La casa de los mil pasillos (El castillo ambulante, #3) – Diana Wynne Jones

—No, Waif —dijo Charmain—. No puedes venir. Vete a casa —señaló ostensiblemente la casa del tío abuelo William—. ¡A casa!

Waif agachó las orejas y se sentó a suplicar.

—¡No! —volvió a ordenar Charmain, señalando—. ¡Vete a casa!

Waif se tumbó en el suelo y se convirtió en una lastimosa mancha blanca de la que sólo sobresalía la punta de la cola que se agitaba.

—¡Francamente! —dijo Charmain. Y como Waif parecía decidida a no moverse del medio del camino, Charmain se vio obligada a cogerla en brazos y volver a toda prisa a casa del tío abuelo William con ella.

—No puedo llevarte conmigo —le explicó casi sin aliento en el trayecto—. Tengo que ver al Rey. Y la gente no lleva perros cuando va a ver al Rey.

Abrió la puerta del tío abuelo William y lanzó a Waif al camino del jardín.

—Ya. Ahora, ¡quédate aquí!

Cerró la puerta ante la cara de reproche de Waif y volvió a bajar la calle. Mientras caminaba se golpeó la muñeca con ansiedad y dijo:

—¿Hora?

Pero ya estaba fuera del territorio del tío abuelo William y el hechizo no funcionó. Lo único que sabía Charmain era que se hacía tarde. Echó a correr.

La puerta sonó de nuevo tras de sí. Charmain miró atrás y volvió a ver a Waif corriendo hacia ella.

Charmain gruñó, dio media vuelta, corrió hacia Waif, la cogió en brazos y la lanzó de nuevo hacia la puerta.

—¡Sé una perra buena y quédate aquí! —chilló mientras recobraba el aliento, y volvió a salir corriendo.

La puerta volvió a sonar y Waif volvió a lanzarse tras ella.

—¡Voy a gritar! —amenazó Charmain. Volvió atrás y lanzó a Waif dentro del jardín por tercera vez—. ¡Quédate ahí, estúpida perrita!

Esta vez se dirigió hacia la ciudad a todo correr.

Tras ella, la puerta volvió a sonar. Pequeños pasitos repiquetearon en el camino.

Charmain se dio la vuelta y corrió hacia Waif gritando:

—¡Oh, no te soporto, Waif! Voy a llegar tardísimo.

Esta vez, cogió a Waif y se la llevó en dirección a la ciudad entre resoplidos.

—Muy bien, tú ganas, voy a tener que llevarte porque, si no lo hago, llegaré tarde y no quiero, Waif. ¿Lo entiendes?

Waif estaba encantada. Se estiró y lamió la mejilla de Charmain.

—No, para —protestó Charmain—. No estoy contenta. Te odio. Eres muy pesada. Estate quieta o te suelto.

Waif se acomodó en los brazos de Charmain con un suspiro de satisfacción.

—Grrrr —gruñó Charmain, y apretó el paso.

Charmain había pensado mirar hacia arriba al rodear el acantilado por si el lubbock bajaba en picado sobre ella desde el prado superior, pero cuando llegó a él tenía tanta prisa que se olvidó por completo del lubbock y se limitó a seguir corriendo. Y para su gran sorpresa, cuando superó la curva, la ciudad estaba casi ante ella. No recordaba que estuviese tan cerca. Había casas y torres, brillaban rosadas bajo la luz de la mañana y estaban a tiro de piedra.

«Creo que el poni de tía Sempronia tardó demasiado para lo que es el camino», pensó Charmain al llegar a las primeras casas.

El camino seguía una vez atravesado el río y se convertía en el típico camino sucio de ciudad. Charmain recordó que aquel extremo de la ciudad era bastante feo y poco recomendable, y caminó deprisa y nerviosa. Pero, aunque casi todas las personas con las que se cruzó aparentaban ser bastante pobres, ninguna pareció prestarle demasiada atención o, si lo hacían, era para fijarse en Waif, que lo curioseaba todo con entusiasmo desde los brazos de Charmain.

—Qué perrito tan mono —comentó una mujer que cargaba ristras de cebollas al mercado cuando se cruzó con Charmain.

—Qué monstruito tan mono —replicó Charmain. La mujer la miró muy sorprendida. Waif se revolvió como protesta—. Sí, lo eres —le dijo Charmain al llegar a calles más anchas con edificios más elegantes—. Eres una abusona y una chantajista y, si me has hecho llegar tarde, no te lo perdonaré jamás.

