te decía, por aquellos tiempos el Bartolo Mitre Jaguá quiso comprarme. Me prometía mucho. ¡Demasiado me prometía si peleábamos contra los paraguayos! Y yo le dije: «Mire, don Mitre, yo estoy del otro lado. Todavía resuenan en mis oídos los cañones de Paysandú la Heroica». El hombre entendió perfectamente y no insistió más. Sólo me miró con ese chispazo diabólico que tiene en los ojos. Así es Bartolomé Mitre, el asesino y perro fiel de don Domingo Faustino Sarmiento. ¡Don Bartolo, carajo! Se dice argentino, pero no tiene un palmo de dignidad.
—Por lo menos tiene coraje. Dirigió la guerra. Los orientales no podemos decir eso de Venancio Flores; siempre se refugió tras los cañones del imperio de los cambá. Cuando Mitre se entrevistó con Francisco Solano, en los días de Humaitá, para ver si alguna paz era posible todavía, Flores tuvo la osadía de acompañar a Mitre, pero el Mariscal Paraguayo no miró siquiera al tirano oriental. Lo dejó al asesino de Paysandú con la mano tendida y le advirtió al Jefe de la Triple Alianza: «vine a hablar con usted, no con sus lacayos». Venancio Flores se alejó con la cara roja de vergüenza. Desde entonces en Corrientes le llaman General Hova Pytá.
—No hay recuerdo de Flores que no esté asociado a la bajeza. Cuando la batalla de Pavón, Mitre no hubiera exterminado a los heridos. Fue el oriental Venancio Flores que degolló a los rezagados en Cañada de Gómez.
—Quizás no le quede mucha vida. Si fuera por mí…
—No hables así, Laureano. Conozco los planes en los que estás, pero sos muy joven. Una cosa es el entrevero con lanzas, otra cosa moverte en Montevideo. Es meterte en la boca del lobo. Aunque reconozco que en tus sueños todo sale bien… y tus sueños siempre se han cumplido.
—¿Vos me lo decís? Para decidir la suerte de Urquiza no te va a temblar el pulso. Porque está escrito que vos y Nicomedes Coronel van a matar a Urquiza. No en un libro, en mis visiones lo veo. Y es difícil escapar a las visiones. Además, lo que veo y anuncio… no son sueños. El fuego me cuenta cosas. Las de antes, con seguridad; las que vendrán después, como cosas posibles pero no seguras.
—Das miedo, muchacho. La última moza que se enamoró de vos quedó muy asustada después de aquel viernes que rondó tu rancho. ¿Qué pasó? No era gurisa de asustarse por ver un hombre en cueros…
—No debía hacer eso. Le dije que no se acercara ese día.
—Sos un misterio, Laureano. ¿Qué te contó el fuego sobre esta Patria Gaucha que queremos defender? ¿Cuál será su destino?
—El destino de la Patria Gaucha es el destino mestizo del Continente. Felipe Varela volverá a galopar desde su muerte, del otro lado de la inmensa Cordillera, en las salinas de Copiapó. Vos vas a morir antes que termine el siglo, por la mano anónima de la traición unitaria; es inevitable. En el alba del nuevo siglo se alzarán una vez más las tacuaras nuestras; aquí y en la Banda Oriental. Después se harán matreras. Después…
—¿Después?
—No sé. Habrá un nuevo siglo, ¡otro más! y hasta él llegarán los ecos de nuestras cargas. Lo veo y lo escucho. Lo sé. Nuestras voces todavía resonarán en muchas almas. Estaré, estoy ahí. Pero el eco es distinto, porque es otro el paisaje. Un frío de muerte invade la pampa y el litoral; sufre terriblemente nuestro gran Paraná, con sus aguas enfermas. Y el sol achicharra sin piedad. Hay amenaza de muerte, de muerte de todo. Y aún así seguirá obstinada la búsqueda de la Tierra Sin Mal, de aquella yvymarane’ÿ porâ que Artigas y Andresito creyeron tocar con sus manos en Purificación. La Huella del Ñandú Guasú seguirá allí, en el firmamento; y eso es lo más importante. Sin embargo…
—¿Qué?
—El cielo es más tenue en los tiempos que vienen. Se ve con menos luminosidad. Luces falsas lo alejan, lo apartan. Nada será fácil. Las mismas luces falsas ahuyentan la memoria. El camino seguirá largo.
—Ha vaí. Tapé vaí. Sí, ya me lo habían dicho… Parece que hierve el agua. Voy a preparar el mate.
