Tardaron muy poco en pasar de largo, bajar la calle y girar en la siguiente esquina. Waif lloriqueaba. Charmain se apoyó en la pared.
—¿Qué demonios ha sido eso? —le preguntó a la persona arrimada a la pared justo a su lado.
—Eso —dijo la mujer— es el príncipe heredero Ludovic, que va a visitar al Rey, supongo.
Era una mujer rubia con expresión ligeramente guerrera que a Charmain le recordaba un poco a Sophie Pendragon. Abrazaba a un niño pequeño que podría haberle recordado a Morgan si no fuera porque no hacía ruido. Estaba pálida del susto, más o menos como se sentía Charmain.
—¡Debería saber que no hay que ir tan rápido por una calle tan estrecha! —dijo Charmain enfadada—. ¡Podría haberle hecho daño a alguien! —miró dentro de su bolsa y vio que el flan se había partido en dos y chafado, lo que hizo que se enfadara aún más—. ¿Por qué no ha ido por la presa, que es más ancha? —protestó—. ¿Es que le da igual?
—Pues sí.
—¡Pues entonces temo el día en que se convierta en rey! —dijo Charmain—. ¡Va a ser temible!
La mujer le dedico una mirada rara, cargada de sentido.
—No te he oído decir eso.
—¿Por qué? —preguntó Charmain.
—Ludovic no soporta las críticas —dijo la mujer—. Tiene lubbockins que hacen realidad sus deseos. Sí, sí, has oído bien, niña, ¡lubbockins! Esperemos que yo haya sido la única que te ha oído —cogió al niño en brazos y se fue.
Charmain iba pensando en eso mientras atravesaba la ciudad con Waif bajo un brazo y la bolsa colgando del otro. Empezó a desear que su rey, Adolphus X, viviera mucho tiempo. «O me veré obligada a iniciar una revolución —pensó—. ¡Madre mía, qué largo se me está haciendo hoy el camino hasta casa del tío abuelo William!».
Sin embargo, acabó llegando y se sintió agradecida al dejar a Waif en el camino del jardín. Dentro, Peter estaba en la cocina, sentado sobre una de las diez bolsas de ropa sucia, mirando con tristeza el gran trozo de carne roja sobre la mesa. A su lado había tres cebollas y dos zanahorias.
—No sé cocinar esto —dijo.
—No hay necesidad —dijo Charmain dejando la bolsa sobre la mesa—. Esta tarde he ido a ver a mi padre. Y mira —añadió sacando las dos libretas de la bolsa— esto son recetas y los hechizos que las acompañan.
Ambas libretas se habían llevado la peor parte del flan. Charmain las limpió con su falda y se las dio.
La cara de Peter se iluminó y saltó de la bolsa de ropa sucia.
—¡Eso sí que es útil! —dijo—. Y la bolsa de comida es aún mejor.
Charmain sacó el flan roto y chafado, las empanadas hechas migas y los bollos aplastados. La tarta de crema del fondo tenía un agujero con forma de rodilla y había manchado parte de las pastas. Eso hizo que se volviera enfadar con el príncipe Ludovic. Se lo contó todo a Peter mientras intentaba arreglar las pastas.
—Sí, mi madre dice que apunta maneras de gran tirano —le contó Peter un poco ausente mientras hojeaba las libretas—. Dice que por eso dejó el país. ¿Cuándo se hacen los hechizos? ¿Mientras se cocina? ¿Antes? ¿Después? ¿Tú lo sabes?
—Papá no me lo ha dicho. Tendrás que averiguarlo por ti mismo —dijo Charmain, y se dirigió al estudio del tío abuelo William a buscar algo para leer. La varita de doce puntas era interesante, pero la dejaba como si su mente se hubiera hecho pedazos. De cada punta de la varita surgían doce ramas, y doce más de cada una. «Si sigue así, yo misma me convertiré en un árbol», pensó Charmain mientras rebuscaba en las estanterías.
Eligió un libro titulado El viaje del mago; esperaba que fuese de aventuras. Y lo era, a su manera, pero enseguida se dio cuenta de que era un relato pormenorizado de cómo adquiría un mago sus habilidades.
Eso hizo que volviera a pensar en que su padre sabía usar la magia. «Y sé que yo lo he heredado —pensó—. He aprendido a volar y he arreglado las tuberías del baño en poco tiempo. Pero debería aprender a hacerlo con tranquilidad y suavidad en vez de gritando y amenazando a las cosas».
Seguía pensando en eso cuando Peter la llamó a cenar.
—He usado los hechizos —anunció. Estaba muy orgulloso de sí mismo.
Había calentado las empanadas y había hecho una salsa muy apetitosa con las zanahorias y la cebolla.
—Y eso que estaba muy cansado de explorar todo el día —añadió.
