—¿Qué profecía, tío Lencina? ¿Dónde está Lucio ahora?
—¿Dije profecía? Los viejos hablamos demasiado, hay que admitirlo. Pero los recuerdos se van agolpando, escarbamos en ellos y se revuelven y entremezclan como la yerba cuando se da vuelta el mate. En aquellos años, cuando yo estaba en el Brasil…
—Brasil. Ese es el punto más importante de tu vida, tío querido. Ahora lo sé. Fue entonces que llenaste tus maletas de sabiduría. Allí y no aquí llegaron los espíritus de nuestros mayores. Los muertos sabios te hablaron. Estuviste muy junto a ellos ¿verdad?
—Cerca de los muertos sabios y de la muerte estuve. El látigo, el sol de hierro, el hambre, los andrajos y la suciedad, los mosquitos y las fiebres. Fue muy duro, mi querida Soledad. Al principio me sentí más lejos que nunca de la vida. Pero había algunos de entre nosotros que eran especiales. Nuestro deber era protegerlos; que los capataces no advirtieran que tenían la señal de Ogún Beira Mar. Ellos sentían las voces del finado Zumbí. El espíritu del jefe de los antiguos esclavos insurrectos se incorporaba en ellos y nos alentaba para la libertad. Un día el espíritu de Zumbí habló conmigo, y cuando salimos al cañaveral todos sabían que yo también tenía las visiones sagradas. Yo no les dije, pero todos sabían. Desde ese día hablé portugués tan bien como el guaraní, el bozal, el charrúa y el castellano.
—Ahora todos entendemos el portugués; ya no es sólo la lengua del enemigo. La Banda Oriental es una inmensa frontera y muchos gauchos tupamaros son de origen brasileño. Durante el Sitio ya nos reuníamos a cantar todas las noches. No te he visto en los fogones, tío Lencina, ni en la rueda de tambor ni con el arpa-miní que te obsequiaron los guaraníes. Es hermoso cantar en el fogón, ¿sabés? entre tantos hermanos diferentes. Cuando rodeábamos Montevideo, con Victoria la Payadora, íbamos hasta las murallas y desafiábamos cantando a los godos. Nuestras voces los enojaban más que los alaridos de guerra charrúas. Nos tiraban orines y balas, hasta descargas de metralla, pero no nos veían. Cada vez cantábamos más cerca. ¿Cantabas en Brasil, tío, a pesar de todo?
—No se puede soñar sin canciones. El barracón era nuestra universidad. Me enseñaron a leer los grandes maestros de la Hermandad Secreta. Me mostraron en un plano hecho en la tierra las rutas ocultas, que llegan hasta más allá del mato y el sertâo, hasta el misterioso mar de los Caribes y aún hasta la orilla de la otra mar océana, la otra costa americana del Poniente, donde la Hermandad ya tiene sus casas de refugio y de oración. Me hablaron también de los mozos criollos, niños ricos y audaces, que conspiran para que esta tierra se declare independiente de España y sueñan con vestir a la moda inglesa. Con ellos no hay esperanza de mejora para nuestra raza; eso me advirtieron los hermanos.
—Y te enseñaron a hacer daños y a curar.
—¿Daño? Sólo a los esclavistas más crueles, para que mueran de fiebre y calenturas. Eso es fácil, porque el odio está en ellos, sólo hace falta cambiar la senda de la energía. Pero el mal principal, que es el sistema esclavista, no se cambia con daños. Se cambia con la fuerza de todos. Hay otras hermandades secretas, Soledad. Con ellas debemos reunirnos. Tupac Amaru, por ejemplo, supo hace mucho tiempo que los criollos ricos no eran la salvación de los indios. A él y a su esposa Micaela los descuartizaron, pero sus átomos se esparcieron así más rápido por todos lados en el suelo americano. Los indios también tienen sus redes secretas, sus coaliciones continentales y sus agentes secretos. Son los átomos del cuerpo de José Gabriel Condorcanqui, el Tupac Amaru Segundo, son la tierra Pacha Mama Micaela. Es así, mi niña grande. Los indios, o mejor dicho los pueblos originarios de América, tienen sus representantes secretos en todas partes. Las redes van forjando en secreto a sus jefes.
—¿Artigas?
—No lo repitas. Hay cosas que para que triunfen han de andar ocultas. ¿Eh? ¿Cómo te dije, cómo te acabo de decir…? Buena frase. Hay cosas que… Se la voy a enseñar a otro amigo de la Hermandad, cuando nazca.
—Tío, por Dios, habláme de Lucio.
