—¡Pero estoy intentando ir allí, no quedarme aquí! —dijo mirando a su alrededor.
Bajo las ventanas, había largas mesas de madera llenas de herramientas extrañas y otras amontonadas en el centro de la habitación. Las demás paredes estaban llenas de estanterías repletas de jarras, recipientes de hojalata y cristalería antigua. Charmain percibió el olor a madera nueva sobre el que destacaba el mismo olor a tormenta de especies del estudio del tío abuelo William. «El olor de la magia en ejecución —pensó—, este debe de ser su taller». A juzgar por cómo correteaba de un lado a otro, Waif conocía bien el sitio.
—Vamos, Waif—dijo Charmain, y se detuvo a mirar un papel encima de las extrañas herramientas del centro de la habitación. Decía: «Por favor, no tocar»—. Volvamos a la cocina y empecemos de nuevo.
No funcionaba así. Un giro a la izquierda desde la puerta del taller las llevó a un lugar abierto muy, muy cálido, con una pequeña piscina azul rodeada de piedras blancas. El lugar estaba cercado por jardineras de piedra blanca en las que crecían rosas. Al lado de las rosas también había tumbonas blancas llenas de grandes toallas esponjosas. «Preparadas para después de nadar», supuso Charmain. Pero a la pobre Waif le horrorizaba aquel lugar. Se acurrucó tras la puerta de entrada, aullando y temblando.
Charmain la cogió en brazos.
—¿Alguien ha intentado ahogarte? ¿Fuiste un cachorro que nadie quería? No pasa nada. Yo tampoco voy a acercarme al agua. No tengo ni idea de nadar.
Al girar a la izquierda en la puerta, le vino a la cabeza que nadar era sólo una de las muchas cosas que no tenía ni idea de cómo hacer. Peter había tenido razón al quejarse de su ignorancia.
—No es que sea perezosa —le explicó a Waif al llegar a lo que parecían los establos— o tonta. Es sólo que no me he molestado en ir más allá de los límites de cómo hace las cosas madre, ya sabes.
Los establos olían bastante mal. Charmain se sintió aliviada cuando vio que los caballos que vivían allí estaban en el prado de más arriba, tras una valla. Los caballos eran otra de las cosas sobre las que no tenía ni idea. Al menos, Waif no parecía asustada.
Charmain suspiró, dejó a Waif en el suelo, buscó sus gafas y volvió a mirar la confusa maraña de líneas. Los «Establos» estaban allí, en algún punto de las montañas. Tenía que girar dos veces a la derecha desde allí para volver a la cocina. Giró dos veces a la derecha con Waif correteando detrás y se encontró casi a oscuras en lo que parecía ser una gran cueva llena de kobolds. Todos se volvieron y miraron indignados a Charmain. Ella se apresuró a volver a girar a la derecha. Y entonces se encontró en una tienda de tazas, platos y teteras. Waif lloriqueó. Charmain se quedó mirando los cientos de teteras de todos los colores, formas y tamaños alineadas en los estantes y le entró el pánico. Se estaba haciendo tarde. Peor aún: cuando volvió a ponerse las gafas y consultó el mapa, vio que estaba cerca de la esquina inferior izquierda de la maraña donde una flecha que señalaba al borde tenía una nota que decía: «Un grupo de lubbockins vive por aquí. Ir con cuidado».
—Oh —exclamó Charmain—. ¡Esto es ridículo! Vamos, Waif.
Abrió la puerta por la que acababan de entrar y volvió a girar a la derecha.
Esta vez se encontraron completamente a oscuras. Charmain notó que Waif le olisqueaba ansiosamente los tobillos. Ambas olieron, y Charmain dijo:
—¡Ah!
Aquel lugar tenía el mismo olor a piedra húmeda que recordaba del día que había llegado a la casa.
—Tío abuelo William —dijo—, ¿cómo vuelvo a la cocina?
Para su gran alivio, la amable voz respondió. Sonaba muy débil y lejana:
—Si estás aquí, estás bastante perdida, querida, así que escucha con atención. Da una vuelta entera en el sentido de las agujas del reloj…
Charmain no necesitaba oír nada más. En lugar de dar una vuelta entera, dio media vuelta cuidadosamente y después fue hacia delante, con toda seguridad; había un pasillo tenuemente iluminado que se cruzaba con el que estaba ella. Caminó agradecida a grandes zancadas con Waif trotando tras ella y giró por el pasillo. Supo que estaba en la mansión real. Era el mismo pasillo por el que había visto a Sim empujar el carrito el primer día que había estado en casa del tío abuelo William. No sólo olía como debía, un cierto olor a comida sobre el aroma a piedra húmeda, sino que las paredes tenían el aspecto típico de las de la mansión real, con recuadros pálidos y alargados allí donde se habían descolgado cuadros. El único problema era que no sabía en qué zona de la mansión estaba. Waif no era de ayuda. Se había limitado a engancharse a los tobillos de Charmain y temblar.
