La leyenda de Soledad Cruz – Gonzalo Abella

En los casos graves de enfermedad, mordedura de víbora o herida de guerra (estos últimos eran los menos frecuentes) los poderes chamánicos se sumaban, todos oraban juntos a los espíritus del monte y del río. Entonces la antigua rezadora guaraní consultaba sobre pohá ñaná con Ña Soledad. Ésta por su parte se ponía a veces un crucifijo al cuello, el mismo que le había regalado hacía muchos años el Padre Azevedo, consejero de Andresito. Así sentía que sus poderes crecían; pero al hacer honor a su apellido y colgar la Cruz en su pecho, (al contrario de años anteriores, cuando luciera el collar de dientes de jaguareté), sentía por un momento que el espíritu de Lucio parecía más lejano.

Un mes atrás, la avanzada del Ejército ocupante había detectado el refugio principal del grupo de la resistencia. Había sido una casualidad, motivada por la urgencia de los soldados de la avanzadilla invasora de buscar refugio ante un diluvio. Temerosos de caer en una trampa tendida por el grupo de Ledesma, los soldados se replegaron a una zona selvática donde nunca habían detectado actividad de resistencia. Ahí mismo, precisamente ahí, tropezaron con los depósitos de alimentos secos y de pólvora que había acondicionado Ledesma con tanto cuidado.

Ahora Soledad comprendía que estaban totalmente a la intemperie. Quizás veía más claro que los demás. Ella no se nutría tanto del odio que alimentaba a Ledesma, que alimentaba a otros hombres y aún a algunas mujeres; ella cultivaba el odio con cuidado, impidiendo que la cegara; y posiblemente por eso percibía mejor que los demás el deterioro de salud de los niños y los ancianos.

La «Helípa Quíno» apenas se arrastraba, pero seguía compartiendo en secreto su ración con los niños más hambrientos, que la seguían codiciosos.

Soledad encaró finalmente al comandante:

—No podemos seguir así, Cheledesmita.

—Ya sé, Soledad. Pero si nos abrimos paso por el río corremos el peligro de caer en una trampa.

—Sólo por el río romperemos el cerco.

—Nos deben estar esperando. La guerra es así. El Padre Monterroso, cuando nos hablaba de Napoleón, decía que el secreto de su éxito militar consistía en suponer siempre que el general enemigo era al menos tan inteligente como él. Entonces, antes de cada batalla, se preguntaba: «Si yo fuera él, ¿qué haría?» Bueno, si yo fuera oficial de Mitre, como hace un mes que nos detectaron, esperaría pacientemente emboscado en el río. Sabe que no tenemos otra salida.

—No tenemos. Estamos en luna menguante, mañana lo intentaremos. Hoy voy a rezar.

—Andá, mujer bruja. Pero no creas que tus rezos y conjuras son más importantes que los fusiles. Eso era antes, cuando los espíritus de la tierra eran poderosos. Hoy nos van abandonando.

—No es así, cambá tonto, vyro tujá. Los espíritus están más sordos porque hacemos demasiado ruido. Me voy con la Helípa Quino. Vamos a rezar juntas al monte.

Las dos ancianas se alejaron hacia un pequeño claro. Una delgada uña de luna asomaba entre las nubes. Felipa Aquino llevaba la mbaraká emplumada del ritual y la caña hueca que golpearía rítmicamente contra el piso en horas de canto monótono. ¿De dónde sacaba tanta energía? La sombras de antepasados de labio perforado y tembetá se le fueron acercando en luciérnagas y escarabajos.

Soledad elevó sus brazos y se concentró. Después pasó su mano por sus senos fláccidos, desnudos debajo de los harapos. Se palpó las costras de las viejas heridas, los costurones de la explosión de aquella batalla de otro tiempo y otro mundo, cuando Lucio la salvó con sus encantamientos de una muerte segura.

Y entonces su viejo cuerpo se puso a danzar y su voz gastada a evocar:

—Viejos hermanos charrúas, Zapicán y Abayubá, Tabobá y Magalona, Anagualpo y Yandinoca; viejos hermanos charrúas muertos en nuestra primera batalla contra Juan de Garay, contra Osuna y Juan Manialbo: vuestros espíritus ahuyentaron al invasor hasta la vuelta de Hernandarias. ¡Hermanos que vencieron a Hernandarias veintinueve años después y doscientos años antes de que comenzara nuestra gesta con Artigas! Hermano afro Indalecio, que con tu trompeta anunciabas tu venta de yuyos y después anunciaste el Grito de Asencio; hermana China María, ¡llamo a tus huesos dormidos en Paysandú! Espíritus de las lejanas montañas que ilumina Viracojcha, allá donde la tierra se llama PachaMama; energía del Alto Perú que entró con el semen de Gabriel en las entrañas africanas de la madre de Lucio, para que Lucio fuera lo que es, el Espíritu de la Fiera, vengador de los oprimidos, padre desde mis entrañas de la profecía que se cumplió…

