La casa de los mil pasillos (El castillo ambulante, #3) – Diana Wynne Jones

—Lo haré —le prometió Charmain—. ¿Estás seguro de que estás bien?

—Sólo tengo hambre —dijo Calcifer—. Recuerda, troncos.

—Troncos —repitió Charmain mientras subía las escaleras de la mansión hacia la puerta con la sensación de que la vida era mucho mejor, más feliz y más libre que antes.

Sim le abrió la puerta sorprendentemente rápido. Miró fuera del castillo a la multitud y meneó la cabeza.

—Ah, señorita Charming —dijo—. Esta mañana está resultando complicada. No estoy seguro de que Su Majestad esté preparado para empezar el trabajo en la biblioteca. Pero, por favor, entre.

—Gracias —contestó Charmain dejando a Waif en el suelo—. No me importa esperar. Igualmente, tengo que hablar antes con Sophie.

—Sophie… esto… la señora Pendragon, quiero decir —dijo Sim mientras cerraba las puertas—, parece ser parte de las complicaciones de esta mañana. La princesa está muy nerviosa… Pero venga conmigo y verá a lo que me refiero.

Dio media vuelta por el húmedo pasillo indicando a Charmain que lo siguiese. Antes de llegar siquiera a la esquina, a donde estaban las escaleras de piedra, Charmain oyó la voz de Jamal, el cocinero:

—Y cómo puede saber cualquiera qué cocinar cuando los invitados están siempre yéndose y no yéndose y volviéndose a ir, ¿eh?

Esto fue seguido por los gruñidos del perro de Jamal y un coro de otras voces.

Sophie estaba de pie en el hueco de debajo de las escaleras con Morgan en brazos y Twinkle agarrado nerviosa y angelicalmente de su falda, mientras que la niñera gorda estaba allí con aspecto de resultar tan inútil como siempre. La princesa Hilda estaba al lado de las escaleras con el aspecto más real y educado que Charmain le había visto. Y el Rey también estaba, con la cara roja y un real enfado. Después de ver sus caras, Charmain supo que no tenía sentido mencionar los troncos. El príncipe Ludovic estaba asomado por la barandilla con expresión satisfecha y de superioridad. Su dama estaba junto a él, desdeñosa, con lo que casi era un vestido de fiesta y, para disgusto de Charmain, el hombre gris también estaba allí, respetuosamente situado al lado del príncipe.

«Jamás dirías que le acaba de robar al Rey todo su dinero, ¡el muy animal!», pensó Charmain.

—Proclamo que esto es un abuso de la hospitalidad de mi hija —estaba diciendo el Rey—. No tenías derecho a hacer promesas que no pensabas cumplir. Si fueras uno de nuestros subditos, te prohibiríamos que te fueses.

Sophie intentaba sonar digna:

—Tengo la intención de cumplir mi promesa, Majestad, pero no puede esperar que me quede aquí cuando mi hijo está sufriendo amenazas. Si me permite ponerle a salvo, seré libre de hacer lo que quiere la princesa Hilda.

Charmain entendió el problema de Sophie. Con el príncipe Ludovic y el hombre gris de pie allí, no se atrevía a decir que sólo iba a fingir que se iba. Y tenía que mantener a salvo a Morgan.

El Rey dijo enfadado:

—No nos hagas más falsas promesas, joven.

A los pies de Charmain, Waif empezó de repente a gruñir. Tras el Rey, el príncipe Ludovic se echó a reír y chasqueó los dedos. Lo que siguió pilló a todo el mundo por sorpresa. La niñera y la dama del príncipe abrieron sus vestidos. La niñera se convirtió en una persona forzuda de color violeta, llena de músculos y con los pies en forma de garra. El vestido de la dama del príncipe desapareció para mostrar un delgado cuerpo de color malva con una malla negra con agujeros en la espalda para dejar salir un par de pequeñas alas violetas aparentemente inútiles. Ambos lubbockins se acercaron a Sophie con sus grandes y alargadas manos violetas.

Sophie gritó algo y apartó a Morgan de esas manos. Morgan también gritó con una mezcla de sorpresa y terror. Todo lo demás quedó sepultado por los agudos aullidos de Waif y los poderosos gruñidos del perro de Jamal mientras se lanzaba contra la dama del príncipe. Antes de que el perro se acercara a los lubbockins, la dama del príncipe, agitando sus pequeñas alas, había aterrizado sobre Twinkle y lo había agarrado. Twinkle gritó y agitó sus piernecitas recubiertas de terciopelo. La niñera lubbockin se puso enfrente de Sophie para evitar que pudiese rescatar a Twinkle.

—Ya ves —dijo el príncipe Ludovic—. O te vas, o tu hijo sufrirá.