Charmain cogió a Waif en brazos y caminó por el pasillo esperando encontrarse con alguien conocido. Giró dos esquinas sin ningún resultado y después casi choca con el hombre gris que había ofrecido las pastas el día anterior. Él dio un salto, profundamente sorprendido.
—¡Oh, cielos! —dijo escudriñando a Charmain en la penumbra—. No tenía ni idea de que ya hubiera llegado, señorita… Charming, ¿verdad? ¿Se ha perdido? ¿Puedo ayudarla?
—Sí, por favor —pidió Charmain con rapidez—. Yo iba a… esto… bueno, ya sabe, donde las damas, y después debo de haberme equivocado al girar. ¿Puede indicarme el camino a la biblioteca?
—Puedo hacer algo mejor —dijo el hombre gris—. Puedo acompañarla. Sígame.
Dio media vuelta para desandar el camino por otro pasillo en penumbra y atravesó un recibidor grande y frío de donde arrancaba un tramo de escaleras hacia arriba. La cola de Waif empezó a agitarse levemente como si reconociese la zona. Pero su cola dejó de moverse cuando estaban pasando por delante de las escaleras. Se oyó la voz de Morgan retumbando desde lo alto de la escalera:
—¡No quiedo, no quiedo, no quiedo!
Y luego la voz aguda de Twinkle:
—¡No quiero llevar eztoz! ¡Quiero loz de rayaz!
El eco de Sophie Pendragon también llegó abajo:
—¡Callaos los dos! O haré algo terrible, ¡os lo advierto! ¡Se me está acabando la paciencia!
El hombre gris hizo una mueca y le dijo a Charmain:
—Los niños alegran mucho la casa, ¿verdad?
Charmain lo miró con intención de asentir y forzar una sonrisa. Pero algo la hizo estremecer. No estaba segura del porqué. Lo único que consiguió fue asentir un poco antes de seguir al hombre por una puerta, pasada la cual la voz de Morgan retumbando y los gritos de Twinkle desaparecieron en la distancia.
Superada la siguiente esquina, el hombre gris abrió una puerta que Charmain reconoció como la de la biblioteca.
—Parece que la señorita Charming ha llegado, Majestad —dijo inclinándose.
—Oh, bien —dijo el Rey levantando la vista de una pila de finos libros de cuero—. Entra y siéntate, querida. Anoche encontré un montón de papeles para ti. No tenía ni idea de que hubiese tantos.
Charmain se sintió como si no se hubiese ido. Waif se acomodó panza arriba al calor del brasero. Charmain también se acomodó frente a una inestable pila de papeles de distintos tamaños, encontró papel y pluma y empezó. Era muy agradable.
Después de un rato, el Rey dijo:
—Un ancestro mío, quien escribió estos diarios, se creía poeta. ¿Qué opinas de este? Por supuesto, es para su mujer.
«Bailas con la gracia de una cabra, amor, y cantas con la suavidad de una vaca en las montañas».
—¿Tú dirías que es romántico, querida?
Charmain se echó a reír.
—Es horrible. Espero que se lo tirase a la cabeza. Eh… Su Majestad, ¿quién es el hombre g… eh, el caballero que me ha acompañado hace un momento?
—¿Te refieres a mi mayordomo? —dijo el Rey—. ¿Sabes?, lleva años y años con nosotros y soy incapaz de recordar el nombre del pobrecillo. Tendrás que preguntárselo a la princesa, querida. Ella se acuerda de estas cosas.
«Vale —pensó Charmain—. Entonces me limitaré a pensar en él como el hombre gris».
