Con un gemido, miró impotente que le acariciaba la mejilla y luego se inclinaba hacia él y le susurraba algo al oído. Finalmente, el hombre se dio la vuelta en dirección a su coche. Cuando el coche salió hacia la calle, Libby cerró la puerta lentamente.
Asqueado consigo mismo, Trent golpeó el volante. Sólo había estado pensando en él y en Kylie. Era evidente que había algo entre Libby y Doug. Después de tantos años soltera, se merecía lo mejor. ¿Quién era él para causar complicaciones?
Weezer tenía razón en una cosa. Su cabeza y su corazón estaban en guerra. «Actúa con conocimiento», le había dicho. Y el conocimiento le decía que encendiera el contacto y se alejara de allí.
Pero en lugar de hacerlo, sacó la llave y la guardó en el bolsillo, salió del coche y se dirigió a la casa. En aquel caso, ni todo el conocimiento del mundo podría contener los deseos de su corazón.
* * * * *
Cuando Doug se marchó, Libby se quitó los zapatos y se sentó en la mecedora, observando desde allí el fuego. Mona emergió desde debajo del sofá donde se había refugiado y saltó a su regazo. Pero ni siquiera el tranquilo ronroneo de la gata podía calmar sus nervios afilados. Tal vez fuera cansancio, pero el regocijo mostrado por Doug tras haber pasado el día juntos y los excitantes planes para el siguiente fin de semana, la habían dejado exhausta.
Quería compartir su entusiasmo y notar el corazón acelerado cada vez que la besaba, contemplar con felicidad el futuro que él quería con ella. Agradecía el manto protector con que Doug la cubría y sus gestos siempre considerados, pero faltaba algo. Algo importante.
Cerró los ojos y su mente se llenó de recuerdos de otra época otras noches mucho tiempo atrás… y su cuerpo ardiente de deseo. ¿Podría vivir en un matrimonio desprovisto de pasión?
La llamada a la puerta la sobresaltó. Confusa, dejó a Mona en el suelo, y se levantó. ¿Habría olvidado Doug algo? Eso tenía que ser. Nadie más se presentaría en su casa a esas horas.
Encendió la luz del porche y miró por la mirilla. Al otro lado estaba… Trent. El corazón se le aceleró. ¿Qué fuerza desconocida lo había hecho aparecer desde las profundidades de sus recuerdos sobre sus noches de pasión desbocada? Con dedos temblorosos se estiró el vestido y abrió la puerta.
Trent tenía un brazo apoyado en la jamba de la puerta con expresión seria y el pelo revuelto por el aire de la noche.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—Tenemos que hablar.
Casi se echó a reír. ¿Desde cuándo iniciaba Trent Baker una conversación seria? Era un hombre de acción y siempre decía que hablar lo ponía nervioso. Así que sus problemas siempre acababan resolviéndose en la cama.
—N-no imagino de qué podemos tener que hablar —dijo ella tartamudeando al recordarlo.
—¿Puedo entrar? —preguntó él mirándola suplicante.
—Creo que ya hemos hablado de todo lo que teníamos que hablar.
—Por favor.
—Ya que estás aquí… —dijo haciéndose a un lado para dejarlo entrar.
—Gracias, Lib —dijo él entrando y dirigiéndose al salón.
Libby cerró la puerta pero se detuvo un momento antes de entrar en el salón intentando tranquilizarse. En el aire flotaba el aroma puramente masculino de Trent. A pesar de ella sintió el calor en su cuerpo. Y lo maldijo. No tenía derecho a reaparecer así en su vida en el preciso momento en que estaba a punto de enamorarse de Doug. Trent ya le había arruinado la vida una vez y no dejaría que lo hiciera de nuevo.
Entró a continuación en el salón y se acomodó en la mecedora mirando con frialdad al hombre que una vez amó.
—Muy bien. Hablemos.
Trent no se movió. Ahora que estaba delante de ella evitando a toda costa mirar su bonito cuerpo encapsulado en aquel vestido tan sexy, no sabía por dónde empezar.
—No he podido mantenerme al margen —comenzó con torpeza.
Libby alzó una ceja.
—Lo que quiero decir es que necesitaba verte esta noche.
Libby miró el reloj de cuco con desaprobación.
—¿Qué demonios era tan urgente?
—Quiero que me hables de Doug Travers.
—¿Qué pasa con él?
—¿Vais en serio? —preguntó sentándose en el sofá y apoyando las manos en las rodillas.
—¿Y en qué forma podría incumbirte?
