La leyenda de Soledad Cruz – Gonzalo Abella

—Tarde se acuerdan algunos de la Hermandad, como tarde se acordaron de los charrúas. Pero no te preocupes; el Presidente Francisco Solano ha dicho que Paysandú es la primera trinchera de la independencia paraguaya. Estamos preparados para ir allá, porque ese es el legado de Ansina y de Artigas. Mirá por esta ventana. ¿Ves?… Apoyáte en mí para mirar. Ese jinete al galope que viene por ahí, levantando polvadera, seguro es Ledesma. ¡Pero no te levantes, mujer! Vas a tener que recibirlo en mi catre. Dejáme arreglarte el vestido y si querés, perfumáte con agua de romero; para lavarte no tenés tiempo, ya que estás tan ansiosa por hablar. Y ahorrá las energías para la prosa, que prosiar es tu misión, según parece. Así. Reclináte así; ya desmontó, siento sus pasos.

—¿Mba’éicha pa? ¿Moópa… dónde está la kuñá Uruguái…? Ah, buen día. Soy Ledesma.

—Gracias a Dios que lo veo. Esta carta es para usted, capitán. Si no sabe leer, yo puedo…

—En el Paraguay todos sabemos leer. Permítame.

El puño de Ledesma se crispaba sobre el facón a medida que leía. No era preocupación, pensó Magdalena; era ansiedad por entrar en combate.

—¡Por fin se acuerdan de nosotros! Tenemos autorización del Presidente López. Trescientos lanceros de Camba Cuá saldremos mañana para Paysandú. Soledad, vos ocupáte de convocar a las mujeres. Ya hay como treinta voluntarias, ¿no?

—Deben ser más, Ledesma. Estuvimos viendo por dónde atravesar el continente con el mayor sigilo. Las mujeres de CambaCuá tuvimos una reunión con mujeres de la red Guaraní del sur brasileño. En los momentos importantes nos acordamos de ellas, como cuando el viaje de Francisco de los Santos al Janeiro… ¿Te acordás? Pero creo que el camino va a ser por las Misiones argentinas y por Corrientes, hasta el Paso del Salto Grande… Es importante no chocar con los agentes de Mitre en el camino. Los federales entrerrianos ya están esperando para darnos apoyo, y los hermanos afro de Santa Fé y Corrientes nos darán alojamiento y víveres. López Jordán y Felipe Varela conocen ya nuestra decisión y harán maniobras montoneras para confundir a Mitre. Como ves, Magdalena, sólo estábamos esperando una señal de ustedes…

—Entonces todos vamos a Paysandú. ¿Puedo volver con ustedes? ¿No? ¿Por qué te reís, Soledad? ¿Por que se ríe, capitán Ledesma?

—No puede ir con nosotros. No debe hacer eso, señorita. No sé que piensa Soledad, pero Usted sería una mosca blanca entre nosotros… Respetamos su coraje, no es fácil para una orientala de su condición social llegar hasta aquí, y sola… Pero nuestra forma de viajar es diferente, nuestros hermanos afro nos tienden una mano muy humilde y viajaremos con mil privaciones. Los charrúas sobrevivientes, disfrazados ahora de paisanos, nos darán una mano en el río Uruguay, pero todo será muy a nuestro modo. Su viaje es diferente, hermana Magdalena. Usted debe volver por la ruta de los blancos. Le pediremos a López un salvoconducto especial que le facilitará las cosas hasta el puerto de Encarnación; un salvoconducto que por su propio bien deberá destruir una vez llegada a tierra argentina. No sé cómo llegó usted hasta acá, pero a veces la inconsciencia y el coraje son la forma más eficiente. Para la vuelta, ya en territorio argentino, usted dirá a las autoridades que es la esposa de un oficial de Mitre. ¿Trajo dinero? Bien, eso simplifica las cosas. Y ahora discúlpeme, pero debo tomar medidas urgentes. Y vos, Soledad, que a esta mujer no le falte alimento, y que se le prepare un baño… No me mires con furia, mujer del Demonio; ya sé lo que vas a decir, que vos te ocupás de esas cosas sin necesidad de que te digan nada y que yo sólo sé dar órdenes; ya sé tu discurso, sos mejor payadora que el finado Ansina. Ahorrá palabras y ayudála, y yo me voy antes de que me tires con la olla.