Al llegar al mercado, el gran reloj del ayuntamiento dio las diez. Y Charmain pasó de repente de correr con ansiedad a pensar en cómo iba a convertir un paseo de diez minutos en uno de media hora. La mansión real estaba casi a la vuelta de la esquina. Al menos podría relajar el paso y tranquilizarse. El sol ya apretaba por entre la niebla de las montañas y, entre eso y el cálido cuerpo de Waif, Charmain tenía calor. Cogió un desvío paralelo a la explanada que pasaba por encima del río, que corría rápido y marrón camino del gran valle que había más allá de la ciudad, y empezó a pasear con tranquilidad. Tres de sus librerías favoritas estaban en aquella calle. Se abrió paso entre otros paseantes y miró los escaparates con entusiasmo.

—Qué perrito más mono —dijeron, al pasar, unas cuantas personas.

—¡Ja! —le musitó Charmain a Waif—. ¡No tienen ni idea!

Llegó a la plaza Real en el momento en que el gran reloj empezaba a tocar las diez y media. Charmain estaba satisfecha. Pero, mientras cruzaba la plaza hacia el reloj que sonaba, de repente, ya no estaba tan satisfecha, y también dejó de tener calor. Tenía frío y se sentía pequeña e insignificante. Sabía que ir había sido una estupidez. Era tonta. La miraría un momento y la mandaría a casa. El destello dorado del tejado de la mansión real la intimidó por completo. Agradeció la pequeña y húmeda lengua de Waif lamiendo de nuevo su mejilla. Al subir las escaleras de la puerta principal de la mansión estaba tan nerviosa que casi da media vuelta y sale corriendo.

Pero se dijo a sí misma con firmeza que aquella era la única cosa en el mundo que de verdad quería hacer, «aunque no estoy segura de querer hacerla ahora —pensó—, ¡y todo el mundo sabe que las tejas de metal sólo están encantadas para que parezcan de oro!», añadió, y levantó la gran aldaba dorada de la puerta para llamar con valentía. Entonces, sus rodillas amenazaron con doblarse y se preguntó si sería capaz de salir corriendo. Se quedó allí temblando y apretando a Waif con fuerza.

Un sirviente muy, muy viejo abrió la puerta.

«Debe de ser el mayordomo —pensó Charmain, preguntándose dónde había visto antes a aquel viejo—. Debo de habérmelo cruzado por la ciudad de camino al colegio», pensó.

—Eh… —titubeó ella—. Soy Charmain Baker. El Rey me mandó una carta…

Soltó una mano de Waif para sacar la carta del bolsillo, pero antes de llegar a cogerla, el viejo mayordomo abrió la puerta de par en par.

—Haga el favor de entrar, señorita Charming —dijo con su vieja voz temblorosa—. Su Majestad la espera.

Charmain se vio entrando en la mansión real con unas piernas casi tan temblorosas como las del viejo mayordomo. La edad le hacía inclinarse tanto que su cara estaba al nivel de Waif cuando Charmain pasó tambaleándose a su lado.

La detuvo con una mano temblorosa.

—Por favor, agarre fuerte al perrito, señorita. No sería bueno que paseara por aquí.

Charmain se descubrió a sí misma balbuceando:

—De verdad que espero que no haya ningún problema por haberla traído; no dejaba de seguirme, ya sabe, y al final he tenido que cogerla y traerla, o habría…

—No hay absolutamente ningún problema, señorita —dijo el mayordomo cerrando la gran puerta—. A Su Majestad le gustan mucho los perros. De hecho, ha recibido muchos mordiscos intentando hacerse amigo de… En fin, el hecho, señorita, es que nuestro cocinero de Rajpuhta tiene un perro que no es nada simpático. Se sabe que ha matado a otros perros por entrar en su territorio.

—¡Oh, cielos! —murmuró Charmain débilmente.