Incluso a él mismo le parecía que se estaba comportando como un idiota, yendo allí a pedirle explicaciones sobre su vida privada.
—Esperaba que sí pudiera ser de mi incumbencia.
—Trent, soy la profesora de tu hija. Ahí se acaba toda nuestra relación —dijo ella y sus ojos parecieron brillar al decirlo, alentando las esperanzas de Trent.
Mona salió de debajo del sofá y se acercó a él, frotándose delicadamente contra su pierna.
—Siempre te gustaron los gatos —dijo recordando el gatito negro que una vez encontró al salir de una tienda y adoptó—. ¿Qué le ocurrió a Belcebú?
—Vivió muchos años pero tuve que llevarlo a que lo sacrificaran.
—¿Recuerdas cómo le gustaba meterse en mis botas de esquí?
—¿No te parece que es un poco tarde para recuerdos inútiles?
—¿Lo es? —dijo él extendiendo la mano y tomando la de ella sin poder contenerse.
Los ojos de Libby contaban toda una vida de tristeza en parte por su culpa. Esperó sin perder ojo de la forma en que subía y bajaba el pecho de Libby con su respiración, un escote que lo llamaba a enterrar su rostro en él pidiendo perdón.
Tras un silencio incómodo, Libby se levantó y, dejando caer los brazos a lo largo de los costados, se dio la vuelta. Estaba rígida y se abrazó los hombros con sus brazos.
—Vete por favor —susurró.
Trent deseaba tomarla en sus brazos, memorizar las curvas de su cuerpo, inspirar su perfume y lamer la dulce piel que rodeaba su oreja. Dejarle claro que lo único que quería era cuidar de ella, prometerle que nunca más huiría de sus responsabilidades, de ella. Extendió una mano hacia ella pero la dejó caer con impotencia.
—¿Es eso lo que quieres? Está bien pero volveré.
—¿Por qué? —preguntó ella girándose de golpe—. ¿No me has hecho ya bastante?
Trent le acarició la mejilla con el dorso de la mano.
—Eso fue en el pasado. Ahora es el presente.
—Nada es diferente —dijo ella.
—Sólo esto —dijo él acercándose más y tomándola en sus brazos. Libby abrió mucho los ojos pero, sorprendentemente, no hizo ademán de alejarse—. He cometido muchos errores en mi vida, Lib, pero ninguno tan grande como el de dejarte ir —dijo sintiendo la presión de sus pechos contra su cuerpo, y el grito ahogado de ella—. He venido a pedirte que me des una segunda oportunidad.
Y antes de que pudiera rechazarlo, se inclinó sobre ella y exploró la cálida dulzura de su boca. Con una mano, acarició el cabello oscuro de Libby y con la otra el contorno familiar de su cuerpo, perdiéndose en una maraña de sensaciones. No se cansaba de ella. Sorprendentemente, Libby metió sus dedos en su pelo y sus caderas oscilaron seductoramente contra él.
Pero entonces, Libby lo pensó y se apartó de él, mirándolo con los ojos incendiados de deseo.
—¿Qué demonios te crees que estás haciendo?
—Espero que darte algo en lo que pensar —dijo él sin retroceder y tomó la parka que había dejado en el brazo del sofá—. Ahora me voy.
Libby se alisó el vestido y se dirigió hacia la puerta.
—La próxima vez, espera a ser invitado —dijo abriéndola.
—Lib —dijo Trent deteniéndose en el vano de la puerta—, si Doug es tu hombre, lo aceptaré, pero no te dejaré marchar sin luchar. Quiero otra oportunidad. Eso es todo.
—De ninguna manera.
—¿De veras? Me voy pero me gustaría hacerte una última observación. Ese beso no nos ha dejado indiferentes a ninguno de los dos. Me haces arder de deseo, Lib —susurró—. ¿Hace eso Doug?
—Eso no es asunto tuyo.
Se inclinó hacia ella y le dio un beso en la frente lleno de ternura.
—Piensa en ello, por favor. Es importante —y diciendo eso se giró y corrió hacia su todoterreno pensando en lo que había hecho. Había dos opciones: o la había ofendido sin remedio o había plantado las semillas que acabarían dando fruto.
* * * * *
Lois Jeter alcanzó a Libby a la puerta de la iglesia a la mañana siguiente.
—¿Qué tal tu fin de semana con Doug.
Libby agradeció llevar puestas las gafas de sol para protegerse del reflejo del sol en la nieve. Pero que también la protegerían del escrutinio de su amiga. Lois se daría cuenta rápidamente de los ojos rojos y las bolsas.
—Bien.
—¿Eso es todo? ¿Bien?
