La escala del tiempo – Alexander Abramov, Serguei Abramov

Me incliné sobre ella, y sus párpados cerrados ni siquiera se agitaron; estaba sin sentido. En mi mente no cabían dudas ni incertidumbre; sólo una cosa me preocupaba: ¿tendría tiempo antes de que regresase Woycekh? La crisálida de alfombra se movió un poco cuando la cogí entre mis brazos. Desde luego, señor Leszczycki, tenía usted razón. Mis músculos me sirvieron para algo.

Al empujar la puerta con el pie casi derribé al suelo al camarero; evidentemente había estado observando por el ojo de la cerradura o la rendija de la puerta.

-Tenga más cuidado la próxima vez, amigo, si hace esto, corre el riesgo de quedarse sin ojos -reí, mientras pasaba junto a él con la chica en brazos.

No lo convencí. Simplemente se quedó pensativo un minuto. Era obvio que la situación misma y mi tono de voz lo dejaban dudando.

-¿Puedo ayudarle, señor? -preguntó.

-Quédese donde está -dije secamente-. Llevaré a la chica al coche, y esperaré allí a que venga Woycekh. Y no quiero peros.

Agitó afirmativamente la cabeza, abrió la puerta de la calle, y tuve la impresión de que se situaba tras la inscripción en los cristales, quizá pensando que yo no captaría su maniobra desde la calle. Ni siquiera me molesté en volverme. Dejé a la aún inconsciente Elzbeta en el asiento delantero del coche. Aquel último modelo de Plymouth, aunque maltratado y chillonamente repintado, era confortable y muy amplio por dentro. La chica resultó ser tan pequeña y delgada que podía permanecer acostada en el asiento con sólo doblarle un poco las rodillas. Entonces di la vuelta al coche con mucha calma, y estaba abriendo la portezuela del lado del conductor cuando repentinamente alguien me sujetó con fuerza del hombro. Me di la vuelta. Woycekh: el mismo sombrero calado hasta los ojos, la misma boca torcida.

-¿Al caballero le gusta este coche? -Hizo una mueca-. Entonces espero que pierda un minuto en firmarme un cheque.

-Mira dentro, imbécil -dije.

Se inclinó para mirar al interior del coche, y luego se alzó. En aquel segundo recordé los tres últimos rounds del campeonato de Varsovia hacía algunos años. Mi oponente había sido Prohar, un estudiante de cuarto que se entrenaba con Walacek y que, como éste, era ágil y tenía puntería, pero cuyos puñetazos eran débiles. Yo no poseía ninguna velocidad o puntería especial, y la única cosa en que confiaba era en mi golpe de izquierda subiendo, un clásico golpe de knock out. Prohar estaba ganándome claramente a los puntos, y yo seguía tratando de colocarle mi golpe, esperando que bajase la guardia. No lo hizo; perdí, y abandoné el boxeo, como el campeón ruso Shatkov después de su derrota en Roma. En mi patria aún se hablaba casi triunfalmente de cómo se había convertido en uno de los principales profesores de una universidad, había conseguido su doctorado, y eso pese a que aún seguía colgando sus guantes en su despacho. Yo también colgué los míos en mi habitación, como recuerdo, aunque pronto olvidé todo lo relacionado con ellos excepto una cosa: mi golpe maestro, que no logré colocar cuando más lo necesitaba. Lo recordé ahora como un reflejo condicionado, y cuando Woycekh se alzó, quedando totalmente abierto como un novato en su primer combate, le golpeé con la izquierda desde muy abajo, apuntando a su expuesta mandíbula. Puse toda la fuerza de mis músculos y todo el peso de mi cuerpo en aquel golpe, todo lo que tenía. Completamente sin sentido, el cuerpo de Woycekh giró sobre si mismo y se derrumbó en medio de la calle «Mandíbula de cristal», hubiera dicho de él nuestro entrenador.

Más que meterme en el coche, me zambullí en él. Me senté en el mismo borde del asiento y me incliné, aplastándome tanto como me fue posible sobre el volante ¡Justo a tiempo! Algo estalló sobre mi cabeza, dejando dos agujeros redondos en el cristal de la ventanilla lateral y en el parabrisas.

