—¿De noche? —dijo Charmain.
—Los kobolds solemos salir más de noche —respondió el pequeño hombre azul—, pero te he preguntado si eres tú quien está ahora al cargo.
—Bueno —dijo Charmain—, más o menos.
—Me lo imaginaba —dijo satisfecho el kobold—. Vi cómo «los altos» se llevaban al mago. Entonces, querrás que corte todas estas hortensias, ¿no?
—¿Para qué? —inquirió Charmain.
—Me encanta cortar cosas —explicó el kobold—. Es lo que más me gusta de la jardinería.
Charmain, que no había pensado en la jardinería en toda su vida, reflexionó.
—No —dijo—, el tío abuelo William no las tendría si no le gustasen. Volverá pronto, y creo que le molestaría encontrarse con que las han cortado. ¿Por qué no te limitas a hacer tu habitual trabajo nocturno y ya vemos qué hacemos cuando él vuelva?
—Oh, el dirá que no, por supuesto —dijo el kobold tristemente—. Es un aguafiestas, el mago. ¿La tarifa habitual, pues?
—¿Cuál es tu tarifa habitual? —preguntó Charmain.
El kobold contestó enseguida:
—Me conformaré con una taza de oro y una docena de huevos frescos.
Por suerte, la voz del tío abuelo William surgió del aire al mismo tiempo:
—A Rollo le pago una pinta de leche por noche, querida, que se le envía mágicamente. No tienes que ocuparte de nada.
El kobold golpeó el suelo con indignación.
—¿Qué te dije? Un aguafiestas. Y, además, mucho voy a trabajar si te quedas ahí sentada en mitad del camino toda la noche.
Charmain respondió muy digna:
—Sólo estaba descansando. Ya me iba.
Se levantó con una sorprendente sensación de pesadez, por no hablar del temblor de rodillas, y se arrastró camino arriba hacia la puerta principal. «Debe de estar cerrada —pensó—. Quedaré como una tonta si no puedo entrar».
La puerta se abrió de par en par antes de que ella llegara, dejando escapar un sorprendente rayo de luz y, con él, la pequeña y juguetona silueta de Waif, que aullaba y daba vueltas contento de volver a ver a Charmain. Ella estaba tan agradecida de volver a casa y de que le dieran la bienvenida que cogió a Waif en brazos y lo llevó dentro mientras este se agitaba e intentaba lamer la mejilla de Charmain.
Una vez dentro, la luz parecía seguirla mágicamente.
—Bien —dijo Charmain—. Así no tendré que buscar velas.
Pero en sus pensamientos gritó con desesperación: «¡Me he dejado la ventana abierta! ¡El lubbock podría entrar!». Dejó caer a Waif en el suelo de la cocina y atravesó corriendo la puerta, para ir después a la izquierda. La luz brillaba en el pasillo, y ella corrió hacia el fondo y cerró la ventana de golpe. Por desgracia, la luz hacía parecer el prado tan oscuro que no importaba lo mucho que se empeñase en mirar a través del cristal, no podía saber si el lubbock estaba ahí fuera o no. Se consoló pensando que no había podido ver la ventana desde el prado, pero, a pesar de todo, estaba temblando.
No parecía capaz de parar de temblar. Se fue temblando a la cocina, siguió temblando mientras compartía una empanada de cerdo con Waif y tembló aún más porque el charco de té se había extendido por debajo de la mesa y le había dejado la panza marrón y húmeda a Waif. Cada vez que Waif se le acercaba, una parte de Charmain se pringaba también de té. Finalmente, Charmain se quitó la blusa, que llevaba abierta a causa de los dos botones que le faltaban, y limpió con ella el té. Por supuesto, aquello le hizo temblar aún más. Fue a buscar el jersey grueso de lana que la señora Baker le había puesto en la maleta y se acurrucó en él, pero seguía temblando. Tal como había estado amenazando, empezó a llover. La lluvia golpeaba en la ventana y repiqueteaba por la chimenea, y Charmain se puso a temblar aún más. Supuso que se debía al susto, pero seguía teniendo frío.
—¡Vaya! —gritó—. ¿Cómo enciendo un fuego, tío abuelo William?
—Creo que dejé el hechizo en su sitio —dijo la voz amable surgiendo de la nada—. Limítate a arrojar a la chimenea algo que prenda y di en voz alta: «Enciéndete, fuego», y lo tendrás.
