La casa de los mil pasillos (El castillo ambulante, #3) – Diana Wynne Jones

Al callarse Waif, Twinkle dijo suplicante:

—¿No creez que eztoy guapo?

Después se hizo un extraño y tenso silencio, como si la señora Pendragon hubiese olvidado las formas hasta el punto de patear el suelo.

—Sí —la oyó responder Charmain—. ¡Desagradablemente guapo!

—Bueno —dijo la princesa Hilda cerca del fuego mientras Charmain seguía huyendo de Morgan—, las cosas se han animado mucho con los niños. Sim, dale una magdalena a Morgan, rápido.

Al momento, Morgan dio media vuelta y echó a correr en dirección a Sim y las magdalenas. Charmain oyó chisporrotear su propio pelo. Miró alrededor y vio al demonio de fuego flotando tras su hombro, mirándola con sus llameantes ojos naranjas.

—¿Quién eres? —inquirió el demonio.

El corazón de Charmain se aceleró un poco, aunque Waif parecía perfectamente tranquila. «Si no me hubiese encontrado hace poco con un lubbock —pensó Charmain—, me asustaría bastante este Calcifer».

—Eh… yo… sólo estoy ayudando temporalmente en la biblioteca —dijo ella.

—Entonces necesitaremos hablar después contigo —crujió Calcifer—. Oléis a magia, ¿sabes? Tu perro y tú.

—No es mía. Es de un mago —explicó Charmain.

—¿De ese mago Norland que parece haber complicado las cosas? —preguntó Calcifer.

—No creo que el tío abuelo Wllliam haya complicado nada —dijo Charmain—. ¡Es un encanto!

—Parece haber buscado en los lugares equivocados —replicó Calcifer—. No hace falta ser desagradable para complicar las cosas. Mira a Morgan —y desapareció. Charmain pensó que desaparecía de un sitio y aparecía en otro como una libélula aleteando sobre un charco.

El Rey se acercó a Charmain, limpiándose las manos jovialmente en una gran servilleta limpia.

—Será mejor que volvamos al trabajo, querida. Tenemos que dejar las cosas ordenadas antes de parar por la noche.

—Sí, Majestad, por supuesto —dijo Charmain, y le siguió a la puerta.

Antes de llegar, el angelical Twinkle pudo escapar de la enfadada señora Pendragon y tirar de la manga de la dama de compañía.

—Por favor —preguntó con todo su encanto—, ¿tienez juguetez?

La dama parecía desconcertada.

—Yo no juego con juguetes, cariño.

Morgan le oyó pronunciar la palabra.

—¡Guguetez! —gritó agitando los brazos con una magdalena de mantequilla agarrada en una de las manos—. ¡Guguetez, guguetez, guguetez!

Ante Morgan se abrió de golpe una caja de la que salió un payaso con un muelle haciendo boing. A su lado se estrelló una gran casa de muñecas seguida de una lluvia de ositos de peluche. Un segundo después, un viejo caballo balancín se colocó al lado del carrito del té. Morgan dio un grito de alegría.

—Creo que dejaremos que sea mi hija quien se ocupe de los invitados —dijo el Rey mostrando a Charmain y a Waif el camino fuera del salón. Cerró la puerta mientras no dejaban de aparecer juguetes, Twinkle parecía intimidado y todos los demás corrían confusos.

—Los magos suelen ser huéspedes con mucha energía —explicó el Rey de vuelta a la biblioteca—. Lo que no sabía era que empezaban tan jóvenes. Algo complicado para sus madres, imagino.

★ ★ ★

Media hora después, Charmain volvía a casa del tío abuelo William con Waif, que parecía tan intimidada como Twinkle, trotando detrás.

—¡Uf! —le dijo Charmain—. ¿Sabes, Waif?, nunca había vivido tanto en tres días, ¡jamás!

Aun así, echaba en falta algo. Tenía sentido que el Rey le hubiese hecho encargarse de las facturas y las cartas de amor, pero a ella le hubiese gustado que se hubiesen turnado con los libros. Le hubiese gustado pasar parte del día hojeando un libro antiguo y polvoriento encuadernado en cuero. Era lo que había estado esperando. Pero no importaba. En cuanto llegase a casa del tío abuelo William, podría enfrascarse en la lectura de La varita de doce puntas, o quizá en la de Memorias de un exorcista, ya que parecía el tipo de libro que es mejor leer a la luz del día. ¿O tal vez coger otro libro?

Deseaba tanto una buena lectura que casi no se percató de la caminata, excepto cuando tuvo que coger a Waif en brazos porque iba resoplando y arrastrándose. Con Waif en brazos, abrió la puerta del tío abuelo Williams con el pie y se encontró con Rollo de frente, en mitad del camino, con una expresión de enojo ocupándole la cara.