Disculpen que inquiete su sueño, hermanos y hermanas, desde este rincón lejano de la Patria Grande. Mañana romperemos el cerco, mañana pasaremos por el río. Lo kuñá ha mitâ’í, lo tujá ha lo enfermo, lo herido grave ha lo herido que convalece, todos deberán pasar. Hermano Ansina, a vos que ahora estás en espíritu con el espíritu de Sinforosa y con el espíritu de mi abuela, en Bozal te digo: lo neglo y lo blanco, lo indio y lo mulato, lo mozambique y lo bantú, tolo tenemo que salí, todo quelemo no molí, mocambo selemo dende aquí, te digo dunga la carabalí, fuelte é la tango kilombé, valiente somo candomblé, simple cantamo dende aquí. ¡Lo Neglo tiene que viví!… Panteón del cielo de la gauchería, al que cantó Victoria la payadora: ¡por el puñal en la tumba, por el sagrado sudario que aún cuelga en la horqueta del viraró, por la Virgen Santa que nos socorre, por Santa Bárbara y San Jorge, santos milagrosos…! Pyporé Ñandú Guasú, las cuatro estrellitas que mira el ánima humilde de mi finadita hija Inaê-María de Zumbí; estrellitas que mira el ánima bendita de mi Inaê y en ellas sin ojos ve, ¡en ellas sin ojos ve! la africana madre patria; espíritus invisibles del aire americano, entidades compañeras… ¡Cierren filas con Ogún!

—Amén —dijo la Felipa, sacudiendo el mbaraká emplumado. Y las dos ancianas comenzaron a danzar enfrentadas.

Cuando amanecía volvieron al campamento. Estaban de guardia por ese lado dos CambaCuá, y eran nada menos que Lorenzo Ponchito y Cándido Silva. Soledad sintió aquello como un buen augurio.

—Abuelitas —dijo Cándido; —¿quién puede vencernos si están ustedes de nuestro lado? Cuando creí morir en Cerro Corá, pensé en nuestro santito negro pero también pensé en ustedes. Acérquense, el mate está calentito. Es la última yerba, más yuyos que yerba, pero mañana le sacaremos a lo jaguákuéra toda la yerba que no manche su sangre. ¿O no es así?

XI

Ya no queda mucho. No, no prometí revelarte mi identidad, sólo dije que quizás debería hacerlo.

Creo que no fue necesario, que igual así comprendiste lo esencial. Sos muy especial, ¿sabés? Casi no respirabas bebiendo mi voz antigua y vagamente reconocible.

Me sorprendiste llorando en alguna parte de mi relato, pero eso significa solamente que soy un hombre que ya va para viejo, y entonces, a esta edad, uno se pone un poco sentimental hasta con un antiguo cuento de camino.

Si limpié mis lágrimas en seguida, apresuradamente, eso no significa que fueran de sangre; por cierto, esa es una extraña suposición tuya. La única verdad es que a los hombres no nos gusta que nos vean llorar.

¿Mi collar? Ah, sí, creo que es de dientes de jaguareté, pero eso tampoco significa nada. ¿Qué estás imaginando? Hace tanto tiempo que ocurrió todo lo que evocamos, ha cambiado tanto el mundo, y hace tantos siglos que tú y yo estamos hablando, que ya no recuerdo por qué quise contarte esto. Debe haber sido porque sí, no más.

No hemos parado de hablar, no hemos tenido respiro ¿Te das cuenta? Pero fue tu culpa, me impulsaste a continuar cada vez que me hundía en recuerdos insondables. Y yo, cada vez que entendí tu interés, continué; continué hasta donde no creí en principio llegar, porque descubrí que somos hermanos, de alguna extraña manera, aún sin conocernos en profundidad: somos hermanos de sentimientos. Algo muy extraño nos une.

No estás leyendo; eso es una ilusión. Estás oyendo mis palabras, estás frente a mí. El timbre de mi voz se te vuelve cada vez más familiar, reconocible entre todas las voces.

No veo ahora tu rostro, hasta olvidé tu nombre y tu edad; pero te conozco y te adivino, te siento adentro de mi pecho sin tiempo.