Charmain miró alrededor en busca de algo que prendiese. Había una bolsa a su lado, sobre la mesa, pero aún contenía otra empanada de cerdo y una tarta de manzana. Además, la bolsa era bonita: tenía unas flores bordadas por la señora Baker. Por supuesto, había papel en el estudio del tío abuelo William, pero eso significaba levantarse a buscarlo. Estaban las bolsas de ropa sucia al lado del fregadero, pero Charmain estaba bastante segura de que al tío abuelo William no le iba a gustar que le quemasen la ropa sucia. Por otro lado, estaba su propia blusa, sucia, empapada de té y con dos botones de menos, arrugada en el suelo a sus pies.
—Seguramente, ya no tiene arreglo —dijo. Cogió el bulto marrón y húmedo y lo lanzó a la chimenea—. Enciéndete, fuego —ordenó.
El hueco de la chimenea cobró vida. Durante un minuto más o menos, hubo el fuego más agradable que se pueda imaginar. Charmain suspiró con placer. Estaba acercando la silla al calor cuando las llamas se convirtieron en siseantes nubes de vapor. Después, elevándose por encima del vapor, llenando la chimenea y propagándose por la habitación, surgieron burbujas. Grandes y pequeñas, brillaban con los colores del arco iris, salían de la chimenea e invadían la cocina. Llenaban el aire, se apoyaban sobre los objetos, iban a la cara de Charmain, se rompían con un leve suspiro y seguían saliendo. En cuestión de segundos, la cocina se había convertido en una caliente y húmeda tormenta de espuma, lo suficientemente grande para obligar a Charmain a contener la respiración.
—¡Me había olvidado de la pastilla de jabón! —exclamó jadeando en el aire repentinamente caliente.
Waif decidió que las burbujas eran sus enemigas personales y se retiró bajo la silla de Charmain, ladrando como un loco y gruñendo a las burbujas que explotaban. Resultaba sorprendentemente ruidoso.
—¡Cállate! —espetó Charmain. El sudor le corría por la cara, y el pelo, que se le había soltado sobre los hombros, goteaba de vapor. Apartó una nube de burbujas de un manotazo y dijo—: Creo que me voy a quitar la ropa.
Alguien golpeó la puerta trasera.
—Tal vez no —recapacitó Charmain.
La persona de fuera volvió a golpear la puerta. Charmain se quedó sentada donde estaba, esperando que no fuese el lubbock. Pero cuando golpearon la puerta por tercera vez, se levantó a regañadientes y se abrió camino entre las burbujas para ver quién era. Debía de ser Rollo, supuso, que intentaba resguardarse de la lluvia.
—¿Quién es? —gritó a través de la puerta—. ¿Qué quieres?
—¡Necesito entrar! —respondió a gritos la persona de fuera—. Está lloviendo a cántaros.
Quienquiera que fuese sonaba joven y no tenía la voz áspera como Rollo ni zumbaba como el lubbock. Y Charmain oía la lluvia caer, incluso a pesar del siseo del vapor y el repiqueteo continuo y tranquilo de las burbujas explotando. Pero podía ser una trampa.
—¡Déjame entrar! —gritó la persona de afuera—. El mago me espera.
—¡Eso no es verdad! —respondió Charmain a gritos.
—¡Le escribí una carta! —gritó la persona—. Mi madre se las arregló para que yo viniera. ¡No tienes derecho a dejarme aquí fuera!
El cerrojo de la puerta se agitó. Antes de que Charmain pudiera hacer otra cosa que poner las dos manos para mantenerla cerrada, la puerta se abrió de golpe y un chico calado hasta los huesos se coló en el interior. Su pelo, que seguramente era rizado, le rodeaba la cara en mechones castaños chorreantes. Su chaqueta, de aspecto elegante, y sus pantalones eran negros y brillaban por la humedad, al igual que la gran mochila que llevaba a la espalda. Sus botas chirriaban al andar.
Empezó a soltar vapor en cuanto entró. Se quedó mirando el montón de burbujas flotando, a Waif que no dejaba de ladrar bajo la silla, a Charmain aferrada a su jersey y lanzándole miradas por entre sus mechones pelirrojos, la pila de platos sucios y la mesa llena de teteras. Sus ojos se posaron en las bolsas de ropa sucia; todo aquello claramente le superaba. Abrió la boca y se quedó allí plantado, mirándolo todo de nuevo y soltando vapor en silencio.
Pasado un momento, Charmain se acercó a él y le puso una mano en la barbilla, donde crecían unos cuantos pelos que demostraban que era mayor de lo que aparentaba. La empujó hacia arriba y su boca se cerró con un ruido sordo.
—¿Te importaría cerrar la puerta? —pidió ella.
El chico miró detrás a sus espaldas y vio la lluvia colándose en la cocina.
