—Hegemonía gauda —entonó obedientemente Charmain al cuenco. No estaba segura, pero durante la tercera repetición le pareció que los trocitos de cáscara de huevo humeaban un poco alrededor de los botones de perla. «¡Creo que está funcionando!», pensó. Se subió las gafas y miró el paso cuatro. Para entonces, estaba mirando el cuarto paso del «Hechizo para doblegar objetos a la voluntad».
«Coge la pluma —decía— y, usando la mezcla preparada, escribe en un papel la palabra «ylf» rodeada por una figura de cinco lados. Ten cuidado de no tocar el papel al hacerlo».
Charmain cogió la chorreante y pegajosa pluma adornada con trozos de cáscara de huevo y un trozo de pétalo rosa e hizo lo que pudo. No era fácil escribir con aquella mezcla y no parecía haber manera de mantener quieto el papel. Resbalaba y se escurría mientras Charmain mojaba la pluma y rascaba el papel, y la palabra que debía ser «ylf» surgió pegajosa, casi invisible y torcida, y se parecía más a «Hoof» porque el pelo pelirrojo se había salido del cuenco a la mitad y había dibujado extrañas curvas por encima de la palabra. En cuanto a la figura de cinco lados, el papel resbalaba lateralmente mientras Charmain intentaba dibujarla y lo mejor que podía decirse de ella es que, efectivamente, tenía cinco lados. Acabó siendo una siniestra silueta con forma de yema de huevo y un pelo de perro enganchado en un vértice.
Charmain elevó un suspiro, se chafó el pelo hacia atrás con lo que ya era una mano extremadamente pegajosa y miró el paso final, el paso cinco, lo que en ese momento era el paso cinco de un «Hechizo para convertir los deseos en realidad», pero estaba demasiado alterada para darse cuenta. Decía: «Después de volver a meter la pluma en el cuenco, da tres palmadas y di «Tacs»».
—¡Tacs! —dijo Charmain aplaudiendo con sus manos pegajosas.
Era obvio que algo había funcionado. El papel, el cuenco y la pluma desaparecieron en silencio sin dejar rastro. También lo hicieron la mayoría de churretes pegajosos de encima del escritorio del tío abuelo William. El livro del palimpsesto se cerró de golpe. Charmain dio un paso atrás mientras se quitaba los trocitos de cáscara de las manos con gran sensación de cansancio.
—Pero debería poder volar —se dijo a sí misma—. Me pregunto cuál es el mejor sitio para probarlo.
La respuesta era obvia. Charmain salió del estudio y caminó hacia el final de pasillo donde se abría sugerentemente la ventana sobre el prado ondeante. La ventana tenía un alféizar bajo y ancho, ideal para subirse. En cuestión de segundos, Charmain estaba en el prado, bajo el sol del atardecer, respirando el frío aire puro de las montañas.
Allí estaba, en lo alto de ellas, con casi todo High Norland desperdigado a sus pies, ya azul bajo la luz de la tarde. Enfrente de ella, iluminadas por el naranja del sol del ocaso y decepcionantemente cerca, estaban las cumbres nevadas que separaban su país de Strangia, Montalbino y otros países extranjeros. Tras ellas había otras montañas donde grandes nubes grises y púrpura se agrupaban amenazantes. Estaba a punto de empezar a llover allí arriba, como solía ocurrir en High Norland, pero de momento el tiempo era cálido y tranquilo. Había ovejas pastando en otra pradera justo debajo de unas rocas y Charmain pudo oír los mugidos y cencerros de un rebaño de vacas que debía de andar por allí cerca. Cuando miró en esa dirección, se sorprendió un poco al ver que las vacas estaban en una pradera encima de ella y que no había rastro de la casa del tío abuelo William ni de la ventana por la que había saltado.
Charmain no permitió que eso la preocupase. Nunca había estado tan arriba en la montaña y le asombró lo bonito que era todo. La hierba que pisaba era más verde que cualquiera que hubiese visto jamás en la ciudad. Desprendía frescas fragancias. Cuando se fijó, vio que provenían de cientos y cientos de diminutas y exquisitas flores que crecían mezcladas con el césped.
—¡Vaya, tío abuelo William! ¡Qué suerte tienes! —gritó—. ¡Es genial tener esto al lado del estudio!