La segunda bala rozó el techo sin siquiera entrar dentro. Escapé de la tercera aplastando mi pie contra el piso del coche y adelantando de forma suicida a un camión cargado de barriles. El que disparó debió ser el camarero y no Woycekh, que seguramente aún no debía haber recobrado el conocimiento.

Conducir en tales circunstancias era difícil y peligroso. Resbalaba del asiento, y además me confundía la calle a oscuras: no sabía a dónde llevaba, así que me detuve. Colocando la cabeza de Elzbeta sobre mis rodillas, giré hacia otra, más iluminada y con más tráfico, tratando de imaginar cómo regresar al hotel o al menos al cruce en el que había permanecido con Leszczycki, pues la casa de Elzbeta estaba enfrente. La muchacha no se había movido ni abierto los ojos. Cuando la había alzado se había limitado a parpadear ligeramente. Tuve la impresión de que se hallaba consciente, que llevaba así bastante tiempo, y que únicamente no abría los ojos porque deseaba averiguar lo que había pasado y adonde la llevaban de nuevo.

Entonces empecé a hablar. Mirando hacia la confusión de la lluvia, el asfalto mojado y las farolas semiocultas por la cortina líquida, hablé y hablé, casi sin aliento y confundido, como si delirase.

-Soy un amigo, Elzbeta. Ahora soy tu mejor amigo, aunque no sepas quién soy ni de dónde vengo. Pero tú me has salvado la vida hoy mismo, en otro tiempo, es cierto, por lo que no lo recordarás. Pero sí debes recordar los versos de Mickiewicz y amarlos. Fue tu libro el que Ziga mutiló tan sacrílegamente. Te recitaré dos versos, el inicio de un soneto, ¿lo recuerdas?: «Viajando por el camino de la vida, cada cual con nuestro propio destino, nos encontramos tú y yo, como dos buques en la mar» Vuelve a leerlo si ha sobrevivido. Tengo el libro, y las cartas siguen en él, allá donde Ziga las escondió hoy ¿pero fue realmente hoy? Me dio una medalla, ya te he hablado de eso Quiero devolverle el volumen de Mickiewikz.

Abrió los ojos, y no demostró la menor sorpresa al hallar un rostro desconocido ante ella Dijo, triste y amargamente.

-Han asesinado a Ziga. Pero no hallaron las cartas. Quería llevarlas a nuestra embajada, sólo que -sus palabras sonaron dubitativas-, ¿es realmente nuestra?

-Es nuestra, Elzbeta. ¡Nuestra! De nuestro país. Las llevarás allí tú misma, y yo te acompañaré. Luego regresarás a Varsovia -proseguí, aún en mi febril delirio-. ¿Hay algún lugar en el mundo más bello que Varsovia?

-No recuerdo. Yo era una niñita, muy, muy pequeña -Su voz sonaba amarga-. Pero, ¿qué queda de Varsovia? Cascotes.

-La han reedificado de nuevo, Elzbeta. Habéis sido engañados, todos los emigrantes habéis sido engañados. La ciudad vieja está como antes.

Iba a contarle cómo había sido resucitado aquel maravilloso rincón de la vieja Varsovia, pero en aquel segundo entramos a toda velocidad en una oscuridad en la que Elzbeta, la ciudad y yo ya no existíamos.

***

Desperté en la oscuridad, en otro marco: no en el coche, sino en el mismo cruce con Leszczycki. La lluvia que había asaltado la ciudad con su breve invasión masiva se estaba yendo hacia el este, dejando tras ella un cielo repleto de estrellas y una calle igualmente negra repleta de los reflejos de las farolas. Eran las diez menos cinco. Leszczycki me miró y sonrió.

-Como ve -dijo-, ha pasado únicamente el tiempo que hubiéramos necesitado para llegar desde el bar hasta este cruce. Pero toda la escala ha sido tocada ya.

