Y el Rey respondía:
—En aquella época les gustaba apoyar los pies sobre ellos en el salón. Una costumbre muy sucia, en mi opinión. Escucha la opinión de este filósofo sobre los camellos, querida —y le leía una página de su libro que les hacía reír. Claramente, el filósofo no se llevaba bien con los camellos.
Bastante después, se abrió la puerta de la biblioteca y Waif entró trotando, con aspecto de estar muy satisfecha de sí misma. Iba seguida de Jamal:
—Traigo un mensaje de nuestra princesa, Majestad —dijo—. La dama ya se ha instalado y Sim está llevando té al salón delantero.
—Ah —dijo el Rey—, ¿y pastelillos?
—Y magdalenas —afirmó Jamal, y se fue.
El Rey cerró el libro de golpe y se levantó.
—Será mejor que vaya a saludar a la visita —indicó.
—Pues yo seguiré con las facturas —dijo Charmain—. Haré un montón con las que tenga que consultar con usted.
—No, no —repuso el Rey—. Tú también vienes, querida. Trae a la perrita. Ayuda a romper el hielo, ya sabes. La dama es amiga de mi hija. Yo no la conozco.
De repente, Charmain volvió a sentirse muy nerviosa. La princesa Hilda le había parecido del todo intimidante y demasiado de la realeza para sentirse cómoda a su lado, y cualquier amiga suya tenía indicios de ser igual de poco agradable. Pero apenas había empezado a decir que no cuando el Rey ya le estaba sujetando la puerta para que pasara. Waif iba tras él. Charmain se vio obligada a levantarse y seguirle.
El salón delantero era una gran habitación en la que había sofás desteñidos con los brazos un poco rozados y los flecos bastante deshilachados. Seguía habiendo recuadros pálidos en las paredes, allí donde había habido cuadros colgados. El recuadro más grande estaba sobre la gran chimenea de mármol, donde, para alivio de Charmain, ardía un alegre fuego. El salón, al igual que la biblioteca, era una habitación fría, y Charmain había vuelto a enfriarse a causa de los nervios.
La princesa Hilda estaba sentada, tiesa como un palo, en un sofá al lado de la chimenea, donde Sim había acercado un gran carrito de té. En cuanto vio a Sim empujar el carrito, Charmain supo de qué lo conocía. De cuando se había perdido al lado de la sala de reuniones y había visto a un hombre viejo empujando un carrito por un extraño pasillo. «¡Qué raro!», pensó. Sim estaba dejando, con manos temblorosas, un plato de pastas de mantequilla sobre la chimenea. Al ver las pastas, el hocico de Waif se agitó y se abalanzó a por ellas. Charmain consiguió pararla por los pelos. Mientras estaba de pie agarrando con fuerza en brazos a una Waif que no dejaba de revolverse, la princesa dijo:
—¡Ah! Mi padre, el Rey —todos los demás del salón se levantaron—. Padre —dijo la princesa—, permíteme presentarte a mi buena amiga, la señora Sophie Pendragon.
El Rey se acercó con dificultad alargando la mano y haciendo que la gran habitación pareciera un poco más pequeña. Charmain no había reparado antes en lo alto que era. «Casi tan alto como aquellos elfos», pensó.
—Señora Pendragon —dijo—, encantado de conocerla. Las amigas de mi hija también lo son mías.
La señora Pendragon sorprendió a Charmain. Era bastante joven, bastante más que la princesa, e iba vestida a la moda con un traje de color azul pavo real que contrastaba a la perfección con su pelo rojo y sus ojos verde-azules. «¡Es encantadora!», pensó Charmain con cierta envidia. La señora Pendragon hizo una pequeña reverencia al darle la mano al Rey.
—Estoy aquí para hacerlo lo mejor que pueda, Majestad. No puedo decir más.
—Bien, bien —respondió el Rey—. Por favor, siéntate. Sentaos todos. Y tomemos el té.
Todos se sentaron y empezó una educada conversación mientras Sim revoloteaba alrededor sirviendo té. Charmain se sintió completamente fuera de lugar. Segura de que no debería estar allí, se sentó en el extremo más alejado del sofá e intentó discernir quién era el resto de personas. Mientras tanto, Waif estaba tranquilamente en el sofá junto a Charmain con aspecto recatado. Miraba con ojos de deseo al hombre que estaba pasando las pastas. El caballero era tan silencioso y gris que Charmain olvidó su aspecto en cuanto apartó la vista de él y tuvo que volver a mirarlo para recordarlo. El otro caballero, cuya boca parecía cerrada incluso cuando hablaba, comprendió que era el canciller del Rey. Parecía tener un montón de secretos que contar a la señora Pendragon, que no dejaba de asentir y después parpadear como si el canciller le hubiese dicho algo sorprendente. La otra dama, algo mayor, parecía la dama de compañía de la princesa Hilda y era muy buena hablando del tiempo.