Deambuló despreocupadamente un rato, evitando las afanosas abejas sobre las flores y haciéndose un ramo con lo que intentaba ser una flor de cada. Cogió un diminuto tulipán escarlata, uno blanco, una brillante flor dorada, una pálida prímula pigmea, una campanuda malva, un girasol azul, una orquídea naranja y una de cada de las espesas matas rosas y blancas y amarillas. Pero las flores que más le atrajeron fueron unas pequeñas flores carnívoras azules, del azul más llamativo que había visto jamás. Charmain pensó, mientras cogía más de una, que debían de ser gencianas. Eran tan pequeñas, tan perfectas y tan azules… No dejaba de alejarse más y más por el prado donde, al final, parecía haber un desnivel de algún tipo. Pensó en saltar por él y comprobar si, efectivamente el hechizo le permitía volar.
Alcanzó el desnivel justo al darse cuenta de que llevaba más flores de las que podía sostener. Había seis tipos nuevos junto al borde rocoso que tendría que dejar donde estaban. Pero entonces se olvidó de las flores y sólo se paró a mirar.
El prado acababa en un barranco que llegaba hasta media montaña. Mucho más abajo, junto al hilillo de la carretera, vio la casa del tío abuelo William como una pequeña caja gris en una masa de jardín.
Vio otras casas igual de lejos, desperdigadas por toda la carretera, que desprendían luz de su interior con reflejos naranjas. Estaban tan abajo que Charmain tragó saliva y sus rodillas temblaron un poco.
—Creo que de momento dejaré las prácticas de vuelo —dijo.
«Pero ¿cómo bajo?», inquirió una voz en su interior.
«No pienses ahora en eso —replicó firmemente otra voz interior—. Disfruta de las vistas».
Después de todo, desde ahí arriba se veía casi todo High Norland. Más allá de la casa del tío abuelo William, el valle se estrechaba en una verde y brillante cima con cascadas blancas en el punto en que el paso conectaba con Montalbino. Por el otro lado, pasado el grupo de montañas donde estaba el prado, el hilo de la carretera se unía al más sinuoso hilo del río y ambos se perdían entre tejados, torres y torretas en High Norland. De allí también surgían luces, pero, aun así, Charmain podía distinguir el suave resplandor del famoso tejado dorado de la mansión real con la bandera ondeando sobre él y creyó poder incluso llegar a distinguir la casa de sus padres. Nada estaba demasiado lejos. A Charmain le sorprendió bastante comprobar que el tío abuelo William vivía sólo un poco a las afueras de la ciudad.
Detrás de la ciudad, el valle se ensanchaba. Allí había más luz, fuera de la sombra de las montañas, mezclándose en el lejano crepúsculo con puntos de luz naranja. Charmain vio la alargada y gran silueta de Castel Joie, donde vivía el príncipe heredero, y otro castillo que no conocía. Era alto y oscuro, y de una de sus torretas salía humo. Tras él, la tierra se volvía azul y estaba llena de granjas, pueblos y fábricas que conformaban el corazón del país. Más allá, Charmain llegó incluso a ver el mar, cubierto de nubes y borroso.
«La verdad es que no somos un país demasiado grande», pensó.
Pero el pensamiento se vio interrumpido por un fuerte zumbido que surgía del ramo que tenía en la mano. Lo levantó para comprobar qué estaba haciendo ese ruido. Allí, en el prado, la luz aún brillaba con fuerza, lo suficiente para que Charmain viera que una de sus flores carnívoras, seguramente una genciana, se agitaba y vibraba con un zumbido. Seguramente, por error, había cogido una flor con una abeja. Charmain puso el ramo bocabajo y lo agitó. Algo violeta que zumbaba cayó en la hierba junto a sus pies. No tenía exactamente la forma de una abeja y, en lugar de alejarse volando como haría una de ellas, se sentó en la hierba y empezó a zumbar. Crecía a medida que zumbaba. Charmain se echó a un lado, temblorosa, siguiendo el borde del acantilado. Ya era más grande que Waif y seguía creciendo.
«Esto no me gusta —pensó—. ¿Qué es?».
Antes de que le diera tiempo a moverse o a pensar siquiera, la criatura adquirió el doble de la altura de una persona. Era de color violeta intenso y tenía forma humana, aunque no lo era. Tenía unas pequeñas alas translúcidas en la espalda que al moverse se veían borrosas y siseaban. En cuanto a su cara, Charmain tuvo que apartar la vista. Tenía cara de insecto, con órganos del tacto, antenas y ojos saltones que contenían al menos dieciséis ojos más cada uno.