—Tendrás que saber la profecía, pero aún sos una niña. Vas a ser mamá pero en muchas cosas aún sos una niñamujer. Vas a vivir mucho, Soledad.
—Tío, una vez más, ¿Dónde está Lucio?
—Al final de tu camino.
III
La hijita era la felicidad de Soledad. Creo que los años que vivieron ambas en Purificación fueron los más felices.
Después todos los que vivieron allí, en la Villa de la Purificación de 1815, descubrieron que habían sido felices. Pero en aquellos años turbulentos no se permitían a si mismos admitirlo, porque estaban muy ocupados: había todo un continente para soñar, una diversidad maravillosa de pueblos y culturas que se reconocían como iguales y fraternos, y todo se coordinaba en una humilde toldería gigantesca que era la capital de una quinta parte de la América del Sur y que se llamaba Purificación.
Toda felicidad y toda belleza son efímeras. Cuanto más perfectas más frágiles son. Pero dejan un agridulce sabor de paz espiritual y bañan de fortaleza al ser humano. Todo esto le había enseñado a Soledad la ausencia de Lucio y se lo reafirmaba la vida nueva y tierna de su hijita.
El universo de la hijita, alimentado por Soledad, se enriquecía con los secretos que sólo los africanos sabían; pero también con las vivencias de la Patria Gaucha en nacimiento, que eran vivencias cristianas y mestizas; y con viejísimos conocimientos que el finado bisabuelo Pascual soplaba a la nieta desde los montes. El viento traía las palabras del bisabuelo colla y la niña quedaba inmóvil escuchando, mientras Kuarahy-paíkuará, el Sol, pasaba a llamarse, sólo para ella, Inti-Viracojcha.
Dirás que es imposible, que es ridículo, pero la niña oía al bisabuelo muerto, y le contestaba al viento, no en quechua, sino en la dulce lengua aymara.
Nuestra formación europeizada atribuye a las otras culturas cosas absurdas, después las ridiculiza y entonces se siente superior.
«Las supersticiones van desapareciendo. El hombre en la Luna es una prueba de que la luna no es una diosa: es una piedra»; eso argumentaban los científicos, blancos eurocultos, hasta hace unas décadas. «Bien, la Luna es una piedra. ¿Y el espíritu en la piedra no existe?» replicaría cualquier representante de un pueblo originario, con estupor; «¿Cómo amar entonces las piedras de tu lugar natal? ¿Por qué amarlas?»
Rezarle al Sol Inti-Viracojcha, como todavía hacen en la lejana tierra de Pascual Chena, no es rezarle a la fusión nuclear, al helio incandescente en el centro del Sistema Solar; es rezarle a los espíritus de nuestros padres campesinos, partículas invisibles que se agrupan en dirección al Sol, porque el Sol fue el ponchito de los pobres que les dio energía y fue el Sol precisamente el que permitió que la madre tierra diera sus frutos.
Rezarle a la Luna es llamar a las mujeres ya finadas, novias de la noche y del mes lunar, cuyas ánimas son convocadas por la plateada luz Ñasaindy, energía Guidaí de los charrúas. Y es también rezar a muchos antiguos guerreros y cazadores que amaron bajo la luna y contaron las lunas para ver parir a sus compañeras, que era como parir ellos mismos.
Esos espíritus de nuestros difuntos siguen junto a nosotros, no van a ningún Cielo mientras los recordemos. El olvido los disuelve, porque entonces la energía deja de tener razón para conservar una memoria propia ya sin contraparte en la vida.
Eso dicen los charrúas y por eso entierran a sus muertos queridos cerca del campamento.
—Las cuatro estrellitas, mamá. Y la otra más pequeña. Igual a como las vemos en nuestra casa…
—Las cuatro estrellitas, hija. Acá en Corrientes, como en la Banda Oriental. La Cruz del Sur, las estrellitas que hablan. En África las estrellas nos hablan de una manera, en suelo americano hablan en otra lengua igualmente dulce. Los charrúas explicaron su significado a nuestros primeros abuelos africanos que se fugaron de Montevideo. Las cuatro estrellas en Cruz son una huella. Forman la Ñandú Guasú Pyporé, la Huella de la Pata del Ñandú, el anuncio que está en el firmamento desde el comienzo de los tiempos. La huella luminosa del Berá. La señal del destino errante y perseguido de nuestra patria gaucha. Es una de las profecías. Tú sos otra.
—¿Soy una profecía, mamá?
—Sí. Sos el retorno. María de Zumbí: Inaê es tu verdadero nombre, el que nunca debes olvidar, porque es anuncio de profecía. Pero falta mucho. Deberemos andar, deberemos llorar, deberemos sufrir y ser felices, es la vida. El retorno se va a demorar. Y después será el fin de mi camino.