El día pasó tranquilo. Charmain pensó que era un buen cambio después del agitado inicio. Clasificó y tomó notas de facturas de doscientos años, de cien años y de unos míseros cuarenta años. Para su extrañeza, las cantidades de las facturas antiguas eran mucho mayores que las de las más nuevas. Parecía como si cada vez se gastase menos en la mansión real. Charmain también ordenó cartas de hacía cuatrocientos años y otras más recientes de embajadores de Strangia, Ingary e, incluso, de Rajpuht. Algunos embajadores enviaban poemas. Charmain le leyó los peores al Rey En la parte de abajo de la pila, encontró recibos. Papeles que decían cosas como «En pago al retrato de la dama, atribuido a un gran maestro, 200 guineas» empezaron a ser más y más frecuentes, todos de los últimos sesenta años. A Charmain le pareció que la mansión real había estado vendiendo sus cuadros por todo el reino. Decidió no preguntarle al Rey sobre ello.
Llegó la comida, más platos especiados de Jamal. Cuando los trajo Sim, Waif se levantó de un salto agitando la cola, se quedó quieta, puso cara de disgusto y salió corriendo de la biblioteca. Charmain no tenía ni idea de si lo que quería Waif era ver al perro del cocinero o su comida. Seguramente, la comida.
Mientras Sim dejaba la fuente sobre la mesa, el Rey preguntó alegremente:
—¿Cómo van las cosas ahí fuera, Sim?
—Un poco ruidosas, Majestad —contestó Sim—. Acabamos de recibir nuestro sexto caballo balancín. El señor Morgan parece ansioso por tener un mono vivo, el cual, me alegra informarle, le ha prohibido la señora Pendragon. Eso ha tenido como consecuencia más ruido. El señor Twinkle parece convencido de que alguien se niega a que se ponga un par de pantalones de rayas. Ha estado hablando muy fuerte de ello durante toda la mañana, alteza. Y el demonio de fuego ha decidido que su lugar para calentarse sea el hogar del salón delantero, y allí se ha instalado. ¿Tomará el té con nosotros en el salón delantero hoy, Majestad?
—Creo que no —dijo el Rey—. No tengo nada en contra del demonio de fuego, pero ya está todo bastante lleno con tanto caballo balancín. Sé bueno y tráenos unas pastas aquí a la biblioteca, si eres tan amable, Sim.
—Por supuesto, Majestad —dijo Sim mientras salía tambaleándose de la habitación.
Cuando se cerró la puerta, el Rey le dijo a Charmain:
—En realidad, no es por los caballos balancín. Y me gusta bastante el ruido. Pero todo eso me hace pensar en lo mucho que me hubiera gustado ser abuelo. Una lástima.
—Esto… —titubeó Charmain—, la gente del pueblo siempre dice que la princesa Hilda tuvo un desengaño amoroso. ¿Es por eso por lo que no se casó?
El Rey parecía sorprendido.
—No, que yo sepa —dijo—. Tuvo a príncipes y duques haciendo cola para casarse con ella cuando era más joven. Pero no es de las que se casan. Nunca le atrajo la idea, eso es lo que me dijo. Prefiere su vida aquí, ayudándome. Aunque es una lástima. Mi heredero tendrá que ser el príncipe Ludovic, el hijo tonto de una prima mía. Pronto le conocerás, si conseguimos apartar unos cuantos caballos balancín, o quizá mi hija use el gran salón. Pero la auténtica lástima es que no haya más jóvenes por la casa últimamente. Lo echo de menos.
El Rey no parecía muy infeliz. Parecía más realista que lastimero, pero de repente Charmain se sorprendió de lo triste que era la mansión real. Grande, vacía y triste.
—Le entiendo, Majestad —dijo ella.
El Rey forzó una sonrisa y dio un bocado a una de las especialidades de Jamal.
—Lo sé —afirmó—. Eres una jovencita muy inteligente. Llegado el momento, no dejarás en mal lugar a tu tío abuelo William.
Charmain parpadeó un poco ante aquella descripción, pero antes de que los halagos pudiesen incomodarla demasiado, comprendió lo que había insinuado el Rey. «Puede que sea inteligente —pensó con tristeza—, pero no soy nada amable ni simpática. Creo que puede que tenga un corazón de piedra. Mira cómo trato a Peter».
Reflexionó sobre aquello el resto de la tarde. El resultado fue que, cuando llegó el momento de parar hasta el día siguiente y Sim reapareció con Waif corriendo a su alrededor, Charmain se levantó y dijo:
—Gracias por ser tan bueno conmigo, Majestad.
El Rey pareció sorprendido y le dijo que no le diese vueltas. «Pero lo haré —pensó Charmain—, su generosidad debería ser una lección para mí». Mientras seguía el lento caminar de Sim con Waif, que parecía muy gorda y somnolienta y se arrastraba con dificultad entre ambos, Charmain decidió ser amable con Peter cuando volviese a casa del tío abuelo William.