—Y no me sorprendería que esta noche volviese a llover —estaba diciendo cuando el hombre gris llegó al lado de Charmain a ofrecerle una pasta. Waif siguió la bandeja con el hocico, suplicante.
—Oh, gracias —dijo Charmain contenta de que se hubiera acordado de ella.
—Coja dos —le sugirió el hombre gris—. Seguro que Su Majestad se come todas las que sobren.
En aquel momento, el Rey se estaba comiendo dos magdalenas, la una aplastada sobre la otra, y mirando las pastas con tanto deseo como Waif.
Charmain volvió a darle las gracias al hombre y cogió dos. Eran las pastas con más mantequilla que había probado jamás. Waif la siguió con el hocico hasta golpear suavemente la mano de Charmain.
—Vale, vale —murmuró Charmain intentando romper un trozo sin que cayera mantequilla en el sofá. La mantequilla resbaló por sus dedos amenazando con alcanzar las mangas. Estaba intentando limpiarse con una servilleta cuando la dama de compañía acabó de decir todo lo que cualquier persona puede decir sobre el tiempo y se volvió hacia la señora Pendragon.
—La princesa Hilda me ha dicho que tiene usted un niño encantador —dijo.
—Sí. Morgan —comentó la señora Pendragon. Parecía que ella también estaba teniendo problemas con la mantequilla y restregaba sus dedos contra el pañuelo con nerviosismo.
—¿Cuánto tiempo tiene ahora Morgan, Sophie? —preguntó la princesa Hilda—. Cuando lo vi, era sólo un bebé.
—Oh, casi dos años —respondió la señora Pendragon cazando al vuelo un goterón de mantequilla antes de mancharse la falda—. Lo he dejado con…
La puerta del salón se abrió. Entró un pequeñajo gordito con un traje azul lleno de manchas y con lágrimas cayéndole por las mejillas.
—¡Mami, mami, mami! —berreaba mientras entraba en la habitación. Pero en cuanto vio a la señora Pendragon, su cara mutó en una deslumbrante sonrisa. Estiró los brazos y se abalanzó sobre ella escondiendo la cara en su falda—. ¡Mami! —gritó.
Tras él, atravesó la puerta flotando una criatura azul de aspecto nervioso y forma de gota alargada con una cara en la parte de delante. Parecía hecho de llamas. Provocó una vaharada de calor y un respingo de todos los presentes. Una criada con aspecto aún más nervioso entró corriendo tras él.
Detrás de la criada apareció un niño pequeño, el niño más angelical que Charmain había visto nunca. Tenía una mata de rizos rubios rodeando su angelical cara sonrosada y pálida. Sus ojos eran grandes, azules y tímidos. Su pequeña barbilla perfecta descansaba sobre un volante de encaje blanquísimo y el resto de su esbelto cuerpo iba vestido con un traje de terciopelo azul claro con grandes botones de plata. Su boquita rosada se abrió en una sonrisa tímida al entrar, mostrando unos encantadores hoyuelos en sus delicadas mejillas. Charmain no entendía por qué la señora Pendragon lo estaba mirando tan horrorizada. Era un niño encantador. ¡Y qué pestañas tan largas y rizadas!
—… mi marido y su demonio de fuego —acabó la señora Pendragon. Su rostro había enrojecido de ira, y clavó la mirada en el niño pequeño detrás del bebé.
Capítulo 8
En el que Peter tiene problemas de fontanería
—¡OH, señora, Majestad! —exclamó la criada—. He tenido que dejarlos entrar. El pequeño estaba muy enfadado.
Dijo aquellas palabras a una habitación muy confusa. Todos se habían puesto de pie y alguien derramó una taza. Sim se lanzó a rescatar la taza y el Rey pasó por su lado para coger el plato de pasteles. La señora Pendragon se levantó con Morgan aún en brazos, mirando con indignación al niño pequeño, mientras la criatura azul en forma de gota flotaba enfrente de ella.
—¡No es culpa mía, Sophie! —repetía sin cesar con voz nerviosa y chisporroteante—. ¡Te juro que no es culpa mía! No podíamos hacer que Morgan dejase de llorar llamándote.