—¿En busca de oro? —preguntó Charmain.
—Es lo normal —dijo Peter—. Sabemos que está en algún lugar de la casa. Pero, en su lugar, he encontrado el hogar de los kobolds. Es como una enorme cueva, y allí estaban todos haciendo cosas. La mayoría, relojes de cuco, pero otros hacían también teteras y otros estaban haciendo una especie de sofá cerca de la entrada. No les he dicho nada, no estaba seguro de si estaban en el pasado o en el momento actual, así que me he limitado a sonreír y a mirar. No quería volver a enfadarlos. ¿Tú que has hecho hoy?
—¡Dios mío! —dijo Charmain—. Vaya día. Ha empezado con Twinkle en el tejado. ¡Vaya susto! —y le contó todo lo demás.
Peter frunció el ceño.
—Este tal Twinkle —dijo— y la tal Sophie, ¿estás segura de que no intentan nada siniestro? El mago Norland dijo que los demonios de fuego eran seres peligrosos, ¿recuerdas?
—Lo he pensado —admitió Charmain—. Pero creo que son buenos. Parece que la princesa Hilda los ha llamado para que la ayuden. Ojalá supiera cómo encontrar lo que el Rey está buscando. ¡Se emocionó tanto cuando encontré aquel árbol genealógico! ¿Sabías que el príncipe Ludovic tiene ocho primos segundos, la mayoría llamados Hans e Isolla, y que casi todos han tenido muertes escabrosas?
—Porque todos eran malos —dijo Peter—. Dice mi madre que Hans el Cruel fue envenenado por Isolla la Asesina, y que ella murió a manos de Hans el Borracho cuando él estaba bebido. Y ese Hans se cayó por las escaleras y se partió el cuello. Su hermana Isolla fue colgada en Strangia por intentar matar al lord con el que estaba casada allí. ¿Cuántos llevo?
—Cinco —respondió Charmain fascinada—. Te faltan tres.
—Son dos Matildas y otro Hans —dijo Peter—. Hans Nicholas, ese es el que falta, y no sé cómo murió, pero sí sé que estaba en el extranjero cuando pasó. Una de las Matildas murió calcinada cuando su casa de campo se prendió fuego y dicen que la otra es una bruja tan peligrosa que el príncipe Ludovic la tiene encerrada en lo más alto de Castel Joie. Nadie se atreve a acercarse allí, ni siquiera el príncipe Ludovic. Mata a la gente sólo con mirarla. ¿Está bien si le doy este trozo de carne a Waif?
—Supongo —dijo Charmain—. Si no se atraganta… ¿Cómo sabes tanto de los primos? Yo nunca había oído hablar de ellos hasta hoy.
—Porque soy de Montalbino —explicó Peter—. Todos los de mi colegio lo saben todo sobre los nueve primos malvados de High Norland. Pero supongo que en este país ni el Rey ni el príncipe Ludovic quieren profundizar sobre la maldad de sus familiares. También dicen que el príncipe Ludovic es igual de malo que el resto.
—¡Qué gran país!, ¿eh? —exclamó Charmain. Le dolía pensar que su propio país hubiera visto nacer a nueve personas tan repugnantes. Y parecía que al Rey también le dolía.
Capítulo 12
Que trata de la colada y de los huevos de lubbock
AL día siguiente, Charmain se despertó pronto porque Waif le metió su pequeña y fría nariz en la oreja, seguramente pensando que debían ir a la mansión real como siempre.
—¡No, no tengo que ir! —protestó Charmain enfadada—. Hoy el Rey tiene que atender al príncipe Ludovic. Vete, Waif, o me convertiré en Isolla y te envenenaré. O en Matilda y te haré magia mala. ¡Que te vayas!
Waif se fue arrastrando las patas con tristeza, pero para entonces Charmain ya estaba despierta. Al cabo de poco, se levantó, suavizando su enfado y prometiéndose a sí misma que pasaría el día ganduleando y leyendo El viaje del mago.
Peter también estaba en pie, pero tenía otras ideas.
—Hoy deberíamos lavar algo de ropa —sugirió—. ¿Te has fijado en que hay diez bolsas aquí y otras diez en la habitación del mago Norland? Y creo que hay otras diez en la despensa.
Charmain lanzó una mirada de odio a las bolsas. No podía negar que casi llenaban la cocina.
—No nos preocupemos —dijo—. Lo harán los kobolds.
—No, no lo harán —la contradijo Peter—. Mi madre siempre dice que, si no lavas la ropa sucia, se multiplica.
—Nosotros tenemos lavandera —musitó Charmain—. No sé lavar.
—Yo te enseñaré —dijo Peter—. Deja de escudarte en tu ignorancia.
