La leyenda de Soledad Cruz – Gonzalo Abella

Soledad se levantó. Anudó la camisa entreabierta cubriéndose el busto, recogió la inmensa falda sobre sus rodillas y buscó su lanza y su facón. La moharra humeaba de sangre ennegrecida al frío de la mañana, y la enjuagó cuidadosamente en el río, donde los coágulos volvieron a enrojecer.

El agua lava todo. Las huellas enormes se pierden aquí. ¿Dónde está Lucio? Esta es su camisa, estuvo a mi lado en algún momento, después de la batalla. Colocó lo pohá ñaná sobre mis heridas, me curó, y después se fue. ¿El animal vino después? ¿Por qué no están las huellas de Lucio?

Recordó lo que había oído en el campamento, bajo aquella luna inmensa de un viernes primaveral, cuando Lucio se apartó bruscamente del fogón, interrumpiendo al vidalitero.

En esa ocasión Lucio había montado en su alazán de fuego y al galope se perdió monte adentro.

«Tiene el estigma del Lobizón» comentó entonces la abuela Isolina Luz, con toda naturalidad; «pero mañana sábado vuelve». «De seguro es Lobizón» confirmó el viejo guitarrero; «sólo monta alazanes y lobunos y los demás caballos se espantan en su proximidad. Pero aquí hay una moza que no tiene miedo de esas cosas«. Y todos los ojos se volvieron a Soledad, que había venido con sus hermanos a templar los tambores en el fogón. Aquella vez Soledad sonrió casi imperceptiblemente. En su cuello desnudo daba tres vueltas el collar de colmillos de jaguareté, que Lucio había colgado en silencio con manos que quemaban.

—El collar —piensa ahora Soledad, y comprueba que el collar talismán sigue en su cuello, bajo la enorme camisa anudada; —Lucio, Lucio. Tu collar me protege y protegerá a nuestra niña. Tengo que buscarte, no estás lejos. Lucio es como los charrúas, un día está en los fogones y al otro desaparece. No es como los guaraníes, ni como mis hermanos afro, ni como los paisanos de Gorgonio Aguiar, ni como los guaraníes cristianos de Andresito; de todos ellos puede saberse dónde están, con la única condición de ser sus amigos. En cambio los charrúas aparecen cuando son necesarios, y desaparecen después. Lucio es como ellos, pero al mismo tiempo es un animal solitario. ¿Desde cuándo sé… —en el fondo sé, y no lo admito— que las huellas en la arena son de él? ¿Por qué sé que no me asustaría verlo en ese aspecto, aunque él me huye para no ser visto?

Soledad salió a buscar ayuda. Caminó varias horas hasta encontrar una toldería. Eran los charrúas de Manuel.

Manuel, el caciquillo, estaba acampando con su gente; estaba cerca porque era necesario que estuviera. Soledad pasó junto a las primeras chozas y nadie la miraba (¿soy un espíritu o estoy viva?). El caciquillo tenía una antigua chaqueta de blandengue tajeada en los hombros porque le estaba pequeña, y Soledad vio su ancha espalda y el inmenso facón de metal, regalo de su padre espiritual José Artigas, colgando sobre el chiripá. Manuel estaba reclinado contra el pequeño fogón, típico fogón matrero, y se mantenía sentado sobre sus talones. Las morrudas piernas desnudas asomaban por los pliegos de la rústica tela. No se volvió, pero le reconoció los pasos.

—No lo busques ahora. El vendrá cuando tenga que venir. Estamos sitiando Montevideo. Bueno, no lo hacemos nosotros, quiero decir que están rodeando Montevideo los criollos de mi padre adoptivo, con tu gente africana y con algunos enviados de los Guaraní cristianos. Pero no va a ser empresa fácil; no es sólo cuestión de armas y destreza. El enemigo no está sólo adentro de Montevideo: conspira en los fogones sitiadores. Va a haber más problemas con los señoritos maturrangos que con los godos. Nosotros iremos más tarde, cuando haga falta. Vos andá ahora. Reunite allá con tus hermanos.

—No quiero —respondió Soledad. Y volvió sobre sus pasos.

—Es linda —dijo el caciquillo Manuel a Senaqué; —es linda, está enamorada y está preñada. Buena cosa para esta tierra: sangre de lobizón y de lancera africana. Será una niña linda; la vieja rezadora me lo dijo. Una niña especial.

Soledad fue a preguntar a Omulú, el señor del cementerio. Para ello, debía llevar ofrendas y esperar su incorporación.

