La casa de los mil pasillos (El castillo ambulante, #3) – Diana Wynne Jones

—Yo lo sé —dijo Charmain. Todo el mundo guardó respetuoso silencio mientras ella seguía—. Calcifer y su… esto… familia estaban intentando descubrir adonde se va todo el dinero que le desaparece al Rey. ¿Le podéis ayudar con eso?

Alrededor de las rodillas de Charmain se desataron los murmullos de «¡eso es fácil!» y «¡ningún problema!», acompañados de risas como si Charmain hubiese formulado una pregunta estúpida. Timminz estaba tan aliviado que se le destensó la frente de golpe, lo que hizo que su nariz y toda su cara parecieran el doble de grandes.

—Eso es fácil de hacer —dijo— y no cuesta nada.

Lanzó una mirada al otro lado de la cueva, donde colgaban al menos sesenta relojes de cuco, todos con su péndulo balanceándose a sesenta ritmos distintos.

—Si me acompañas, creo que llegaremos justo a tiempo de ver por dónde se escapa el dinero. ¿Estás segura de que eso le gustará al demonio de fuego?

—Sin duda —dijo Charmain.

—Entonces, sigúeme, por favor —pidió Timminz. Y se dirigió hacia el fondo de la cueva.

Dondequiera que estuviesen yendo, resultó ser una larga caminata. Charmain se desorientó igual que cuando habían ido hasta la cueva de los kobolds. Durante todo el trayecto estuvieron en semipenumbra, y la ruta parecía plagada de curvas, dobles giros y esquinas pronunciadas. Cada poco, Timminz decía cosas como «tres pasos cortos y gira a la derecha» o «cuenta ocho pasos humanos y gira a la izquierda; luego, rápido a la derecha y, después, otra vez a la izquierda», y eso duró tanto que Waif se cansó y empezó a aullar para que la cogieran en brazos. Charmain la llevó en brazos durante lo que pareció la mitad del camino.

—Tengo que decir que los kobolds de aquí son de otro clan —dijo Timminz cuando finalmente pareció que se veía una luz al final del túnel—. Me gusta pensar que mi clan lo hubiera hecho mejor que ellos.

Entonces, antes de que Charmain pudiese preguntar a qué se refería, entró en una vorágine de giros bruscos a la derecha y lentos a la izquierda, con un par de zigzags intercalados, y se encontró a la salida del pasadizo bajo la luz verde y fresca del sol. Una escalera de mármol de color verde a causa del musgo se elevaba por encima de los setos. Los setos debían de estar plantados a ambos lados de la escalera, pero habían crecido hasta ocupar todo el espacio.

Waif empezó a gruñir como si fuese un perro el doble de grande.

—Chis —susurró Timminz—; ni un solo ruido de ahora en adelante.

Waif dejó de gruñir inmediatamente, pero Charmain notó que su pequeño y cálido cuerpo se agitaba con gruñidos sordos. Charmain se volvió hacia Peter para comprobar que él también había entendido lo del silencio.

Peter no estaba. Sólo estaban ella, Timminz y Waif.

Charmain, muy enojada, supo lo que había pasado. En algún punto del complicado camino, cuando Timminz había dicho «gira a la izquierda», Peter había girado a la derecha. O viceversa. Charmain no tenía ni idea de en qué punto había pasado, pero sabía que había sido así.

«Da igual —pensó—, lleva suficientes cintas en los dedos para conseguir llegar a Ingary y volver. Seguramente, llegará a casa del tío abuelo William mucho antes que yo». Así que se olvidó de Peter y se concentró en andar silenciosamente sobre los escalones resbaladizos y húmedos, y después, en esquivar los arbustos sin mover ni una rama.

El sol brillaba con fuerza y, más allá, había una hierba muy bien cuidada que resplandecía de un color verde intenso bordeando un reluciente camino blanco. El camino iba por entre los árboles que habían sido podados con formas de esfera, cubo, cono y disco, como si fuese una clase de geometría, hasta llegar a un pequeño palacio de cuento, uno de esos con muchas torres pequeñas y puntiagudas con tejaditos azules. Charmain reconoció Castel Joie, el lugar de residencia del príncipe heredero Ludovic. Se sintió un poco avergonzada cuando se dio cuenta de que era el edificio que siempre había imaginado cuando en cualquier libro se mencionaba un palacio.