—¿El fin de tu camino?
—En el final voy a encontrar a Lucio. A tu padre. Pero no pienses en eso, hijita. Tenemos mucho para vivir juntas y vamos a estar solas pero con muchos hermanos. ¿Qué hiciste hoy?
—Jugué con los indiecitos de la aldea, que volvían de estudiar en la Escuela de la Patria. Aquí también hay Escuela de la Patria. ¿Sabés lo que me dijo el más grande? Me dijo: iporâ la mitâkuñá kambá. Me dijo que era una negrita linda. En cambio los niños de las casas más hermosas, los que viven sobre la Plaza, no me saludan y me gritan añá memby lo kambá kuéra, negros hijos del Demonio. No los quiero. ¿Cuándo volvemos a Purificación, mamita?
—Mañana, hijita. El Gobernador de Misiones, que es Comandante aquí en Corrientes, hablará conmigo esta noche. No te vas a aburrir, estará Melchora y te dará golosinas.
—¿Melchora? ¿La amiga de Artigas?
—Es otra Melchora. La que nos recibió la otra vez, cuando llegamos a Misiones y nos albergó ¿No te acordás? Esta Melchora es la esposa de Andrés Guacurarí, el Gobernador de allá, que ahora es además Comandante de aquí, de Corrientes, porque tuvo que venir para apoyar al Gobernador Méndez.
Soledad y su hijita María de Zumbí se sentían felices en San Juan de la Vera de las Siete Corrientes, junto al majestuoso Paraná. Allí había negros que tocaban el tambor como sus hermanos afroorientales, pero sobre todo había indios guaraníes y paisanos aindiados, diestros jinetes en «montados» escarceadores, y mujeres a caballo que enarbolaban banderas tricolores federales. Los ranchos no tenían mayor diferencia, las costumbres tampoco; pero la proximidad de tierras tropicales se anunciaba en la diversidad de frutos y en la exuberancia vegetal.
Andresito ocupaba una casa en la ciudad, que había sido del traidor Vedoya; pero no se sentía cómodo en el centro, y siempre que podía volvía donde acampaban los suyos, los que tenían tanta nostalgia de Misiones como él mismo. En el inmenso campamento de «naturales» el rancho de Andresito sólo se distinguía de los demás por el indio tape que montaba guardia en la puerta: chiripá entre las piernas desnudas, chaqueta de puños colorados y una lanza con curiosa moharra en estrella.
María de Zumbí había advertido que los indios misioneros y los gauchos correntinos no usaban boleadoras tan frecuentemente ni con tanta destreza como los orientales; eran por compensación, mucho mejores canoeros y conocedores de las artes de pesca. Y su música era más rica y variada que la del campo oriental. La niña había observado con curiosidad que tomaban mate con agua fría en algunas oportunidades.
El tape de la puerta, celoso de su función, presentó la lanza como saludo a Soledad, y ante los ojos curiosos de la niña volvió luego a su posición inicial, como una estatua sin vida. Pero cuando las dos entraron abandonó el protocolo y se sentó sobre sus talones.
Andrés Guacurarí, al verlas entrar, alzó la vista de los papeles que examinaba.
—¡Ave María Purísima! …Veo que trajiste a la niña, Soledad. ¿Qué podemos hacer por esta hermosa criatura, nde memby? A ver… ¡Melchora! ¿Qué tenemos para la gurisita? ¡Melchora! ¿Dónde se metió esta mujer?
—Pero no te preocupes, Andrés. No es necesario. María de Zumbí está cansada, se va a dormir en esta manta; insisto en que Melchora no se preocupe. Te manda saludos el tío Lencina.
—¿Ansina? Algo más que saludos me debe mandar el Viejo Aguará. ¿Nadie le ha podido vencer en una payada todavía? ¡Pero mirá tu niña, chamiga! Nde memby mitâ’i kambá se va a dormir paradita ¡Melchoraaaa!
—¿Me llamabas, Andrés? Ah, es Soledad con la niña. ¡Soledad querida! Supe que habías llegado. Perdonáme, no pude ocuparme hasta ahora de ustedes por todo el trabajo acumulado. Y en cuanto a este hombre que es mi marido… puede ser Gobernador de allá y Comandante de Corrientes, pero nunca sabrá qué hacer con lo mita’í. Torpe es con los gurises, y eso lo saben todas las madres de Corrientes. Soledad… Dejáme mirar a tu hijita. No habrás venido tan lejos solo para visitarnos, querida kambá. Seguro traés mensaje. ¿Mensaje de Artigas o de la Hermandad africana?