—¡Oh! —dijo—. Sí.
Empujó la puerta hasta que se cerró.
—¿Qué es lo que pasa? —preguntó—. ¿Tú también eres aprendiz del mago?
—No —contestó Charmain—. Cuido la casa mientras el mago no está. Está enfermo, ¿sabes?, y los elfos se lo han llevado para curarle.
El chico parecía muy decepcionado.
—¿No te dijo que yo iba a venir?
—En realidad, no tuvo tiempo de decirme nada —dijo Charmain. Su mente voló al montón de cartas bajo Das Zamberbuch. Una de esas peticiones desesperadas al mago para que le enseñase a alguien debía ser de ese chico, pero los ladridos de Waif le impedían pensar—. Cállate ya, Waif. ¿Cómo te llamas, chico?
—Peter Regis —respondió él—. Mi madre es la bruja de Montalbino. Es íntima amiga de William Norland y es quien acordó que yo viniera. Cállate, perrito. Se suponía que yo iba a venir.
Se liberó de la húmeda mochila y la tiró al suelo. Waif dejó de ladrar para aventurarse a salir de debajo de la silla y husmear la mochila por si era peligrosa. Peter cogió la silla y colgó su húmeda chaqueta en ella. La camisa que llevaba debajo estaba casi igual de empapada.
—Y tú, ¿quién eres? —preguntó él, escudriñando a Charmain por entre las burbujas.
—Charmain Baker —respondió, y continuó—: Nosotros siempre llamamos al mago tío abuelo William, pero en realidad es familia de tía Sempronia. Vivo en High Norland. ¿De dónde eres? ¿Por qué has venido por la puerta de atrás?
—He bajado desde Montalbino —explicó Peter—. Y, para que lo sepas, me he perdido intentando coger el atajo desde el paso. Había venido antes una vez, cuando mi madre estaba negociando que yo fuese el aprendiz del mago Norland, pero parece que no recordaba bien el camino. ¿Cuánto tiempo llevas aquí?
—Sólo desde esta mañana —dijo Charmain, bastante sorprendida al darse cuenta de que no llevaba ni un día allí. Le parecían semanas.
—Ah —Peter miró las teteras entre las burbujas como si calculara cuántas tazas de té se había tomado Charmain—. Parece que llevas semanas.
—Ya estaba así cuando he llegado —replicó Charmain con frialdad.
—¿Sí? ¿Las burbujas y todo? —preguntó Peter.
«Creo que no me gusta este chico», pensó Charmain.
—No —contestó—. Eso ha sido culpa mía. Se me ha olvidado que había tirado el jabón en el hueco de la chimenea.
—Ah —dijo Peter—. Ya me parecía que era un hechizo que no había salido bien. Por eso he dado por sentado que tú también eras una aprendiz. Bueno, entonces sólo tenemos que esperar a que se acabe el jabón. ¿Tienes algo de comer? Me muero de hambre.
La mirada de Charmain se posó a regañadientes sobre la bolsa de encima de la mesa. La desvió enseguida.
—No —dijo—. La verdad es que no.
—Y entonces, ¿qué le vas a dar de comer a tu perro? —inquirió Peter.
Charmain miró a Waif, que había vuelto a meterse debajo de la silla para ladrar a la mochila de Peter.
—Nada. Acaba de comerse media empanada de cerdo —contestó—. Y no es mi perro. Es un animal abandonado que el tío abuelo William acogió. Se llama Waif.
Waif seguía ladrando. Peter dijo:
—Cállate, Waif.
Y se abrió camino entre la tormenta de burbujas hasta donde se acurrucaba Waif bajo la silla. Lo arrastró fuera como pudo y se puso de pie con el animal bocabajo en brazos. Waif soltó un leve gruñido de protesta, agitó las cuatro patas y enroscó su peluda cola entre las patas traseras. Peter se la desenroscó.
—Has herido su dignidad de macho —dictaminó Charmain—. Suéltalo.
—No es un macho —dijo Peter—. Es una hembra. Y no tiene dignidad, ¿verdad, Waif?
Waif no estaba nada de acuerdo y se las arregló para escabullirse de los brazos de Peter y subirse a la mesa. Se cayó otra tetera y la bolsa de Charmain aterrizó encima. Para su disgusto, la empanada de cerdo y la tarta de manzana salieron rodando de ella.
—¡Oh, bien! —dijo Peter arrebatándole la empanada de cerdo a Waif justo antes de que este la alcanzase—. ¿Esta es toda la comida que tienes? —preguntó dándole un gran mordisco.