VIII

Si muchos CambaCuá, a pesar de la nostalgia, pensaron que el Paraguay era un lugar tranquilo para que sus familias crecieran y se multiplicaran, la vida les jugó una trágica broma: en el Paraguay se viviría una de las tragedias más brutales y más desconocidas de América, una tragedia y un genocidio preparado por el imperio brasileño, apoyado por Mitre y por Flores, y aplaudido y financiado por Europa.

Soledad estuvo allí, entreverada en las primeras líneas. Mujer, demonio o ángel, no era ninguna de las tres cosas porque era las tres cosas a la vez. Y ¿sabés una cosa…? La gente dice que con todo, con los muchos años y los muchos dolores, seguía linda. Lindísima.

—Dale, Ledesma. Todos queremos oírte.

—La situación es la siguiente: el enemigo ha tomado Asunción. La ciudad arde y un río de sangre de inocentes, de ancianos y niños muy pequeños, tiñe de rojo el río Paraguay. El mundo mira en silencio la infamia, Europa aplaude. Nuestro Presidente Mariscal López se replegó hacia Curuguaty, y fue sitiado allí, pero logró evadir el cerco con ayuda de los indios; ahora se abre paso hacia Cerro Corá. Los ejércitos de la Triple Alianza lo persiguen. El Mariscal pidió a las Residentas, las heroicas mujeres paraguayas de la resistencia, que se separen de la columna y se refugien en Concepción, para no caer en manos de los soldados invasores.

—Con el Presidente va un puñado de combatientes, y entre ellos nuestro Cándido Silva, hijo de Camba Cuá, que tiene trece años y fue ascendido a sargento por su heroísmo en combate.

—Los franceses le han dado a nuestros enemigos, ¡a esos traidores a la causa americana! un arma nueva para enfrentarnos: unos inmensos globos que se inflan y flotan entre las nubes. Desde allí, trepados en un barquito que flota en el aire, observan nuestras posiciones.

—Capitán Ledesma, disculpe, pero no es exactamente así. No les han dado a los argentinos esos globos aerostáticos. Ni siquiera dejan subir a los oficiales brasileños y argentinos a esos aparatos. Sólo los franceses pueden subir y desde el aire dan las órdenes a los Aliados.

—Es verdad. Dicen que al finado Venancio Flores no le gustó esa arrogancia de los europeos, y preguntó si los ejércitos de la Triple Alianza estaban destinados a ser el brazo ciego de ojos extranjeros.

—Parece que le quedaba algo de vergüenza a ese miserable.

—Que la disfrute en el infierno. ¿Es cierto que el nieto de Soledad lo ajustició?

—Quien lo hizo era muy jovencito y tenía un collar de dientes de jaguareté en el cuello sobre la golilla banca; y unos ojos que brillaban como brasas en la oscuridad. Eso es todo lo que se sabe, al menos eso es lo que se dice en Montevideo. Pero Montevideo está lleno de rumores.

—Ahí viene la tía Soledad. No hables de eso.

—La tía Soledad. Ella encabezó la marcha de las lanceras hasta Paysandú, ¿te acuerdas? Pero cuando llegaron a Concordia, cuando sintieron las fragancias del suelo nativo y del Ayuí, se enteraron que Leandro había sido fusilado y que debían replegarse. Todavía queda el arroyo llamado Cambacuá, al norte de Concordia, como recuerdo de aquellos hechos.

—Cierto. Ese arroyo entrerriano está muy próximo a la villa de los Charrúas, que así fue llamada porque allí fue la asamblea, el Aty Guasú de los sobrevivientes de Salsipuedes, de los heroicos vengadores del paso de Yacaré Cururú. Cuando estábamos acampados en Concordia los hermanos charrúas nos informaron cómo se habían reorganizado después de la traición de Don Frutos: algunos caciques con sus familias se fueron al Norte y se refugiaron entre los tobas del Chaco, pero otros se disfrazaron de paisanos para quedar en la Banda Oriental… quiero decir en la República Oriental. Me cuesta llamarle así a nuestra tierra. Soledad quería cruzar el Uruguay para ajusticiar al Goyo Jeta, pero Ledesma se lo prohibió. Ledesma y Soledad discutieron violentamente en ese entonces. Aquí viene ella. ¿De dónde saca ese vigor, esa energía, esta vieja mujer de negro?

—Buenos días, buenos días…. Ah, están todos reunidos. Que los espíritus de los montes los iluminen y protejan. Ledesma, vos das las órdenes ahora.