Capítulo 16

Que está lleno de liberaciones y descubrimientos

—ESTO es inacep… —empezó la princesa Hilda.

No había acabado la frase cuando Twinkle, de repente, se escapó. Se deslizó entre los brazos violeta del lubbockin y subió corriendo las escaleras mientras gritaba:

—¡Zocorro! ¡Zocorro! ¡No dejéiz que me toque!

Los dos lubbockins empujaron a un lado a la princesa Hilda y echaron a correr escaleras arriba tras Twinkle. La princesa Hilda se agarró a la barandilla y se quedó allí con el rostro enrojecido y extrañamente poco digna. Charmain se vio a sí misma corriendo por la escalera tras los lubbockins y gritando:

—¡Dejadlo en paz! ¿Cómo os atrevéis?

Cuando lo pensó después, decidió que fue la visión de la princesa Hilda como una persona normal la que provocó su reacción.

Abajo, Sophie dudó un momento y después dejó a Morgan en brazos del Rey.

—¡Manténgalo a salvo! —masculló. Después se arremangó la falda y echó a correr por la escalera detrás de Charmain, gritando:

—¡Parad ya! ¿Me habéis oído?

Jamal se apresuró con lealtad tras ellas, chillando:

—¡Al ladrón! ¡Al ladrón! —y jadeando con fuerza.

Tras él subía su perro, tan leal como el amo, emitiendo fuertes y roncos gruñidos, mientras Waif corría abajo de un lado a otro, provocando una tormenta de ladridos de soprano.

El príncipe Ludovic se inclinó en la barandilla enfrente de la princesa Hilda y se rió de todos ellos.

Los dos lubbockins atraparon a Twinkle cerca del final de la escalera con sus inútiles alas agitándose y sus brillantes músculos malva. Twinkle se agitó y pataleó con fuerza. Por un momento, sus piernas de terciopelo azul parecieron más grandes, del tamaño de las de un hombre. Una de las grandes piernas aterrizó en el estómago del lubbockin de la niñera. Esta se apoyó en la escalera, y ya sostenía a Twinkle cuando el puño derecho de este aterrizó en su nariz con un poderoso gancho del tamaño del de un hombre. Con los lubbockins en el suelo, Twinkle siguió hacia arriba rápidamente. Charmain le vio mirar hacia atrás y abajo al girar en el siguiente tramo de escaleras convencido de que ella, Sophie y Jamal lo seguían.

Lo seguían porque los dos lubbockins se habían recuperado increíblemente rápido y volvían a perseguir a Twinkle. Charmain y Sophie les aguantaban el ritmo, mientras que Jamal y su perro se quedaban atrás.

A la mitad del siguiente tramo, los lubbockins volvieron a pillar a Twinkle. Volvieron a oírse golpes y Twinkle volvió a soltarse y salir corriendo hacia arriba, por el tercer tramo de escaleras. Casi consiguió llegar al extremo de este antes de que los lubbockins le pillaran y se lanzaran encima de él. Los tres cayeron en un desorden de golpes y agitación de piernas, brazos y alas violetas.

Para entonces, Charmain y Sophie estaban casi sin aliento.

Charmain distinguió la angelical cara de Twinkle emerger del desorden de cuerpos y mirarlas directamente. Cuando Charmain consiguió atravesar el rellano y emprender la subida de aquel tramo seguida por Sophie, que llevaba la mano en el costado a causa del flato, de repente, la montaña de cuerpos explotó. Los bichos violeta salieron rodando y Twinkle, libre de nuevo, acabo de subir el último tramo de escaleras de madera. Para cuando los lubbockins se hubieron recuperado y echaron a correr tras él, Charmain y Sophie ya no estaban lejos. Jamal y su perro estaban muy por detrás.

Y por la escalera de madera subieron los cinco que iban delante. Twinkle iba ahora muy despacio. Charmain estaba bastante segura de que fingía. Pero los lubbockins dieron gritos de triunfo y aceleraron.

—¡Oh, no, otra vez no! —gruñó Sophie mientras Twinkle abría la puerta de arriba y salía al tejado. Los lubbokins salieron disparados tras él. Cuando Charmain y Sophie llegaron allí y se asomaron por la puerta, al tiempo que intentaban recuperar el aliento, vieron a ambos lubbockins sentados a horcajadas sobre el tejado dorado. Estaban en mitad de él y sus caras reflejaban que preferirían haber estado en cualquier otra parte. No había rastro de Twinkle.

—Y ¿qué pretenden ahora? —dijo Sophie.

Casi al mismo tiempo, Twinkle apareció en la puerta, enrojecido y riendo como un ángel, con sus rizos dorados rodeados por una estela de luz.