«Debo de tener muy poca imaginación», pensó. Pero no. Siempre que su padre hacía galletas de mantequilla para vender en cajas en las fiestas de mayo, lo que aparecía en ellas era un dibujo de Castel Joie. Después de todo, Castel Joie era el orgullo de High Norland. «¡Ahora entiendo por qué estaba tan lejos! —pensó Charmain—. ¡Debemos de estar en mitad del valle de Norland! ¡Y lo que hay allí sigue siendo mi idea del palacio perfecto!».

Se oyó el crujir de unos pasos sobre el caliente camino blanco y el príncipe Ludovic en persona apareció, imponente con sus sedas azules y blancas, paseando hacia el palacio. Justo antes de llegar a la altura del arbusto donde estaba Charmain, se detuvo y dio media vuelta.

—¡Venid aquí! —ordenó enfadado—. ¡Moveos!

—¡Lo intentamos, alteza! —sonó una vocecilla aguda y resollante.

Apareció una fila de kobolds, todos inclinados bajo el peso de sacos de piel alargados. Todos eran de un color más verde grisáceo que azul y parecían más infelices. Parte de la infelicidad debía de provenir de la luz del sol, ya que los kobolds prefieren vivir en la oscuridad, pero Charmain pensó que su tono podía achacarse más a la mala salud. Les temblaban las piernas. Un par de ellos no paraba de toser. El último de la fila estaba tan mal que se tropezó y cayó al suelo soltando el saco, del que cayó un puñado de monedas de oro sobre el brillante camino blanco.

En ese momento, el hombre gris apareció. Se adelantó hacia el kobold caído y empezó a darle patadas. No eran especialmente fuertes ni él parecía especialmente cruel: daba la sensación de que estuviese intentando volver a hacer funcionar una máquina averiada. El kobold se retorció bajo las patadas, recogió desesperadamente las monedas hasta que las volvió a meter todas en el saco y se las apañó para volver a ponerse de pie. El hombre gris dejó de darle patadas y corrió al lado del príncipe Ludovic.

—Tampoco es que pese tanto —le dijo al príncipe—. Seguro que es el último viaje. Ya no les queda dinero, a no ser que el Rey venda sus libros.

El príncipe Ludovic se rió.

—Preferiría morir antes que eso, lo que a mí ya me parece bien, por supuesto. Tendremos que pensar en otras formas de conseguir dinero, pues. Castel Joie es increíblemente caro de mantener —se volvió a mirar a los exhaustos y tambaleantes kobolds—. ¡Moveos! Tengo que volver a la mansión real a tomar el té.

El hombre gris asintió y se volvió hacia los kobolds, preparado para patearlos de nuevo. El príncipe se quedó a esperarlo y dijo:

—Te lo advierto. Si vuelvo a ver otra pasta en toda mi vida, ¡será demasiado!

Los kobolds vieron acercarse al hombre gris e hicieron lo posible por apresurarse. A pesar de ello, a Charmain le pareció una eternidad hasta que perdió de vista la procesión y dejó de oír sus pasos. Mantuvo abrazada fuertemente a la temblorosa Waif, que parecía querer saltar y perseguir al desfile, y miró abajo, entre las hojas, a Timminz.

—¿Por qué no se lo habías contado a nadie? ¿Por qué no se lo dijiste, al menos, al mago Norland?

—Nadie me lo preguntó —dijo Timminz con expresión ofendida.

«¡Claro, por supuesto que nadie te lo preguntó! —pensó Charmain—. Por eso pagaron a Rollo para que los kobolds se enfadaran con el tío abuelo William. Al final, habría acabado preguntándoles si no se hubiese puesto enfermo». Pensó que igualmente estaba bien que el lubbock hubiera muerto. Si, como había dicho Timminz, era el padre del príncipe Ludovic, seguramente tenía pensado matar al príncipe heredero y reinar en el país en su lugar. Al fin y al cabo, eso era más o menos lo que le había dicho a ella. «Pero aún hay que ocuparse del príncipe Ludovic —pensó—. Tengo que contárselo al Rey enseguida».

—Parece ser muy duro con esos kobolds —le dijo a Timminz.

—Lo es —asintió Timminz—. Pero aún no han pedido ayuda.

«Y, por supuesto, a ti no se te ha ocurrido ayudarlos sin que te lo pidan, ¿verdad? —pensó Charmain—. ¡De verdad! Yo me rindo».

—¿Puedes llevarme de vuelta a casa? —le pidió.

Timminz dudó.

—¿Tú crees que al demonio de fuego le gustará saber que el dinero va a parar a Castel Joie? —le preguntó.

—Sí —afirmó Charmain—. O, al menos, le gustará a su familia.