—¿Qué pasa ahora? —le espetó Charmain mientras se planteaba seriamente si coger también a Rollo y arrojarlo a las hortensias. Rollo era lo suficientemente pequeño para ser lanzado con facilidad, incluso con una mano ocupada por Waif.

—Esas flores que has dejado por toda la mesa de fuera —dijo Rollo—. ¿Esperas que vuelva a pegarlas, o qué?

—No, claro que no —contestó Charmain—. Se están secando al sol. Después, las meteré en casa.

—¡Ah! —dijo Rollo—. ¿Las estás petrificando? ¿Y crees que eso le gustará al mago?

—Eso a ti no te importa —le dijo Charmain con arrogancia, y dio un paso al frente que obligó a Rollo a apartase de un salto. Gritó algo a su espalda al tiempo que ella abría la puerta principal, pero no se molestó en escucharlo. Sabía que estaba siendo maleducada. Dio un portazo mientras él seguía gritando.

Dentro, el olor en el salón era de algo más que humedad. Olía como un pozo estancado. Charmain dejó a Waif en el suelo y olisqueó con desconfianza. Waif hizo lo mismo. Largas líneas marrones de algo se extendían bajo la puerta de la cocina. Waif se acercó a ellas de puntillas, cautelosamente, y rozó con la pata el chorretón marrón más cercano. Se deshizo como el lodo.

—Oh, Peter, ¿qué has hecho ahora? —exclamó Charmain, y abrió la puerta de golpe.

En el suelo de la cocina se agitaban cinco centímetros de agua. Charmain la vio ascender oscureciendo las cinco bolsas de colada al lado del fregadero.

—¡Auch! —gritó; cerró la puerta de golpe, la volvió a abrir y giró a la izquierda.

El pasillo estaba inundado. La luz del sol que entraba por la ventana del fondo se reflejaba de modo que parecía que una gran corriente salía del baño.

Enfadada, Charmain chapoteó hacia allí. «¡Lo único que quería era sentarme a leer un libro! —pensó—. ¡Y vuelvo a casa y me la encuentro inundada!».

Al llegar al baño, con Waif pataleando enfadada tras ella, se abrió la puerta y Peter salió disparado con la ropa mojada por delante y aspecto enojado. No llevaba zapatos y tenía los pantalones arremangados hasta las rodillas.

—¡Vaya, suerte que has vuelto! —dijo antes de que Charmain pudiese abrir la boca—. Hay un agujero en una de las cañerías. He probado seis hechizos diferentes para arreglarlo, pero lo único que consigo es que se mueva de sitio. Estaba a punto de vaciar el agua en aquel tanque peludo de allí, o al menos intentarlo, pero a lo mejor tú puedes hacer otra cosa.

—¿Tanque peludo? —repitió Charmain—. Ah, te refieres a esa cosa recubierta de piel azul. ¿Qué te hace pensar que eso hará algo? ¡Está todo inundado!

—Es lo único que no he intentado —le espetó Peter—. El agua tiene que venir de allí de algún modo. Se oye como borbotea. He pensado que a lo mejor podría encontrar una llave de paso…

—¡Oh, eres un inútil! —le replicó Charmain—. Déjame echar una ojeada.

Apartó a Peter e irrumpió en el baño levantando una ola de agua a su paso.

Ciertamente, había un agujero. Una de las cañerías entre el lavabo y la bañera tenía una larga grieta paralela de la que salía agua como si fuese una fuente ornamental. En toda la cañería había bultos de aspecto mágico que debían de ser los seis hechizos inútiles de Peter. «¡Y todo esto es culpa suya! —exclamó para sí—. Fue él quien puso las cañerías al rojo vivo. ¡Oh, francamente!».

Se apresuró hacia la grieta y puso ambas manos sobre ella con enfado.

—¡Para! —ordenó. El agua salpicaba entre sus manos en su cara—. ¡Para ya!

Lo único que pasó es que la grieta se deslizó bajo sus manos unos quince centímetros y salpicó agua sobre su coleta y su hombro derecho. Charmain movió sus manos para volver a taparla.

—¡Para ya, para!

La grieta volvió a desplazarse.

—Tú lo has querido —le dijo Charmain, y volvió a taparla. La grieta se movió. Ella la siguió con sus manos. En un momento la había acorralado sobre la bañera de modo que el agua salpicaba inofensivamente sobre ella y salía por el desagüe. La mantuvo allí, tapando la cañería con una mano mientras pensaba qué hacer después. «Me imagino que a Peter no se le ocurrió esto —masculló entre dientes— en lugar de ir por ahí haciendo hechizos inútiles».

