Volvía pues a escena el ave guyrápytá que entonces volara invicta, lejos de los disparos de las armas de fuego; que volara hacia el susurro del monte, que es el guardián de las viejas leyendas.
Este era, en fin, el pajarito que se había posado trescientos años después en el hombro de Artigas en Purificación. Era el vuelo oblicuo, la bendición en rojo de los antiguos héroes descendiendo, volviendo a la tierra, era el anuncio del apoyo espiritual de los mayores.
Era el vuelo descendente del churrinche que fue simbolizado en la roja diagonal de la bandera federal. Ahora el churrinche estaba aquí, pues, cerca de las cenizas humeantes de la heroica ciudad de Asunción. Venía sin duda de las ruinas de Humaitá y de las osamentas sagradas de Cerro Corá. Las gotas de la sangre de Anahí, llamadas erróneamente flores de ceibo rojo, temblaban en rocío saludando su vuelo.
Soledad dispuso a los niños para las guardias, explicó a los ancianos el plan de evacuación y despidió a otro grupo de ancianas comandado por la Felipa Aquino que salían a buscar raíces alimenticias y hierbas medicinales para los enfermos.
El sol declinaba cuando sintieron los primeros ladridos y los gritos de los soldados ocupantes. Soledad se incorporó de un salto. Estaban ya demasiado cerca ¿Se habría dormido el mitâ’i que estaba de guardia? «No«, se contestó ella misma; «seguramente se desmayó de hambre«. Y lamentó no haber cumplido la orden de Ledesma, que en su momento le pareció inhumana: que se disminuyera aún más la ración de raíces para los enfermos a fin de alimentar un poco más a los niños soldados.
Los ladridos estaban allí, y Soledad tomó su vieja lanza de quebracho. Dio órdenes a las lanceras y a los pocos adolescentes en condiciones de resistir para formar un círculo de protección. La evacuación ya no era posible.
El oficial enemigo daba sus órdenes, con voces perfectamente audibles ya, y alentaba con júbilo feroz a los soldados.
De pronto los perros del invasor se detuvieron. Se les erizó el pelo, gemían temerosos. Los soldados los impulsaban en vano. El oficial gritaba con claro acento rioplatense:
—¿Qué demonios pasa? Si los perros vieron alguna fiera, ¿qué importa? ¡Vamos, vamos! Nosotros tenemos fusiles. Atrás de esos matorrales están esos indios mugrientos, eso negros de Satanás. ¡Disparen ya! ¡Fuego graneado!
La primera ráfaga de plomo atravesó la floresta, hizo llorar la savia de los árboles centenarios y gritar a los pájaros; horadó la carne de los primeros defensores.
Entonces apareció el Lobizón. Era tan inmenso, tal fuego infernal había en sus ojos, que los soldados invasores se paralizaron de terror. Soledad se emocionó tanto que no advirtió el impacto del proyectil, el golpe del metal que había penetrado en su pecho y que teñía de rojo sus andrajos. Todavía pudo gritar: «¡Avancen! ¡Néike, néike! ¡Tocá a degüello, viejo Indalecio!», y vio a los adolescentes avanzar con lanzas y machetes, a las ancianas armadas de nuevos bríos salir persiguiendo al enemigo en derrota. Su segundo sapukái fue ahogado por una bocanada de sangre.
Ya no supo en esta vida de la victoria de Ledesma, ni del gemido sobrenatural de la fiera, ni de las lágrimas de sangre que por segunda vez brotaron de los ojos de Lucio.
El gemido quedó cimbrando en el aire y estremecía todo lo vivo, sacudía todo lo inanimado y hacía temblar todo lo muerto. Lucio dejaba su propio gemido atrás y volvía, aturdido de dolor y coraje, a refugiarse en la entraña de la floresta.
Las lágrimas y la sangre se hacían invisibles sobre la tierra colorada.
FIN