—Lucio no está conmigo —dijo Omulú, por la boca de una negra vieja que incorporaba sólo espíritus masculinos cuando fumaba tabaco en rama; —Está contigo, Soledad, aún cuando no lo ves.

Y entonces Soledad quedó tranquila. Ahora podía incorporarse al Sitio.

II

Dicen que embarazada estaba lindísima.

Eran tiempos de la Patria en armas. Agonizaba el año de Nuestro Señor de mil ochocientos y once. Blancos distintivos artiguistas y rojos fogones se alzaban sobre el Río Uruguay.

Pero la guerra no era lo principal. Nunca es lo principal, por suerte.

La vida latía, primaveral y mágica. Los gurises hacían las interminables correrías que hacen en todos los tiempos los niños de campo; los adolescentes se buscaban furtiva o abiertamente desafiando los códigos culturales de sus mayores, en un universo de plena diversidad; las mujeres ancianas se reunían a lavar la ropa y hacer comentarios sobre la sequía. Los hombres y las mujeres lanceras hablaban más del futuro promisorio que de las hazañas del presente.

Tambores africanos y percusión indígena llenaban las noches calurosas del verano austral, y los domingos violines y arpas misioneras se sumaban desafiando a las guitarras de la pradera.

Las guitarras gauchas. Ellas eran las que finalmente imponían su reinado como locatarias y como insuperables en el apoyo musical a las crónicas cantadas.

Cuando llegaban los paraguayos con yerba, pólvora, maíz y porotos, con el hilo de vida que sustentaba el inmenso campamento, las mozas se ponían sus mejores galas para recibirlos.

Nunca fue más acompañada la soledad de Soledad.

Los paisanos en el Ayuí se peleaban por ayudarla, por tenderle una mano para que pudiera incorporarse, en su octavo mes, de la silla de caderas de vaca; o se ofrecían para que se apoyara en ellos al cruzar un arroyito. Ahora la ayudaban a ella, siempre tan ágil, siempre tan machona para cortar leña o preparar una lanza. Ella aceptaba la ayuda con coquetería, pero no la precisaba. Y todos comprendían que a pesar de su picardía en el decir, su alegría expresada en el trato con todos, la preparación habilidosa de la cunita, no podía disimular la tristeza por la ausencia inexplicable de Lucio.

Quedaste pensando en Lucio. De él no voy a decir todo lo que sé, porque hay cosas que no deben hablarse. Los gauchos han comprendido mejor que nadie el código de los silencios necesarios, la necesidad de callar a veces como forma de sabiduría, aún en aquellos casos en los que el silencio no los defiende.

Duro código del honor y el pudor del silencio. Sufrido y callado. Así pasó por la historia «el olvidado cielo de la gauchería» como dijera nuestro poeta principal. Los gauchos me enseñaron el respeto por el secreto ajeno que no desea ser revelado.

Además te estoy hablando de un ser humano, llamémosle así, que fue visto por última vez a comienzos del siglo diecinueve. Bueno, al menos esa es la última vez en que fue visto en su forma habitual.

Lucio. Por parte de madre venía de vientre esclavo, de una negra joven y misteriosa de turbante y cigarro de hoja, que vivía en una cueva cerca del Yí. Esta joven africana, prófuga del poder colonial, vestía siempre amplias túnicas que llegaban hasta el suelo pero dejaban adivinar su hermosa silueta.

Esa sin duda fue su madre, aquella mujer africana que daba miedo a pesar de su belleza porque trabajaba la línea roja y negra de los espíritus vengadores.

En cuanto a su padre, se dice, era Gabriel Chena, hijo de Pascual Chena (sí, el colla amigo de los Artigas, misterioso curandero que venía de las tierras que se llamaban por entonces Alto Perú) y de una mujer también colla que vivía por la Colonia del Sacramento.

Así que el padre de Lucio, Gabriel Chena, era andino por parte de padre y de madre. De Gabriel Chena heredó Lucio ese pelo negrísimo, más negro que el negro, que ataba en largas trenzas adornadas con piedras y caracolitos bajo la vincha y que tanto admiraban las muchachas. De la madre africana heredó Lucio una agilidad felina y poderes misteriosos.

El de los padres de Lucio fue un romance curioso, dicen. El colla Gabriel le dejó a la moza africana, en la entrada de la cueva, un puñado de hojas de una planta sagrada que al ser mascada vigoriza y sana. Hojas de una planta que no crece en nuestro suelo, pero que siempre llegó hasta aquí desde el lejano país de las montañas.

Luego Gabriel puso sobre el puñado de hojas una flor de ceibo, blanca como la escarcha. Pero la moza africana no tocó la ofrenda. No era suficiente.