—Tío abuelo William —dijo en voz alta—, ¿cómo arreglo el escape de la cañería del baño?

No hubo respuesta. Sin duda, no era algo que el tío abuelo William pensó que Charmain necesitara.

—Creo que no sabe mucho de fontanería —observó Peter desde la puerta—. Tampoco hay nada útil en la maleta. Lo he sacado todo para mirarlo.

—¿Ah, sí? —dijo Charmain con voz desagradable.

—Sí, algunas de las cosas son realmente interesantes —dijo Peter—. Te las enseñaré si…

—¡Cállate y déjame pensar! —le cortó Charmain.

Peter pareció darse cuenta de que acaso Charmain no estaba de muy buen humor. Dejó de hablar y esperó; mientras, Charmain se quedó de pie junto a la bañera, inclinada sobre la cañería, pensando. «Hay que acercarse a la grieta por dos sitios, para que no pueda escapar. Primero se deja fija en un sitio y después se tapa, pero ¿cómo? Rápido, antes de que se me empapen del todo los pies».

—Peter —dijo ella—, ve a traerme trapos. Al menos, tres.

—¿Por qué? —preguntó Peter—. ¿No crees que…?

—¡Ya! —le interrumpió Charmain.

Para su alivio, Peter salió chapoteando y murmurando algo sobre gatas marimandonas y con mal genio. Charmain fingió que no le había oído. Mientras tanto, ella no se había atrevido a soltar la grieta, que seguía salpicando agua, por lo que cada vez estaba más mojada. «Oh, maldito Peter». Puso su otra mano en el otro extremo de la grieta y empezó a empujar y deslizar sus manos, juntándolas todo lo que pudo.

—¡Ciérrate! —le ordenó a la cañería—. ¡Deja de gotear y ciérrate!

El agua le saltó maleducadamente a la cara. Pudo notar como la grieta intentaba huir, pero ella no la soltó. Apretó y apretó. «¡Puedo hacer magia! —pensó mirando la cañería—. He hecho un hechizo. Puedo hacer que te cierres».

—Así que, ¡ciérrate!

Y funcionó. Para cuando Peter volvió, caminando por el agua con sólo dos trapos y diciendo que habían sido los únicos que había encontrado, Charmain estaba calada hasta los huesos, pero la cañería volvía a estar de una pieza. Charmain cogió los trapos y ató uno a cada lado de donde había estado la grieta. Entonces cogió el largo cepillo de frotarse la espalda de al lado de la bañera, que era lo único remotamente parecido a una varita mágica que vio, y golpeó los trapos con él.

—¡Quedaos ahí! ¡No oséis moveros! —les dijo a los trapos. Golpeó la grieta reparada—. Mantente cerrada —le ordenó—, ¡o lo lamentarás!

Después, dirigió el cepillo a las abolladuras de los hechizos de Peter y las golpeó también.

—¡Desapareced! —les dijo—. ¡Desapareced, no servís de nada!

Y, obedientemente, se esfumaron. Charmain, crecida por la sensación de poder, golpeó el grifo del agua caliente al lado de sus rodillas.

—Vuelve a dar agua caliente —le dijo— y dejémonos de tonterías. Y tú también —añadió, estirándose para alcanzar el grifo del agua caliente del lavabo—, ambos tenéis que dar agua caliente, pero no demasiado, u os castigaré. Pero vosotros seguid dando agua fría —indicó a los grifos del agua fría al tiempo que los golpeaba. Finalmente, salió de la bañera salpicando y golpeó el agua del suelo.

—Y tú, ¡desaparece! Vamos, sécate, vete. ¡Desaparece! ¡O si no…!

Peter fue al lavabo, abrió el grifo del agua caliente y puso la mano debajo.

—¡Está templada! —dijo—. ¡Lo has conseguido! ¡Qué alivio! Gracias.

—Aja —dijo Charmain, que tenía frío y estaba empapada y de mal humor—. Ahora voy a ponerme ropa seca y a leer un libro.

Peter preguntó patéticamente:

—Entonces, ¿no vas a ayudarme a secar?

Charmain no vio motivo. Pero sí vio a la pobre Waif esforzándose por llegar hasta ella con el agua chorreándole por la tripa. No parecía que el cepillo de la espalda hubiese funcionado con el suelo.

—Vale —suspiró—. Pero yo ya he trabajado todo el día, ¿sabes?

—Y yo —dijo Peter molesto—. Llevo todo el día arriba y abajo intentando que la tubería dejase de gotear. Vamos, al menos, a secar la cocina.

Como el fuego seguía encendido y chisporroteando en la chimenea de la cocina, aquello se parecía bastante a una sauna.