La princesa Hilda se levantó con diligencia.
—Puedes irte —le dijo a la criada—. No hay que enfadarse. Sophie, querida, no sabía que no tenías niñera.
—No, no tengo. Y deseaba un descanso —dijo la señora Pendragon—. Uno podría pensar —añadió lanzando una mirada enfadada al niño angelical— que un mago y un demonio de fuego podrían hacerse cargo de un bebé entre los dos.
—¡Hombres! —dijo la princesa—. Me reservo la opinión al respecto de la habilidad de los hombres para hacer cualquier cosa. Por supuesto, Morgan y el otro niño serán nuestros huéspedes, ya que están aquí. ¿Qué tipo de alojamiento necesita un demonio de fuego? —le preguntó al hombre gris.
Parecía estar completamente en blanco.
—Me gustaría disponer de un buen fuego de leña —chisporroteó el demonio de fuego—. Veo que tienen uno precioso aquí. Es cuanto necesito. Por cierto, señora, me llamo Calcifer.
Tanto la princesa como el hombre gris parecían aliviados. La princesa dijo:
—Sí, por supuesto. Creo que nos conocimos en Ingary, hace dos años.
—¿Y quién es el otro pequeño? —preguntó el Rey alegremente.
—Zophie ez mi tía —respondió el pequeño con un dulce ceceo y elevando su vista y su cara angelical hacia el Rey.
La señora Pendragon lo miró muy enfadada.
—Encantado de conocerte —dijo el Rey—. Y ¿cómo te llamas, hombrecito?
—Twinkle —susurró el niño, dejando que los rizos rubios le cubriesen el rostro con timidez.
—Coge una pasta, Twinkle —le ofreció el Rey cariñosamente al tiempo que sostenía el plato.
—Graziaz —asintió Twinkle agradecido, y cogió una pasta.
En ese momento, Morgan extendió una ansiosa mano regordeta y dijo con voz grave: «¡Yo, yo, yo!», hasta que el Rey le dio una pasta a él también. La señora Pendragon sentó a Morgan en un sofá para que se la comiese. Sim miró alrededor y, con mucha eficiencia, le llevó un trapo del carrito. Quedó empapado de mantequilla casi al momento. Morgan miró a Sim, a la princesa, a la dama de compañía y al canciller con su cara brillante.
—Padtel —dijo—. Padtel dico.
Mientras esto ocurría, Charmain se dio cuenta de que la señora Pendragon había atrapado de algún modo a Twinlde tras el sofá en el que estaba sentada. No pudo evitar oír que la señora Pendragon le preguntaba:
—Pero ¿qué te crees que estás haciendo, Howl?
Su voz sonaba tan agresiva que Waif saltó al regazo de Charmain en busca de protección.
—Ze olvidaron de invitarme —respondió la dulce voz de Twinkle—. Ezo ez una tontería. Tú no puedez zoluzionar ezto zola, Zophie. Me necezitaz.
—No, no te necesito —replicó Sophie—. Y ¿es imprescindible que cecees?
—Zí—dijo Twinkle.
—¡Oh! —dijo Sophie—. No tiene gracia, Howl. Y has traído a Morgan…
—Te lo he dicho —la interrumpió Twinkle—. Morgan no ha parado de llorar dezde el momento que te haz ido. ¡Pregúntazelo a Calcifer zi no me creez!
—Calcifer es tan malo como tú —le espetó Sophie con rabia—. No me creo que ninguno de los dos haya intentando pararlo. ¿Verdad? ¡Sólo estabais esperando una excusa para montar esta… esta mascarada frente a la pobre princesa Hilda!
—Noz necezita, Zophie —dijo Twinkle con franqueza.
Charmain estaba bastante fascinada con aquella conversación, pero por desgracia Morgan buscó a su madre y, entonces, vio a Waif temblando sobre las rodillas de Charmain. Al grito de «¡Un peddol» se deslizó del sofá, chafando el trapo al hacerlo, y se apresuró hacia Waif con las manos llenas de mantequilla por delante. Waif saltó desesperada a la parte trasera del sofá, donde se quedó dando ladridos. Ladridos que parecían la versión aguda de alguien con un resfriado seco. Charmain se vio obligada a coger a Waif y apartarse, lejos del alcance de Morgan, de modo que cuanto oyó después de la extraña conversación tras el sofá de la señora Pendragon fue que esta le decía a Twinkle (¿o era Howl?) que se iría a la cama sin cenar, y Twinkle respondía: «Ni ze te ocurra» con voz desafiante.