Gabriel Chena era tenaz. Sacrificó una gallineta y su sangre fue vertida sobre las hojas sagradas de mascar. La flor de ceibo blanco quedó manchada con marmoladas vetas y lucía más hermosa aún.

Entonces la moza negra se asomó y miró a Gabriel con ojos entrecerrados, sensuales y duros a la vez. Sopló una larga bocanada del humo de su cigarro sobre el rostro del colla, y el hijo de Pascual Chena lo aspiró con vehemencia. Ambos entraron a la cueva y así nació Lucio.

Pero Gabriel Chena estaba muerto desde hacía muchos años y la misteriosa africana también, cuando el hijo de ambos, Lucio dejó preñada a Soledad.

Ahora eran otros tiempos. Tiempos de cambios vertiginosos.

Después del fracaso al Sitio de Montevideo, como te decía, el campamento de los «redotaus» era todo él una cuna de Patria. A mi memoria vuelven y vuelven las imágenes. Fue el Ensayo General de la futura capital de la Utopía, que luego se llamaría «Purificación». Ya sé que te hablé de ello. Sólo que las imágenes vuelven obstinadas, se meten tercas en mi conciencia, y una extraña fuerza me anuncia que la misma escenografía debe aparecer otra vez.

Ah, inolvidable campamento del Ayuí. Fogones gauchos, tiendas guaraníes, refugios de barro y paja de las comunidades negras con tambores, músicos mestizos con trompetas y guitarras, indios cristianos con violines y pífanos jesuitas, las culturas se entrelazaban en el diálogo, en la música y también en algún noviazgo furtivo. En los amaneceres los niños iban al río, al inmenso río Uruguay, para ver en la margen oriental— ¡en la tierra a la que volverían! —el humo de los campamentos de los charrúas que los estaban esperando pacientemente.

Campamento del Ayuí de los años de Nuestro Señor de Mil Ochocientos y Once y de Mil Ochocientos y Doce. Margen derecha del Uruguay, playas de San Antonio del Salto Chico. Por allí camina Soledad, con su panza y sus ensueños.

El tío Lencina, a quien llamaban Ansina, jugaba con un palito revolviendo las brasas. Armaba montoncitos humeantes con ellas y al mismo tiempo amontonaba sus pensamientos, los agrupaba, como grupos de lanceros en formación; esperaba el clarín para soltarlos a volar en las palabras, y el clarín iba a ser la pregunta inevitable de Soledad.

—Tío, ¿dónde está Lucio?

—Ah, mi pequeña Soledad en soledad. Sentate. Aquí estás más cómoda con tu panza… así. ¿Sabés una cosa? Sos la viva imagen de tu abuela… ¿Te conté eso? Conocí a tu abuela cuando ella tenía quince años y yo doce. Mi padre había sido vendido y el suyo también. Me iba a fugar, y sólo a ella se lo confesé. Voy a ir a la Aguada, eso le dije, y allí hablaré con los marineros. El mar siempre me llama, se mete en mis sueños, me habla. Conoceré tierras lejanas, quizás pueda volver a nuestra Madre Africa. Voy a ser libre, ¿entendés? Pero ella me miró con dureza de niña-mujer que a mí me parecía entonces de mujer grande. «Mis hijos también van a ser libres, Joaquín»; eso me contestó. «Y no será necesario para ello volver a Africa: nuestros espíritus guerreros, las fuerzas de nuestros antiguos muertos están por fin aquí. Han decidido acompañarnos, viajan en el viento que hincha las velas de los barcos negreros. Cada barco que llega con hermanos encadenados los trae también a ellos, y con ellos seremos invencibles«. Eso me dijo tu abuela.

—Mi abuela te dijo más. Te dio mucha sabiduría.

—Sí. Esa sabiduría que sólo las mujeres tienen, porque ellas recuerdan cuando nosotros olvidamos. Con la leche materna entregan la memoria, y cuando su hijo es arrancado de sus brazos para ser vendido le susurran su nombre secreto, su «su» verdadero que nunca deben olvidar. Tu abuela me habló de ti, veinte años antes de que nacieras, y me pidió que te cuidara. Cuando los piratas me capturaron en alta mar y me vendieron en Brasil, me reí amargamente recordando el pedido de tu abuela, pensé que se había equivocado porque yo nunca volvería del infierno del cañaveral. Pero todo se está cumpliendo como ella anunció. También me informó entonces que tendrías un hijo con Lucio para que la profecía se cumpliese. Una hija.

Autore(a)s: