—¡Genial! —Peter cerró Hechicería de golpe—. Este es casi todo de diagramas. ¿Qué dice?
Se acercó al alféizar y se inclinó al lado de Charmain para leer ambos la entrada.
—Lubbock: criatura, afortunadamente, rara. Los lubbocks son insectos de color violáceo y de cualquier tamaño, entre un saltamontes y mayor que un humano. Son muy peligrosos, aunque actualmente, por suerte, sólo se encuentran en zonas salvajes o deshabitadas.
Los lubbocks atacan a cualquier humano que ven, ya sea con sus apéndices en forma de pinza o con su formidable probóscide. Durante diez meses al año se limitan a trocear a los humanos para comérselos, pero durante los meses de julio y agosto llega la temporada del apareamiento y, entonces, son especialmente peligrosos; durante esos meses, están al acecho de humanos viajeros y, cuando capturan uno, ponen en él sus huevos. Estos eclosionan después de doce meses, momento en el cual el primero en romperse se come al resto, y ese único lubbock se abrirá camino fuera de su huésped humano. Si el humano es macho, morirá. Si el humano es hembra, dará a luz del modo habitual y tal descendencia se denominará LUBBOCKIN. Normalmente, después de esto, la hembra muere.
«¡Cielo santo, me escapé por los pelos!», pensó Charmain, y su mirada y la de Peter volaron a la siguiente entrada:
«Lubbockin: descendencia de un LUBBOCK y una hembra humana. Estas criaturas suelen tener la apariencia de un bebé humano, excepto porque siempre tienen los ojos de color violeta. Algunos tienen la piel violeta, y unos pocos pueden llegar incluso a nacer con alas vestigiales. Las comadronas acaban con los lubbockins nada más verlos, pero en muchos casos los lubbockins se crían por error como si fuesen niños humanos. Todos son, casi sin excepción, malvados y, dado que los lubbockins pueden reproducirse con humanos, su naturaleza malvada no desaparece hasta pasadas bastantes generaciones. Se rumorea que muchos habitantes de tierras remotas como High Norland y Montalbino deben su origen a un ancestro lubbockin».
Es difícil describir el efecto que esta lectura tuvo en Charmain y Peter. Ambos desearon no haberlo leído. El soleado estudio del tío abuelo William parecía, de repente, del todo inseguro, con extrañas sombras en los rincones. De hecho, pensó Charmain, toda la casa lo parecía. Ella y Peter se vieron escudriñándolo todo nerviosos y, después, mirando por la ventana en busca de algún peligro en el jardín. Ambos brincaron cuando Waif dio un bostezo fuera, en algún punto del pasillo. Charmain quería salir corriendo a asegurarse de que la ventana del fondo del pasillo estaba bien, bien cerrada. Pero antes tenía que mirar a Peter con muchísima atención en busca de alguna señal violeta en él. Al fin y al cabo, le había dicho que venía de Montalbino.
Peter se había puesto palidísimo. Mostraba unas cuantas pecas cruzándole la nariz, pero eran pálidas pecas de color naranja, y los escasos pelos nuevos que crecían en su barbilla era también de tono anaranjado. Sus ojos eran de un color marrón tostado; no se parecían nada a los ojos verde-amarillento de la propia Charmain, pero tampoco eran violetas. No le costó nada ver todo esto porque Peter estaba estudiándola a ella con el mismo cuidado. Notó la cara fría. Estaba segura de que estaba tan pálida como la de Peter. Finalmente, ambos hablaron al mismo tiempo.
Charmain dijo:
—Tú eres de Montalbino. ¿Tu familia es lila?
Peter dijo:
—Tú te encontraste con un lubbock. ¿Puso sus huevos en ti?
Charmain contestó:
—No.
Peter respondió:
—A mi madre la llaman la Bruja de Montalbino, pero en realidad es de High Norland. Y no es lila. Cuéntame cosas sobre ese lubbock que viste.
Charmain le explicó cómo había saltado por la ventana y había llegado al prado en la montaña donde el lubbock se había colado en la flor azul y…
—Pero ¿te tocó? —la interrumpió Peter.
—No, porque me caí por el borde antes de que pudiese —explicó Charmain.
—Caíste por el… Y entonces, ¿por qué no estás muerta? —preguntó Peter. Se apartó un poco de ella, como si pensase que podía ser algún tipo de zombi.
—Hice un hechizo —le contestó Charmain, quitándole importancia porque estaba muy orgullosa de haber hecho magia de verdad—. Un hechizo para volar.
—¿En serio? —dijo Peter mitad interesado y mitad incrédulo—. ¿Qué hechizo para volar? ¿De dónde?
—De ese libro —aclaró Charmain—. Y cuando caí, empecé a flotar y aterricé sin hacerme daño en el camino del jardín. No hace falta que me mires con esa cara de incredulidad. Había un kobold llamado Rollo en el jardín cuando aterricé. Pregúntale a él si no me crees.
—Lo haré —afirmó Peter—. ¿Qué libro era? Enséñamelo.
Charmain se apartó la trenza de encima del hombro con superioridad y se dirigió al escritorio. Parecía que El livro del palimpsesto estaba intentando esconderse. En cualquier caso, no estaba donde ella lo había dejado. A lo mejor Peter lo había movido. Lo encontró al fondo, perdido en la fila de Res mágica, como si fuese otro tomo de la enciclopedia.
—Aquí —dijo tirándolo encima de Hechicería—, ¡cómo te atreves a dudar de mi palabra! Y ahora, voy a buscar un libro para leer.
Se acercó a una de las estanterías y empezó a elegir posibles títulos. Ninguno de los libros parecía contener historias, que es lo que hubiese preferido Charmain, pero algunos parecían bastante interesantes. ¿Qué decir de El taumaturgo como artista, por ejemplo? ¿O de Memorias de un exorcista? Por otro lado, Teoría y práctica de la invocación coral parecía, sin duda, aburrido, pero a Charmain le gustó bastante el que estaba a su lado, titulado La varita de doce puntas.
Mientras tanto, Peter se había sentado al escritorio y hojeaba El livro del palimpsesto, entusiasmado. Charmain estaba descubriendo que El taumaturgo como artista estaba lleno de frases desconcertantes como «así, nuestro pequeño mago feliz puede hacernos oír una dulce música como la que hacen las hadas» cuando Peter dijo enfadado:
—Aquí no hay ningún hechizo para volar. Lo he mirado de arriba abajo.
—A lo mejor lo gasté —sugirió Charmain no muy convencida. Echó una ojeada a La varita de doce puntas y le pareció que prometía.
—Los hechizos no funcionan así —objetó Peter—. En serio, ¿dónde lo encontraste?
—Ahí. Ya te lo he dicho —dijo Charmain—. Y si no te crees una palabra de lo que digo, ¿por qué sigues preguntándome?
Dejó resbalar sus gafas por la nariz, cerró el libro de golpe y se llevó un montón de posibles lecturas al pasillo, donde cerró la puerta del estudio en las narices de Peter y atravesó la puerta del baño de un lado a otro hasta que alcanzó el salón. Decidió quedarse allí, a pesar de la humedad. Después de leer aquella entrada en Res mágica, irse fuera, al sol, ya no parecía seguro. Pensó en el lubbock asomándose por encima de las hortensias y se apretó con fuerza en el sofá.
Estaba absorta en La varita de doce puntas, incluso estaba empezando a entender de qué iba, cuando sintió un golpe seco en la puerta principal. Charmain pensó, como siempre: «Ya abrirá alguien», y siguió leyendo.
La puerta se abrió con un chirrido impaciente. La voz de tía Sempronia dijo:
—Pues claro que está bien, Berenice. Sólo tiene la nariz metida en un libro, como siempre.
Charmain se despegó del libro y se quitó las gafas a tiempo de ver a su madre siguiendo a tía Sempronia y entrando en casa. Como siempre, tía Sempronia iba vestida de forma espectacular con rígida seda. La señora Baker iba respetablemente vestida de gris con cuello y puños blancos, y llevaba un respetable sombrero gris.
«Suerte que me he puesto ropa limpia…», empezó a pensar Charmain cuando cayó en la cuenta de que el resto de la casa no estaba, para nada, en condiciones de ser vista por ninguna de aquellas dos mujeres. No sólo la cocina estaba llena de platos de persona y de perro sucios, burbujas, ropa sucia y un gigantesco perro blanco, sino que además Peter estaba en el estudio. Madre seguramente sólo vería la cocina y ya sería suficientemente malo. Pero tía Sempronia era (casi seguro) bruja, y encontraría el estudio y se toparía con Peter. Entonces madre querría saber qué hacía allí un chico desconocido. Y cuando Peter se explicase, madre diría que, en tal caso, Peter podría cuidar de la casa del tío abuelo William y Charmain debería comportarse de manera respetable y volver a casa enseguida. Tía Sempronia estaría de acuerdo y Charmain se vería obligada a volver a casa. Y se acabarían la paz y la libertad.
Charmain se puso en pie de un salto y sonrió histéricamente; su sonrisa era tan amplia y acogedora que le pareció que se había hecho un esguince en la cara.
—¡Oh, hola! —exclamó—. No he oído la puerta.
—Nunca lo haces —repuso tía Sempronia.
La señora Baker escudriñó a Charmain, nerviosa.
—¿Estás bien, mi amor? ¿Bien del todo? ¿Por qué no te has recogido el pelo como Dios manda?
—Me gusta así —dijo Charmain arrastrando los pies para quedarse entre las dos mujeres y la puerta de la cocina—. ¿No crees que me queda bien, tía Sempronia?
Tía Sempronia se apoyó en su parasol y la miró para juzgarlo.
—Sí —respondió—, te queda bien. Pareces más joven y rellenita. ¿Es ese el aspecto que quieres tener?
—Sí, es ese —afirmó Charmain desafiante.
La señora Baker suspiró.
—Cariño, me gustaría que no contestases de un modo tan arrogante. Ya sabes que a la gente no le gusta. Pero estoy contenta de verte tan bien. Me he pasado despierta la mitad de la noche oyendo la lluvia y deseando que el tejado de esta casa no tuviese goteras.
—No tiene goteras —dijo Charmain.
—O temiendo que te hubieses dejado una ventana abierta —añadió su madre.
Charmain se estremeció.
—No, cerré las ventanas —dijo, y supo al instante que Peter estaba abriendo en aquel momento la ventana que daba al prado del lubbock—. De verdad que no tienes nada de qué preocuparte, madre —mintió.
—Bueno, para ser sincera, sí que estaba un poco preocupada —admitió la señora Baker—. Es tu primera vez fuera del nido, ya sabes. Hablé con tu padre de ello. Dijo que a lo mejor no te las estabas apañando para comer como es debido —levantó la abultada bolsa bordada que llevaba—. Te preparó algo más de comida en esta bolsa. Iré a dejártela en la cocina, ¿puedo? —preguntó, y empujó a Charmain fuera del paso, dirigiéndose a la puerta interior.
«¡No! ¡Socorro!», pensó Charmain. Agarró la bolsa bordada de un modo que esperaba fuese de lo más amable y civilizado y no el tirón brusco que le hubiera gustado dar, y dijo:
—No tienes que molestarte, madre. Yo la llevo ahora mismo y te traigo la otra.
—¿Por qué? No es molestia, mi amor —protestó su madre aferrándose a la bolsa.
—Porque antes tengo una sorpresa para ti —dijo Charmain a toda prisa—. Tú ve a sentarte. Ese sofá es muy cómodo, madre —«y está de espaldas a la puerta»—. Siéntate, tía Sempronia.
—Pero si será un momento —objetó la señora Baker—. Lo dejaré en la mesa de la cocina, donde puedas encontrarlo…
Charmain agitó su mano libre. Su otra mano sujetaba la bolsa como si le fuera la vida en ello.
—¡Tío abuelo William! —gritó—. ¡Café de la mañana! ¡Por favor!
Para su alivio, la amable voz del tío abuelo William contestó:
—Golpea el carrito del rincón, querida, y di: «Café de la mañana».
La señora Baker dio un respingo y buscó de dónde salía la voz. Tía Sempronia miró sorprendida, después extrañada y se acercó para darle un suave golpe al carrito con su parasol.
—¿Café de la mañana?
Al momento, la habitación se llenó del agradable aroma del café. Una alta cafetera plateada estaba en el carrito echando humo junto con unas tacitas doradas, una lechera dorada, un azucarero plateado y un plato con pastelillos de azúcar. La señora Baker estaba tan sorprendida que soltó la bolsa bordada. Charmain la puso rápidamente detrás del sillón más cercano.
—Una magia muy elegante —comentó tía Sempronia—. Berenice, ven, siéntate aquí y deja que Charmain empuje el carrito hasta el sofá.
La señora Baker obedeció con aspecto aturdido y, para gran alivio de Charmain, la visita empezó a convertirse en un elegante y respetable café matinal. Tía Sempronia sirvió el café mientras Charmain pasaba los pastelillos. Charmain estaba de cara a la puerta de la cocina sosteniendo el plato para tía Sempronia cuando se abrió la puerta y apareció la cara de Waif por el hueco, obviamente atraída por el olor de los pastelillos.