Cuando Charmain se levantó y arrastró la pesada silla, el Rey dijo amablemente:
—Esperamos que no pases mucho calor aquí con el brasero. Puede que sea verano, pero los mayores sentimos frío.
Charmain seguía congelada a causa de los nervios.
—No, en absoluto, Majestad —contestó ella.
—Y al menos Waif está contenta —dijo el Rey señalando con un dedo con forma de garra. Waif se había tumbado sobre el lomo con las cuatro patas hacia arriba y disfrutaba del calor del brasero. Parecía mucho más feliz que Charmain.
—A trabajar, padre —ordenó la princesa con seriedad.
Cogió las gafas que le colgaban de una cadena del cuello y se las puso sobre su aristocrática nariz. El Rey cogió un par de quevedos. Charmain cogió sus gafas. Si no hubiese estado tan nerviosa, le hubiera hecho gracia que los tres tuviesen que hacer el mismo gesto.
—Bien —dijo la princesa—, en esta biblioteca tenemos libros, papeles y pergaminos. Después de toda una vida de trabajo, padre y yo hemos conseguido hacer una lista de casi la mitad de los libros, con el título y el autor, y le hemos asignado un número a cada uno, junto con un breve resumen del contenido de cada libro. Padre seguirá haciendo eso mientras tú te harás responsable de mi tarea principal, que es catalogar los papeles y pergaminos. Prácticamente acabo de empezar, lo siento. Esta es mi lista —abrió un gran archivador lleno de hojas de papel cubiertas de una escritura angulosa y elegante y alineó unos cuantas ante Charmain—. Como ves, tengo algunos encabezamientos: cartas familiares, cuentas del hogar, escritos históricos, etcétera. Tu trabajo es coger cada pila de papeles y decidir qué contiene cada página exactamente. Después tienes que escribir su descripción bajo el encabezamiento adecuado y, una vez hecho, guardar cuidadosamente el papel en una de estas cajas etiquetadas. ¿De momento lo tienes claro?
Charmain, inclinada para ver las listas bellamente escritas, temió parecer increíblemente estúpida.
—¿Qué hago —preguntó— si me encuentro con un papel que no encaje en ninguna de las categorías, señora?
—Muy buena pregunta —asintió la princesa Hilda—. Esperamos que encuentres muchas cosas que no encajen. Cuando lo hagas, pregúntale a mi padre enseguida por si el papel es importante. Si no lo es, ponlo en la caja etiquetada como «Miscelánea». Muy bien, este es tu primer montón de papeles. Te vigilaré mientras los revisas para ver qué tal vas. Aquí está el papel para tus listas. La pluma y la tinta están ahí. Por favor, empieza.
Le acercó a Charmain un gastado paquete de cartas, atado con una cinta rosa, y se sentó a mirar.
«Jamás he visto algo más desconcertante!», pensó Charmain. Deshizo el lazo rosa con manos temblorosas e intentó formar una fila con las cartas.
—Coge cada una por esquinas opuestas —dijo la princesa Hilda—. No las chafes.
«¡Oh, cielos!», pensó Charmain. Miró de reojo al Rey, quien había cogido un libro de aspecto mustio encuadernado en cuero y lo hojeaba con cuidado. «Ojalá estuviese haciendo eso», pensó. Suspiró y abrió con cuidado la primera y frágil carta marrón.
«Mi más querida, preciosa e increíble amada —leyó—. Te añoro tantísimo…».
—Hum… —se dirigió a la princesa Hilda—. ¿Hay una caja para las cartas de amor?
—Sí, desde luego —dijo la princesa—. Esta. Apunta la fecha y el nombre de quien la escribió. Por cierto, ¿quién es?
Charmain miró el final de la carta.
—Ah, dice «Gran Dolphie».
El Rey y la princesa dijeron al mismo tiempo «¡bien!» y se pusieron a reír, el Rey con más fuerza.
—Entonces es de mi padre a mi madre —explicó la princesa Hilda—. Mi madre hace muchos años que murió. Pero eso no importa. Apúntalo en tu lista.
Charmain se fijó en el aspecto frágil y el color marrón del papel y pensó que debía de hacer muchísimo tiempo. Le sorprendió el hecho de que al Rey no pareció importarle que ella la leyera; ni él ni la princesa parecían preocupados. «A lo mejor la gente de la familia real es diferente», pensó mirando la siguiente carta. Empezaba: «Mi querido pastelito dulce». «Pues vaya». Siguió con el trabajo.