—Sí, eso me pidió el Presidente Mariscal López; que me hiciera cargo de la resistencia en toda esta zona. Somos doscientos paraguayos y veinte Cambacuá, la mitad mujeres. Tenemos lanzas y algunos fusiles. Todos tenemos facones. Algunos CambaCuá saben usar las boleadoras todavía.

—Y tenemos tres cañones. Dos piezas de a ocho…

—Los cañones serán escondidos. Para la guerra en el monte y en la selva serían una carga inútil. Se acabó para nosotros la guerra a campo abierto, ¿entienden? Una larga guerra de resistencia empieza ahora, y lo primero es recuperar la sabiduría guaraní del cultivo en el monte, del cultivo invisible para los ojos invasores. Nuestros niños van con nosotros y nuestros ancianos también, y el sustento es lo primero.

—Como en la redota, ¿Verdad? Como en Purificación…

Purificación. Mirábamos entonces las estrellas con mi hijita, con mi Inaê adorada, con mi María de Zumbí, que tenía la mirada de Lucio y los rulitos de mi raza, y ahora se me aparecen como una visión sus trencitas apretadas y las manitos morenas acariciándome la cara.

¡Qué felices éramos entonces! La felicidad más perfecta no se percibe nunca como tal en el momento que te acompaña.

Siempre sentí a Lucio muy cerca. Creo que de noche, en su forma animal, se acercaba a proteger a nuestra Inaê. Su aliento daba calor a su carita, y cierta vez, después de muchas lluvias, apareció una víbora yarará con la cabeza destrozada al lado del travesaño donde colgábamos su hamaca.

En sueños Lucio hacía el amor conmigo como antes, y yo sabía que él prefería hacerlo así, que era un sueño que compartíamos al mismo momento, ya que por un extraño maleficio él ya no podía hacer el amor en carne sin transformarse en animal. Yo no me hubiera asustado, pero él lo prefería así.

Lucio me acompañó en el cruce del Paraná, en los años en CambaCuá, y después viajó conmigo cada vez que volví a la Banda Oriental; sus pasos sigilosos en la floresta eran inaudibles para todos menos para mí, y sólo yo sabía quién dejaba en la mañana frutas silvestres junto a mi hamaca.

Lucio se me apareció en sueños en seguida después de la muerte de nuestra Inaê, en su atuendo de gaucho tupamaro, y yo abrí los ojos y estaba en realidad en mi choza, pero en su forma animal, y lloraba lágrimas de sangre. Me informó que se había cumplido la profecía, que la sangre de nuestra hija fecundaba los campos de San Pedro del Durazno y que el collar estaba en manos de nuestros nietos. «La vida sigue», dijo con el corazón y no con los labios, «y el único misterio es por qué estamos llorando.» Eso me dijo, y eso significa que yo también lloraba. No recuerdo.

Desde entonces, el alma, el asyguá de Inaê anda con él por la floresta. No siempre, porque a veces ronda en espíritu entre sus hijos y Lucio prefiere venir a verme a mí.

¿Y ahora? Bien, otra vez quemar los ranchos, otra vez la vida selvática. Ya no tengo fuerza para la lanza, pero tengo mucho amor para dar a lo mita’í, a estos gurises que no ovidarán jamás la selva.

Los paraguayos confían en Ledesma y tienen razón. Es veterano de la Liga Federal, puede luchar como un guaraní o como un charrúa, que son formas muy diferentes de combatir; y tiene la sabiduría de los antiguos guerreros africanos. Ahora conoce la floresta de la región como casi nadie, y el ejército imperial brasileño va a saber muy pronto quiénes somos. Nuestras primeras acciones van a hostigar las líneas de abastecimiento, pero ningún campamento brasilero va a tener reposo. Lorenzo Ponchito también está con nosotros y nadie duda de su fuerza espiritual.

IX

Ya sé. No te permití interrumpirme antes, pero querías saber más sobre el destino de los hijos de Inaê, los nietos de Soledad.

Hablemos de ellos un instante, dejando por ahora a la vieja Soledad en la selva paraguaya.

Ambos niños sobrevivieron a las llamas de San Borja del Yí. Su madre Inaê —María de Zumbí la llamaban— cumplió a medias el pedido de Soledad. Ante la proximidad inevitable de su propia muerte el collar de dientes de jaguareté fue roto en dos mitades, y cada una de ellas anudada al cuello de uno de los niños.

La voluntad de la abuela había sido que el collar fuese heredado por el varoncito, y no puedo atribuir ningún tipo de machismo a la vieja Soledad; sus motivos habría tenido.

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