Mientras se preguntaba enfadada cómo se las arreglaba siempre Peter para ponerla a trabajar, Charmain se encontró bombeando con fuerza en la bomba del patio, llenando cubos de agua para que Peter los llevase al lavadero y los vaciase en el gran hervidor de cobre. Después de unos diez cubos, Peter volvió diciendo:
—Tengo que encender fuego bajo la olla, pero no encuentro el combustible. ¿Dónde crees que lo guarda?
Charmain se apartó el pelo húmedo de la cara con su mano exhausta.
—Debe de funcionar igual que el fuego de la cocina —dijo—. Voy a ver.
Se dirigió al cobertizo pensando: «Y si no funciona, dejaremos de intentarlo. Bien».
—Sólo necesitamos algo que prenda —le informó a Peter.
Miró alrededor sin encontrar nada. Dentro del cobertizo sólo había una pila de barreños de madera y una caja de escamas de jabón. Charmain miró bajo la olla. Estaba ennegrecida por el fuego. Miró los barreños. Demasiado grandes. Miró el jabón y prefirió no arriesgarse a otra tormenta de burbujas. Salió afuera y rompió una rama del árbol moribundo. La dejó sobre las brasas antiguas, golpeó el lateral de la olla y dijo: «¡Fuego!». Y tuvo que apartarse de un salto cuando las llamas aparecieron de golpe debajo.
—Ahí lo tienes —le dijo a Peter.
—Bien —repuso Peter—. Volvamos a la bomba. Ahora tenemos que llenar la olla del todo.
—¿Por qué? —preguntó Charmain.
—Pues porque tenemos treinta bolsas para lavar —dijo Peter—. Tendremos que poner agua caliente en algunos barreños para lavar la seda y la lana aparte. Y después vamos a necesitar agua para aclarar. Cubos y cubos de agua.
—¡No me lo puedo creer! —le susurró Charmain a Waif, que paseaba por allí curioseando. Ella suspiró y siguió bombeando.
Mientras, Peter cogió una silla de la cocina y se la llevó al cobertizo. Entonces, para indignación de Charmain, puso una fila de barreños y empezó a vaciar en ellos cubos de su agua obtenida con tanto esfuerzo.
—¡Pensaba que eran para la olla! —protestó.
Peter se subió a la silla y empezó a echar puñados de escamas de jabón en el agua, que echaba vapor y siseaba.
—Deja de discutir y sigue bombeando —dijo él—. Ya casi ha alcanzado la temperatura para la ropa blanca; con cuatro cubos más bastará y entonces podrás empezar a echar camisas y cosas dentro.
Se bajó de la silla y volvió a la casa. Cuando salió, cargaba con dos bolsas de colada que dejó apoyadas en el cobertizo mientras volvía por más. Charmain bombeaba y jadeaba; estaba enfadada, así que se subió a la silla y echó sus cuatro cubos llenos de agua sobre las nubes jabonosas que salían de la olla. Después, contenta por el hecho de hacer algo distinto, desató la cinta que mantenía cerrada la primera bolsa de ropa sucia. Dentro había calcetines y una capa de mago de color rojo, dos pares de pantalones y ropa interior y camisas al fondo, todo con olor a moho por culpa de la inundación del baño que causó Peter. Para extrañeza de Charmain, cuando desató la segunda bolsa se encontró con las mismas cosas dentro. Todo idéntico.
—La colada de un mago tenía que ser rara por obligación —dijo Charmain. Agarró un buen puñado de ropa, se subió a la silla y la echó en la olla.
—No, no, no, ¡para! —gritó Peter justo cuando Charmain acababa de echar la segunda bolsa.
Él cruzó el césped corriendo y tirando de otras ocho bolsas atadas entre sí.
—¡Pero si has sido tú quien ha dicho que había que hacerlo! —protestó Charmain.
—Pero no antes de separar la ropa por colores, tonta —dijo Peter—. ¡Sólo se hierve la ropa blanca!
—No lo sabía —gruñó Charmain enfurruñada.
Se pasó el resto de la mañana separando la ropa en montones sobre el césped mientras Peter ponía camisas a hervir y echaba agua con jabón en barreños para poner en remojo capas, calcetines y veinte pares de pantalones de mago.
Pasado un rato, dijo:
—Creo que las camisas ya han hervido suficiente —y echó un barreño de agua fría—. Tú apaga el fuego mientras yo saco el agua caliente.
Charmain no tenía ni idea de cómo apagar un fuego mágico. Para probar, golpeó el lateral de la olla. Se quemó la mano; dijo: «¡Ay! Apágate, fuego!», con un grito, y el fuego, obedientemente, se apagó y desapareció. Ella se chupó los dedos y miró cómo Peter quitaba el tapón del fondo de la olla y dejaba salir por el desagüe un reguero de agua jabonosa de color rosa. Charmain miró el agua que caía.