Después de un rato, la princesa se levantó y empujó su silla debajo de la mesa con elegancia.
—Parece que va bien —anunció—. Debo irme. Mi visita está a punto de llegar. Aunque me hubiera gustado hablar también con su marido, padre.
—Eso está fuera de toda discusión —replicó el Rey sin levantar la vista de sus notas—. Sería pasarnos de la raya. Él es el mago real de otro sitio.
—Oh, ya lo sé —suspiró la princesa Hilda—. Pero también sé que Ingary tiene dos magos reales. Y que nuestro pobre William está enfermo y podría estar muriéndose.
—La vida es injusta, querida —dijo él, aún rasgando con su pluma de oca—. Además, a William no le fue mejor de lo que nos ha ido a nosotros.
—Eso también lo sé, padre —dijo la princesa Hilda mientras salía de la biblioteca. La puerta se cerró con un fuerte golpe tras de sí.
Charmain se inclinó sobre la siguiente pila de papeles como si no hubiera oído nada. Parecía un tema privado. Esa pila llevaba atada tanto tiempo que todas las hojas parecían pegadas entre sí, estaban resecas y marrones, como aquel nido de avispas que Charmain había encontrado una vez en el desván de casa.
—Ejem —carraspeó el Rey. Charmain levantó la vista y vio que le estaba sonriendo con la pluma en el aire y haciéndole una mueca de reojo por encima de las gafas—. Veo que eres una joven muy discreta —dijo—. Debes de haber entendido de nuestra conversación que estamos buscando, y tu tío abuelo William con nosotros, cosas muy importantes. Las categorías de mi hija te darán una pista sobre qué buscar. Las palabras clave son: tesoro, beneficios, oro y regalo élfico. Si encuentras alguna mención a una de esas cosas, por favor, dintelo enseguida.
La idea de estar buscando cosas tan importantes hizo que los dedos de Charmain se quedasen fríos y torpes sobre el frágil papel.
—Sí. Sí, claro, Su Majestad —prometió.
Para su alivio, en aquel paquete sólo había listas de bienes con sus precios, todos los cuales parecían sorprendentemente bajos.
«Diez libras de velas de cera a dos peniques la libra, veinte peniques —leyó. Bueno, parecía datar de hacía doscientos años—. Seis onzas de azafrán, treinta peniques. Nueve tablones de madera de manzano para aromatizar las habitaciones del jefe, un cuarto de penique».
Etcétera. La siguiente página estaba llena de cosas como: «Cincuenta metros de cortinas de hilo, cuarenta y cuatro chelines». Charmain tomó nota cuidadosamente, dejó los papeles en la caja etiquetada «Cuentas del hogar» y desató el siguiente montón.
—¡Oh! —exclamó. El siguiente papel decía: «Al mago Melicot, por lanzar un hechizo sobre cien pies cuadrados de tejas de latón para darles la apariencia de un tejado de oro, doscientas guineas».
—¿Qué pasa, querida? —preguntó el Rey, poniendo el dedo sobre el punto en el que estaba del libro.
Charmain le leyó la vieja factura al Rey. Él sonrió y sacudió un poco la cabeza.
—Así que es verdad que era magia —comentó—. Debo confesar que siempre había deseado que resultasen ser de oro de verdad, ¿tú no?
—Sí, pero, en cualquier caso, parecen de oro —dijo Charmain para consolarlo.
—Y es un buen hechizo, porque ha durado doscientos años —asintió el Rey—. También caro. Doscientas guineas era un montón de dinero en aquella época. Bueno. Nunca esperé solucionar nuestros problemas financieros así. Además, resultaría raro si subiéramos y arrancásemos todas las tejas del tejado. Sigue buscando, querida.
Charmain siguió buscando, pero todo cuanto encontró fue alguien que cobró dos guineas por plantar un jardín de rosas y otra persona que cobró diez guineas por rehacer el tesoro… no, otra persona no, sino ¡el mismo mago Melicot que hizo lo del tejado!
—Melicot era un especialista, supongo —dijo el Rey cuando Charmain le leyó aquello—. Parece un tipo que se dedicaba a imitar metales preciosos. El tesoro estaba realmente vacío por aquel entonces. Hace años que sé que mi corona es falsa. Debe de ser obra de Melicot. ¿Te está entrando hambre, querida? ¿Te estás quedando fría y rígida? Nosotros no solemos comer a mediodía, como es normal; a mi hija no le gusta, pero yo suelo pedirle un tentempié al mayordomo sobre esta hora. ¿Por qué no te levantas y estiras un poco las piernas mientras yo toco la campana?