Capítulo 15

En el que secuestran al niño Twinkle

TIMMINZ, a regañadientes, acompañó a Charmain por el largo y complicado camino de vuelta a la cueva de los kobolds. Una vez allí, dijo alegremente:

—Desde aquí ya sabes llegar.

Y desapareció dentro de la cueva, dejando a Charmain sola con Waif.

Charmain no sabía llegar desde allí. Se quedó de pie al lado del objeto que Timminz había denominado «silla» durante unos minutos, preguntándose qué hacer y mirando a los kobolds pintar, tallar y forrar el objeto sin dedicarle ni una sola mirada a Charmain. Al final, se le ocurrió dejar a Waif en el suelo.

—Enséñame el camino a casa del tío abuelo William, Waif—le pidió—. Sé lista.

Waif empezó a caminar con intención. Pero Charmain tardó poco en dudar seriamente de que Waif fuese lista. Waif corría y Charmain caminaba, y giraban a la izquierda y a la derecha, y otra vez a la derecha, durante lo que le parecieron horas. Charmain estaba tan ocupada pensando en lo que había descubierto que, varias veces, se perdió el momento en que Waif giraba a izquierda o derecha, y tuvo que quedarse esperando en la oscuridad gritando: «¡Waif! ¡Waif!», hasta que Waif volvió y la encontró. Lo único que Chamain consiguió, con toda seguridad, fue alargar al doble el trayecto. Waif empezó a jadear y a moverse con dificultad, su lengua cada vez le colgaba más, pero Charmain no se atrevía a cogerla en brazos por si nunca conseguían regresar a casa. En lugar de eso, hablaba con Waif para darse ánimos:

—Waif, tengo que contarle a Sophie lo que ha pasado. A estas alturas, debe de estar muy preocupada por Calcifer. Y también tengo que contarle al Rey lo del dinero. Pero si voy directamente a la mansión cuando llegue a casa, me encontraré allí al terrible príncipe Ludovic fingiendo que le gustan las pastas. ¿Por qué no le gustan? Las pastas están buenas. Supongo que porque es un lubbockin. No me atrevo a decírselo al Rey delante de él. Creo que tendremos que esperar a mañana para ir. ¿Cuándo crees que se irá el príncipe Ludovic? ¿Esta noche? El Rey me dijo que volviese pasados dos días, así que para entonces el príncipe Ludovic debería haberse ido. Si llego pronto, podré hablar antes con Sophie… Oh, cielos, acabo de recordarlo: Calcifer dijo que iban a fingir que se iban, de modo que a lo mejor no encuentro allí a Sophie. Oh, Waif, ojalá supiera qué hacer.

Cuanto más hablaba Charmain sobre el tema, menos sabía qué hacer. Al final, estaba demasiado cansada para hablar y se limitó a tambalearse tras la silueta cansada y jadeante de Waif, que corría ante ella. Finalmente, después de mucho tiempo, Waif abrió una puerta y llegaron al salón del tío abuelo William, donde la perra dio un gemido y cayó de lado con la respiración entrecortada. Charmain miró por la ventana las hortensias, que se veían rosas y lilas a la luz del ocaso. «Nos hemos pasado andando todo el día —pensó—. ¡No hay duda de por qué está tan cansada Waif! ¡No hay duda de porque me duelen los pies! Al menos Peter ya debe de estar en casa y espero que tenga la cena pronto».

—¡Peter! —gritó.

Cuando no hubo respuesta, Charmain cogió a Waif y fue a la cocina. Waif lamió suavemente las manos de Charmain en agradecimiento por no tener que dar un solo paso más. Allí, la luz del ocaso iluminaba las cuerdas de ropa limpia rosa y blanca, que seguían zarandeándose tranquilamente en el patio. No había rastro de Peter.

—¿Peter? —lo llamó Charmain.

No hubo respuesta. Charmain suspiró. Era evidente que Peter se había perdido del todo, mucho más que ella, y no podía saber cuándo aparecería.

—Demasiadas cintas de colores —farfulló Charmain a Waif mientras golpeaba la chimenea para obtener comida para perros—. ¡Niño estúpido!

Estaba demasiado cansada para cocinar. Cuando Waif se hubo comido dos platos de comida y bebido el agua que Charmain le trajo del baño, ella se instaló en el salón y se tomó un té de las cinco. Después de pensarlo un poco, se tomó otro té de las cinco. Y después se tomó un café de la mañana. Luego se planteó ir a la cocina a desayunar, pero se dio cuenta de que estaba muy cansada y, entonces, cogió un libro.