Sólo interrumpimos este hilo enhebrado de evocaciones la noche del viernes, ¿te acordás? porque los viernes yo me encierro en mi chacra y no salgo. Manías de hombre solitario.

Los viernes al atardecer son mi tiempo de intimidad conmigo mismo. La verdad es que no me aburro. Tengo videos, tengo compactdiscs, tengo chimenea y leña abundante, allá en mi pequeña chacra. Tengo recuerdos. Ah, y tengo aparatos para meterme en la virtualidad real… No, quise decir: en la realidad virtual. No sé por qué siempre lo digo al revés.

Sí. Me encierro el viernes al atardecer. ¿Qué hay de raro? Los judíos también tienen eso ¿no? Digo, de retirarse al atardecer del viernes y no hacer nada el sábado. A mí los sábados me duele la cabeza, es mi día de dolor de cabeza, ya lo tengo organizado así.

Dejáme seguir pensando, mientras ensillo el mate con las hojitas de cedrón que traje de la casa del maestro Juan, allá en Artigas, allá donde hace muchos años, pero muchos años, Ansina se acostó con Sinforosa y después ella se hinchó casi al mismo tiempo que Melchora y que Soledad. Creció el vientre de Sinforosa tres veces y así vinieron los hijos de aquella pareja única, de apellido Lencina, de aquella pareja inmensa que tanto amó el viejo solar del Cuareim. Ansina mesmo fue. ¿En qué estábamos?

La columna avanzaba con sigilo de animal selvático. Cada pie desnudo se arqueaba hacia adelante y se introducía entre las hierbas casi sin dejar huella, pero el sigilo no alteraba el ritmo de la marcha de hombres y mujeres, muchos con niños en brazos. Mujeres con parihuelas llevaban a los enfermos e imposibilitados, y los transportaban en el mismo silencio y con la misma celeridad del resto; y algunos ancianos paraguayos llevaban obstinados los huesos de sus seres queridos en cofres y bolsas. Ledesma iba al frente y se había acostumbrado a monologar en alta voz:

—Ahora tengo que ir al frente. Eso hacía Napoleón. No se arriesgaba reí, no se arriesgaba de balde; pero cuando era necesario… ah, entonces sí: iba al frente. Así me lo explicó el cura Monterroso. ¿Por qué me mirás así, vieja bruja?

—Olvidate de Napoleón y rezá más a tus antepasados. Estás muy godo, Cheledesmita. Muy de las Europas. Nosotros somos otra cosa. Si olvidás de dónde viene tu fuerza, si no te apoyás en la sabiduría de tus raíces, te van a llamar Ledesma-Miní.

—Cuidado. Siento ya el rumor del río. Aquí ya vienen de vuelta nuestros exploradores.

Eran dos indios mbya, que operaban como coordinación entre los monteses y las fuerzas de Ledesma. Ahora venían arrastrándose y era difícil distinguirlos por el enmascaramiento vegetal de sus cuerpos.

—¿Qué han visto, hermanos?

—Demasiados son ellos, che karaí Ledesma. Pero atrás está su campamento con comida y ponchos, pólvora y tabaco. ¡Lindas tiendas tienen los hombres de Mitre-jaguá! Hay que dar un rodeo por la orilla.

—¿Cuánto?

—Caminar todo el día. Cruzar por un paso secreto y sorprenderlos por atrás.

—Imposible. Tenemos el impedimento de las familias.

—Que las familias queden con lo KuñáKaraí Guasú Kuéra, con la Helípa y Ña Soledad. Que estas dos viejas sabias las atiendan. Vos, che Ledesma, vení con nosotros con los más fuertes lanceros y lanceras, y ese puñado de criollas Paraguái que saben pelear como las nuestras.

—Está bien. Tienen razón, indios del demonio. Ustedes nos van a guiar. Y vos, Soledad…

—Ordená, Cheledesmita, y no te preocupés por nosotros.

—Me preocupa, sí, porque estamos muy cerca del río. Los exploradores del enemigo suelen cruzarlo y la gente nuestra está muy agotada para replegarse. Ellos tienen perros cazadores ¿entendés? Poné guardia… bueno, qué te voy a explicar, si sos una bruja. Ah, y una cosa más… Soledad… yo… Dejame abrazarte, vieja Cambá. A ver si me pasás algo de tu energía y de tu astucia… Bien fuerte. Pucha que tenés energías todavía, ¿eh? Ahora sí, ¡andando!

Por detrás de Ledesma voló un churrinche. Soledad se preguntó si era el corazón indómito de aquel primer charrúa caído cuando los inicios de la conquista española, y comprendió de golpe que efectivamente era así.

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