Charmain se levantó y camino un poco, provocando que Waif se pusiera de pie y la mirase inquisitivamente, mientras el Rey caminaba con dificultad hacia la cuerda de la campana al lado de la puerta. Decididamente, se le veía frágil, pensó Charmain, y era muy alto. Parecía como si fuese demasiado alto para soportarlo. Mientras esperaban a que alguien respondiese a la llamada, Charmain vio la oportunidad de mirar los libros de las estanterías. Parecía haber libros sobre todo, todos mezclados, libros de viajes junto a libros de álgebra y libros de poemas frotándose con otros de geografía. Charmain acababa de abrir uno titulado Los secretos del Universo al descubierto cuando se abrió la puerta de la biblioteca y entró un hombre con un alto gorro de chef y una bandeja.
Para sorpresa de Charmain, el Rey saltó a esconderse tras la mesa.
—¡Querida, coge a tu perro! —gritó con urgencia.
Enganchado a las piernas del cocinero, como si no se sintiese a salvo, había entrado otro perro, uno marrón de aspecto amargado, orejas retorcidas y cola de rata. Venía gruñendo. Charmain no dudó que aquel era el perro que descuartizaba otros perros y voló a coger a Waif en brazos.
Pero, de algún modo, Waif se escurrió entre sus manos y fue trotando hacia el perro del cocinero. Los gruñidos del otro perro subieron de tono. Se le erizaron los pelos del lomo marrón como a un halcón. Parecía tan peligroso que Charmain no se atrevió a acercarse más. Sin embargo, Waif no parecía tener miedo. Del modo más alegre, fue directa hacia el perro, que estaba mostrando los dientes; se irguió sobre sus patas traseras y frotó descaradamente su hocico contra el de él. El otro perro se echó atrás, tan sorprendido que dejó de gruñir. Estiró sus orejas y, con mucho cuidado, empezó a su vez a olisquear a Waif. Esta dio un ladrido de emoción y empezó saltar. En un momento, ambos perros estaban correteando encantados por toda la biblioteca.
—¡Bien! —exclamó el Rey—. Supongo que entonces no hay problema. ¿Qué significa esto, Jamal? ¿Por qué has venido tú en lugar de Sim?
Jamal, el cual, según vio Charmain, tenía un solo ojo, se acercó y dejó la bandeja sobre la mesa, disculpándose.
—Nuestra princesa se ha llevado a Sim a recibir al invitado, Majestad —explicó—, y me ha dejado a mí para traer la comida. Y no he podido evitar que viniera mi perro. Creo —añadió mirando a los dos perros que correteaban— que mi perro no se había divertido nunca hasta hoy.
Se inclinó ante Charmain.
—Por favor, traiga a su perrita blanca más a menudo, señorita Charming.
Le silbó al perro. Este fingió que no le había oído. Fue a la puerta y volvió a silbarle.
—Comida —le dijo—. Ven a comer calamar.
Esta vez fueron los dos perros. Y para sorpresa y consternación de Charmain, Waif se fue trotando tras el perro del cocinero y la puerta se cerró tras ellos.
—No te preocupes —la tranquilizó el Rey—. Parece que se han hecho amigos. Jamal la traerá de vuelta. Es muy de fiar. Si no fuese por ese perro suyo, sería el cocinero perfecto. Vamos a ver qué nos ha traído, ¿de acuerdo?
Jamal había traído una jarra de limonada y una fuente con cosas marrones crujientes bajo un trapo blanco. El rey dijo: «¡Ah! —y apartó con agilidad el trapo—, coge uno de estos mientras estén calientes, querida».
Charmain lo hizo. Un solo bocado fue suficiente para convencerla de que Jamal era incluso mejor cocinero que su padre, y el señor Baker era conocido por ser el mejor cocinero de la ciudad. Las cosas marrones eran crujientes y blandas al mismo tiempo, con un sabor bastante picante que Charmain no había probado nunca antes. Hacían que te apeteciera una limonada. Ella y el Rey limpiaron toda la fuente mano a mano y se bebieron toda la limonada. Después volvieron al trabajo.
Llegados a este punto, ya habían intimado. Charmain ya no tenía vergüenza de preguntar al Rey todo lo que quería saber:
—¿Por qué necesitaban dos barriles de pétalos de rosas, Majestad? —le preguntaba.