—Al menos por ahora. Además, no me gustaría eclipsar a Ray.
Ray Jeter era el pastor de la iglesia y el marido de Lois.
—No te preocupes por eso —tranquilizó Lois—. Dios lo hace todo el tiempo.
No habían hecho nada más que entrar cuando empezó el servicio. Libby se quitó las gafas y su amiga le susurró:
—No creas que te vas a librar. Ray tiene una reunión después de la misa y nosotras iremos a Kodiak a comer. Es hora de hablar, amiga mía.
Libby empezó a objetar pero Lois la hizo callar y se unió a los demás en los cantos. Habitualmente, disfrutaba con los sermones de Ray pero en ese momento sus pensamientos estaban lejos de ser espirituales. Había pasado la mayor parte de la noche tratando de averiguar cuáles eran sus verdaderos sentimientos, racionalizando la reacción a su beso. ¿Otra oportunidad? Debía de estar bromeando.
Unos bancos más adelante, una alumna del colegio la miró y la saludó con una sonrisa desdentada que le produjo un nudo en la garganta. No merecía la adoración que le tenían sus niños. Al menos no en ese momento. Se suponía que estaba enamorada de un hombre y, sin embargo, se había derretido de placer cuando otro la besó. «Me haces arder de deseo, Lib. ¿Hace eso Doug?».
Lujuria ésa tenía que ser la explicación. No estaba dispuesta a sacrificar sus sueños de formar una familia para satisfacer a su libido. Además, las relaciones más duraderas empiezan con una amistad. Y nadie podría pedir un mejor amigo que Doug.
«Pero él no te hace arder de deseo». Las palabras se colaron en su mente y una oleada de rubor invadió sus mejillas. Miró hacia el altar y se preguntó si Dios comprendería la conclusión a la que había llegado. Que el cielo la ayudara pero acababa de darse cuenta de que, en contra de toda lógica, seguía sintiéndose atraída por Trent.
Era casi mediodía cuando llegaron al Kodiak. Weezer, ocupada con la caja, las saludó con la mano. Lois miró en derredor.
—Parece como si las familias de la mitad de nuestros alumnos estuviera aquí.
Libby miró con ojos traviesos por encima de la carta.
—Ventajas de las ciudades pequeñas. Nunca puedes tener intimidad.
—Cuéntame. Soy la mujer del pastor, recuérdalo.
—¿Dónde están las niñas hoy?
—Están pasando el fin de semana en unas jornadas alumnos-profesores en Bozeman.
Las hijas adolescentes de Lois eran muy activas y participaban en casi todas las actividades que ofrecía el instituto. Cuando estaba con los Jeter, Libby siempre sentía el aguijón de la envidia. Eran unas niñas afortunadas. Y unos padres afortunados.
—¿Entonces Ray y tú habéis pasado solos el fin de semana?
—No te hagas muchas ideas. Los sábados por la noche en nuestra casa se reservan para dar los últimos retoques al sermón del domingo. Me interesa mucho más tu fin de semana —dijo ella riéndose.
Libby le contó la versión corta de lo que había hecho con Doug y, cuando vio que se acercaba la camarera para tomarles nota, miró la carta. Las dos pidieron ensalada Cobb. Cuando se marchó, Lois apoyó ambas manos en la mesa y se inclinó hacia delante.
—Libby, ¿dónde está tu alegría?
—¿Qué quieres decir? —preguntó ella mientras desdoblaba cuidadosamente la servilleta en un intento por ganar tiempo.
—Literalmente, lo que me cuentas suena idílico. Ese hombre está loco por ti. Sin embargo, no noto emoción en tu voz.
—Me acosté tarde. Supongo que estoy cansada.
—¿Te has olvidado de con quién estás hablando? —dijo Lois poniéndole la mano en el antebrazo—. Soy la mujer del pastor. Escucho muchas confidencias, así que he desarrollado un gran poder intuitivo con los años y ahora me dice que tienes un problema.
Libby miró a Lois a los ojos. Estaba preocupada por ella y sabía que su amiga era un lugar seguro en el que posar la carga que llevaba encima. La tentación era abrumadora.
—Es cierto. Algo ha cambiado.
—¿Quieres contármelo?
Antes de que Libby pudiera responder oyó una vocecita alegre a su espalda.
—Mira papá, es la señorita Cameron —dijo acercándose a ellas—. Hola —sonrió a Libby—. Ya sé esquiar —dijo con voz triunfal.
—Eso es maravilloso.
Trent se acercó y puso las manos en los hombros de su hija. Libby miró a Lois.