—¡Oh, cielos! —susurró Charmain—. Creo que esta cosa es un lubbock.
—Yo soy el único lubbock —anunció la criatura. Su voz era una mezcla entre un zumbido y un gruñido—. Soy el lubbock y estas tierras me pertenecen.
Charmain había oído hablar de los lubbocks. La gente del colegio susurraba cosas sobre lubbocks, y ninguna era agradable. Lo único que se podía hacer, o eso decían, era ser muy educado y esperar librarse sin ser picado y posteriormente comido.
—Lo siento mucho —dijo Charmain—. No me había dado cuenta de que me había colado en su prado.
—Te estarías colando pisases donde pisases —gruñó el lubbock—. Toda la tierra que ves es mía.
—¿Qué? ¿Todo High Norland? —exclamó Charmain—. No diga tonterías.
—Nunca digo tonterías —dijo la criatura—. Todo es mío. Tú eres mía.
Y agitando las alas, empezó a acercarse intimidatoriamente a ella con los pies más antinaturales que uno podría imaginarse, como hilos viscosos.
—Muy pronto lo reclamaré todo. Te reclamo a ti primero.
Dio una zancada, acompañada de un zumbido, en dirección a Charmain. Sus brazos aparecieron. También lo hizo un pronunciado aguijón en la parte baja de la cara.
Charmain gritó, le esquivó y cayó por el barranco, soltando las flores.
Capítulo 4
Que nos presenta a Rollo y Peter y nos descubre los misteriosos cambios de Waif
CHARMAIN oyó al lubbock proferir un vibrante grito de rabia, aunque no con demasiada claridad, debido a la velocidad del viento en la caída. Vio el enorme acantilado pasar a toda velocidad ante sus ojos. Ella gritaba sin parar.
—¡Ylf, ylfl —berreaba—. Por Dios santo, acabo de hacer un hechizo para volar, ¿por qué no funciona?
Funcionaba. Charmain se dio cuenta de que así debía de ser cuando la enorme rapidez a la que se aproximaban las rocas descendió a velocidad de caída, después a planeo y, finalmente, flotaba. Por un momento, se quedó colgando en el aire, suspendida sobre unos picos gigantescos de piedra amontonados bajo el acantilado.
«A lo mejor me he muerto», pensó.
Entonces dijo:
—¡Esto es ridículo!
Y consiguió, después de mucho patalear inútilmente y agitar los brazos, darse la vuelta. Y allí estaba la casa del tío abuelo William, aún muy por debajo de ella, a la luz del ocaso y a casi medio kilómetro de distancia.
—Se está muy bien aquí flotando —afirmó Charmain—, pero ¿cómo me muevo?
En ese momento, recordó que el lubbock tenía alas y que debía de estar bajando hacia ella. Después de eso, ya no tuvo que preguntarse cómo moverse. Charmain se encontró pataleando con fuerza y flotando en dirección a la casa del tío abuelo William. Entró por encima del tejado y a través del jardín, donde el hechizo pareció abandonarla. Tuvo el tiempo justo de echarse a un lado para aterrizar encima del camino antes de caer con un «pop» y quedarse sentada sobre los adoquines mal puestos, temblando como una hoja.
«¡Salvada!», pensó. Por algún motivo, parecía que dentro de los límites de la casa del tío abuelo William se estaba a salvo. Podía sentirlo.
Pasado un momento, dijo:
—¡Dios mío, vaya día! ¡Cuando pienso que lo único que buscaba era un buen libro y un poco de tranquilidad para leerlo…! ¡Vaya con tía Sempronia!
Los setos al lado de ella se agitaron. Charmain dio un salto y casi vuelve a gritar cuando las hortensias se separaron y de ellas salió de un salto un hombrecillo azul.
—¿Eres tú quien está ahora al cargo? —preguntó la personilla azul con voz ronca.
Incluso bajo la pobre luz del ocaso se podía ver que el hombrecillo era sin duda azul, no violeta, y que no tenía alas. Tenía la cara arrugada de fruncir mucho el ceño y una enorme nariz la llenaba casi por completo, pero su rostro no era el de un insecto. El pánico de Charmain desapareció.
—¿Qué eres? —preguntó.
—Un kobold, por supuesto —dijo el hombrecillo—. Todo High Norland es tierra de los kobolds. Yo me encargo de este jardín.