—La tierra, sin embargo, resistirá. Como ayer, como hoy. ¡Cuántos gauchos se hicieron matreros para no ser reclutados por el General Roca, para no matar a los hermanos indios en la infame campaña del desierto…! Nada es en vano. La cabeza del Chacho Peñaloza, balanceando en una lanza del ejército, regó con demasiada sangre el suelo provinciano de La Rioja. Nada será una muerte final. Serás inmortal, López Jordán. ¿Lo sabías? Revivirás en las guitarras como Sebastián Romero.
X
El Paraguay fue derrotado. El pueblo paraguayo había aprendido a fundir campanas y cañones con tecnología jesuita, había comido del fruto prohibido, se había atrevido a ser diferente. Ahora el mundo moderno lo castigaba.
Pero quedaba mucha gente terca en el martirizado suelo guaraní. Gente con el mismo obstinado amor a la libertad que tuvieran Zumbí, Tupac Katari y Tupac Amaru. Gente sencilla y extraordinaria. Gente hermana del charrúa que, atravesado por la espada, muere mordiendo la carne de su asesino, y no hay forma alguna de separar sus dientes que no sea deshaciendo su cráneo a pedazos.
La resistencia en el suelo patrio contra una fuerza mucho más poderosa nunca puede medirse en unidades de racionalidad. Es amor loco a la tierra nativa, amor obcecado que se transforma en odio sagrado al opresor. A eso se refiere Artigas cuando dice: «los orientales habían jurado en el fondo de sus corazones un odio eterno, un odio irreconciliable, a todo tipo de tiranía». O bien cuando escribe: «los tiranos, no por su patria sino por serlo, son el objeto de nuestro odio». O aún cuando afirma «destrozar tiranos o ser infelices para siempre». Y más aún cuando concluye: «todo tirano tiembla y enmudece ante el paso majestuoso de los hombres libres».
Los orientales creíamos, en la época de la Liga Federal, que esas frases eran de una extraordinaria originalidad; y no es así. Eran frases de siempre y de todos, en la eterna lucha por la vida en su esplendorosa diversidad y por las opciones libertarias de diversidad no menos esplendorosa.
Cincuenta años después, un cubano cuyo corazón sangraba por la opresión colonial española sobre su tierra, tuvo la grandeza de celebrar la revolución liberal de España con estos versos:
aprecio a quien de un revés
echa por tierra a un tirano
lo aprecio si es un cubano
lo aprecio si aragonés
Y dos mil años antes, en su lejana tierra, Espartaco cantó coplas muy parecidas. Nadie me lo dijo, si se acepta que «decir» es sólo patrimonio de los vivos; pero lo sé.
Mueran los tiranos, decían en Fuenteovejuna en la España de Lope de Vega. Coplas y decires que estuvieron en los labios y el corazón de toda la gente que amó a la gente desde el comienzo de los tiempos.
Las hubiera podido decir Soledad Cruz.
Siempre pensé que a gente como Soledad es mejor tenerla de amiga que de enemiga, porque era brava cuando se enojaba. Pero lo mejor que te puede pasar en la vida, y aún después, es poder llamarla hermana.
Para ello no basta querer a la gente. Hay que odiar a los tiranos.
La lluvia había cesado. Soledad miraba con angustia los ojos de los niños y leía en ellos su hambre. Era el peor momento de la guerra de resistencia. Era el peor momento porque habían actuado con enorme eficiencia; porque sólo ellos resistían en toda esa región selvática. Y el enemigo los buscaba implacablemente.
Ahora, muerto el Mariscal López y saqueado el Paraguay entero, sólo el puñado de héroes de Ledesma combatía y hacía estragos entre las tropas ocupantes. El sufrido coraje paraguayo se demostraba una vez más en aquellos pynandí escondidos en la selva, en aquellas mujeres indias que introducían sus senos resecos en la boca de sus pequeños hijos con hambre.
La lógica de la guerra regía la lógica de la vida. Los bebés aprendían a callarse cuando los soldados invasores andaban cerca. Las familias se había acostumbrado a aquella vida errante y guerrera. Andrajos descoloridos eran las ropas de todos, y andrajos eran las banderas tricolores de las tres franjas horizontales o de la roja franja diagonal. La gente de Cambacuá y los campesinos paraguayos eran ahora difícilmente distinguibles entre sí, excepto por el tipo de cabello, o por un examen cercano de los rasgos; pero como la vida continuaba, los romances interétnicos tendían a borrar hasta esa diferencia genética.
Pero si la vida continuaba, el cultivo de la memoria diferenciada también. Las muchachas negras entregaban por un momento sus bebés recién nacidos a Soledad para que los bañara de Luna; y las muchachas paraguayas tenían su propia abuela-rezadora, la Felipa Aquino, para sus consultas fundamentales.