—¡Venid a ver lo que he encontrado! —exclamó alegremente—. ¡Zeguidme!

Sophie le cogió de un costado y señaló el tejado:

—¿Y qué pasa con esos dos? —preguntó entre jadeos—. ¿Nos limitamos a esperar que se caigan?

Twinkle rió entre dientes.

—¡Ezpera y veráz!

Inclinó su cabeza dorada para escuchar. Abajo, los gruñidos y arañazos del perro del cocinero se oían cada vez más fuertes. Había superado a su amo y subía gruñendo y dando golpes por la escalera; también jadeaba sin parar. Twinkle asintió y se dirigió al tejado. Hizo un pequeño gesto y murmuró una palabra. Los dos lubbockins allí posados crujieron, emitiendo un desagradable sonido, y se convirtieron en dos cosas pequeñas y violetas agitándose por el borde del tejado dorado.

—¿Qué…? —farfulló Charmain.

La sonrisa de Twinkle se amplió y se volvió más angelical, si cabe.

Calamarez —anunció exultante—. El perro del cocinero ze muere por loz calamarez.

—¿Eh? Ah, calamares, ya te entiendo —dijo Sophie.

El perro del cocinero llegó mientras ellos hablaban, con sus patas funcionando como pistones y las babas colgando por sus poderosas mandíbulas. Salió por la puerta y recorrió el tejado como un rayo marrón. A mitad de camino, sus mandíbulas hicieron crunch y, después, otra vez crunch, y los calamares desaparecieron. Sólo entonces se dio cuenta el perro de dónde estaba. Se quedó petrificado, con dos patas a un lado del tejado y dos patas tiesas en el otro, y gimiendo lastimeramente.

—¡Pobrecillo! —dijo Charmain.

—El cocinero lo rezcatará —aseguró Twinkle—. Vozotraz zeguidme y no oz alejéiz. Tenéiz que girar a la izquierda por ezta puerta antes de que vueztrozpiez toquen el tejado.

Atravesó la puerta girando a la izquierda y desapareció.

«Creo que ya lo entiendo», pensó Charmain. Era como las puertas del tío abuelo Wílliam, excepto que aquella estaba increíblemente alta. Dejó que Sophie pasara delante para poder agarrarla de la falda si esta se equivocaba. Pero Sophie estaba más acostumbrada a la magia que Charmain. Dio un paso a la izquierda y desapareció sin problemas. Sin embargo, Charmain dudó un momento antes de atreverse a seguirla. Cerró los ojos y dio el paso. Pero sus ojos se abrieron solos al hacerlo y vio de refilón cómo el tejado dorado pasaba de largo a su lado. Antes de poder decidir si gritaba «ylf» para invocar el hechizo para volar, ya estaba en otro sitio. Un espacio cálido y triangular con vigas en el techo.

Sophie soltó una maldición. Con la poca luz, se había dado un golpe en el dedo del pie con una de las muchas pilas de ladrillos llenos de polvo diseminadas por la habitación.

¡Ezo no ze dice! —la regañó Twinkle.

—¡Cállate! —gritó Sophie a la pata coja a la vez que se agarraba el dedo lastimado—. ¿Por qué no creces?

—Todavía no, ya te lo dije —dijo Twinkle—. Aún tenemoz que dezenmazcarar al príncipe Ludovic. ¡Ah, mira! Ezo mizmo acaba de pazar cuando he llegado yo.

Una luz dorada cubría la pila más grande de ladrillos. Los ladrillos captaban la luz y brillaban, a su vez, dorados bajo el polvo. Charmain se dio cuenta de que no eran ladrillos, sino lingotes de oro macizo. Para aclararlo, aparecieron unas letras doradas flotando sobre los lingotes. Con caligrafía antigua decían:

«Den laz graciaz al mago Melicot
Que el oro del rey ezcondió».

—¡Guau! —exclamó Sophie soltándose el dedo—. Melicot debía de cecear igual que tú. ¡Sois como almas gemelas! La misma poca cabeza. No se pudo resistir a escribir su nombre en letras doradas, ¿a que no?

—Yo no quiero ezcribir mi nombre con letraz doradaz —replicó Twinkle con mucha dignidad.

—¡Ya! —dijo Sophie.

—¿Dónde estamos? —preguntó Charmain enseguida cuando pareció que Sophie estaba a punto de agarrar un lingote y arrearle a Twinkle en la cabeza—. ¿Es esto el tesoro real?

—No, eztamos bajo el tejado dorado —respondió Twinkle—. Inteligente, ¿verdad? Todo el mundo zabe que el tejado no ez de oro, azi que a nadie ze le ocurriría buzcar oro aquí.