No le pregunté qué escala. Me miró con comprensión y simpatía, como si supiese todo por lo que había pasado. Pero en esto me equivocaba.

-No sé nada, Wacek -añadió-. Yo no estaba con usted. Le rodeaba gente de otro tiempo.

-Pero, ¿eran la misma gente?

-Por supuesto.

-¿Qué fue? -quise saber-. ¿Una alucinación inducida?

-¿Qué es lo que usted cree?

-No lo sé. Me gustaría mucho saber cómo acabó la última toma.

-¿Cómo ha dicho? ¿Una toma? ¿Por qué dice eso?

-Una toma es un término que se usa en cine -expliqué-. Habitualmente filman distintas variantes de cada escena. Las llaman tomas.

Se sintió complacido con la comparación.

-Una toma -repitió-. Una toma. Tal vez su toma siga aún en su propio tiempo ¿Quién sabe? Ni siquiera yo sé muy bien cómo funciona esto. El tiempo es como una botella de ginebra: dejé caer un poco, y ahora me alegra haberle podido recoger -Extendió la mano-. No se ofenda. Wacek. Sólo quería ayudarle a probar sus fuerzas, es algo que siempre sirve. Quizá haya crecido algo y ahora sea usted un poco más sabio. No se irrite con un viejo.

-No estoy irritado -dije-. Simplemente, no comprendo.

-Ni tiene por qué. Sólo tiene que pensar que le gasté una broma. Hay biomas muy estúpidas. -Suspiró y, sin decir adiós, se marchó, pasando junto a peatones que habían aparecido de algún sitio. Como nosotros, debían haber estado esperando a que cesase el repentino aguacero, y ahora se apresuraban a seguir sus caminos.

Pero yo no me apresuré, sino que traté de aclararme acerca de lo que había pasado. ¿Había sido un sueño? Pero no había estado dormido ni adormecido, aunque hubiera perdido el conocimiento. ¿Hipnosis? Jamás había oído hablar de esa forma de hipnosis. Además, ¿era posible? Seis diferentes alucinaciones instantáneas en una milésima, quizá incluso en una millonésima de segundo. ¿Y podía una alucinación producir una quemadura? Me alcé la manga, y vi claramente la marca azul púrpura dejada por el cigarrillo de Woycekh, y el despellejamiento de los nudillos de mi mano izquierda: otra señal de mis encuentros con Woycekh. ¿Y la medalla? ¡Naturalmente, allí estaba! La saqué de mi bolsillo y la contemplé a la luz. No era una medalla fantasmagórica, no era ilusoria, sino que se trataba de una verdadera medalla de bronce viejo. El grabado de Poniatowski con la corona de laurel sobre su frente y la inscripción que la rodeaba: «Vivió para su patria, murió por su honor…» Todo aquello no era fantasmal, ilusorio. Podía palpar cada letra.

Y el volumen de Mickiewicz estaba en su sitio. No lo saqué, simplemente palpé el perfil repujado en la portada. Así que todo había pasado realmente. No era una alucinación, ni un sueño, ni una visión hipnótica. La pitillera de Leszczycki había tocado su escala para mí, y me había hecho vivir media hora o una hora, cada vez de una forma distinta. Realmente había yacido con el pecho perforado por las balas, había corrido para salvar mi vida en una loca carrera automovilística, había luchado por el honor de Elzbeta, me había convertido en el propietario de las cartas cuya publicación aterrorizaba tanto a los emigrantes blancos.

La medalla, el libro de Mickiewicz y las cartas eran visitantes de otro tiempo. Quizá en el nuestro tuvieran sus contrapartidas, pero ¿cambiaba eso algo? Ziga deseaba llevar las cartas a la embajada, y yo prometí ayudar a Elzbeta en eso ¿Había pasado todo en un mismo tiempo, o había pasado en realidad? Lo importante era que ahora yo era dueño de mi propio tiempo.

Sin dudar, sin detenerme a pensarlo, caminé con determinación, cruzando la calle hacia la muy familiar puerta que había enfrente.

FIN