—Exacto —asintió el viejo mayordomo—. Si hace el favor de seguirme, señorita…

Waif se revolvía en brazos de Charmain porque ella la estaba apretando con demasiada fuerza mientras seguía al mayordomo por el pasillo de piedra. Dentro de la mansión hacía fresco y estaba bastante oscuro. Charmain se sorprendió al ver que no había adornos y casi ninguna señal de riqueza real, a menos que se contasen uno o dos grandes cuadros marrones con deslucidos marcos de oro. Había bastantes recuadros pálidos en las paredes, de donde habían quitado cuadros, pero Charmain estaba ya tan nerviosa que no se planteó el motivo. Sólo tenía cada vez más frío y se sentía más y más pequeña y poco importante, casi del tamaño de Waif.

El mayordomo se paró y abrió, con un chirrido, una gran puerta cuadrada de roble.

—Su Majestad, la señorita Charming Baker —anunció— y su perro.

Y se alejó tambaleándose.

Charmain consiguió entrar también tambaleándose. «¡El temblor debe de ser contagioso!», pensó, y no se atrevió a hacer la reverencia por miedo a que sus rodillas se derrumbasen.

La habitación era una enorme biblioteca. Estanterías de color marrón pálido se extendían en ambas direcciones. El olor de los libros viejos, que Charmain adoraba, era casi excesivo. Justo enfrente de ella había una gran mesa de roble con altas pilas de libros y montones de papeles amarillentos y, en uno de los extremos de la mesa, algunos más nuevos y blancos. Al fondo había tres grandes sillas talladas, dispuestas alrededor de un pequeño brasero de carbón y una papelera de metal. La papelera estaba sobre una bandeja metálica que a su vez descansaba sobre una alfombra casi inservible. Dos personas mayores estaban allí sentadas. Uno era un hombre mayor y grande, con una barba blanca muy cuidada y unos ojos amables y rodeados de arrugas. Cuando Charmain se atrevió a mirarlo, supo que era el Rey.

—Ven aquí, querida —le dijo—, y siéntate. Deja al perrito en el suelo, cerca del fuego.

Charmain consiguió hacer lo que decía el Rey. Para su alivio, Waif pareció darse cuenta de que allí había que comportarse del mejor de los modos. Se sentó seriamente en la alfombra y agitó educadamente la cola. Charmain se sentó al borde de la silla tallada y empezó a temblar.

—Permíteme presentarte a mi hija —dijo el Rey—, la princesa Hilda.

La princesa Hilda también era mayor. Si no hubiera sabido que era la hija del Rey, hubiera pensado que la princesa y el Rey tenían la misma edad. La principal diferencia entre ellos era que la princesa parecía el doble de mayestática que el Rey. Era una gran dama como su padre, con el pelo, plateado como el metal, muy bien peinado y un traje de tweed tan sobrio y de un color tan de tweed que Charmain supo que era un traje altamente aristocrático. El único adorno que llevaba era un gran anillo en una mano venosa.

—Es una perrita muy mona —comentó ella con voz firme y clara—. ¿Cómo se llama?

—Waif, alteza —respondió Charmain titubeante.

—¿Y hace mucho que la tienes? —preguntó la princesa.

Charmain se dio cuenta de que la princesa estaba entablando conversación para que se sintiese más cómoda, cosa que hizo que se pusiese aún más nerviosa.

—No… eh… bueno —vaciló ella—. La verdad es que la habían abandonado. Y… eh… eso me dijo el tío abuelo William. Y no debe de hacer mucho que la tenía, porque él no sabía que era… esto… sí… quiero decir, hembra. William Norland, ¿sabe? El mago.

Ambos, el Rey y la princesa, dijeron «¡oh!» al oír eso, y el Rey preguntó:

—Entonces, querida, ¿eres familia del mago Norland?

—Nuestro gran amigo —añadió la princesa.

—Sí, eh… en realidad, es el tío abuelo de mi tía Sempronia.

De algún modo, la atmósfera se hizo mucho más distendida. El Rey dijo, bastante ansioso:

—Supongo que aún no tienes ninguna noticia sobre cómo evoluciona el mago Norland.

Charmain negó con la cabeza.

—Me temo que no, Majestad, pero parecía muy enfermo cuando llegaron los elfos para llevárselo.

—Sin duda —dijo la princesa Hilda—. Pobre William. Bien, señorita Baker…

—Oh, oh, por favor, llámeme Charmain —balbuceó Charmain.

—Muy bien —asintió la princesa—. Pero tenemos que ponernos manos a la obra, niña, porque voy a tener que dejarte enseguida para atender a mi primer invitado.

—Mi hija te dedicará una hora, más o menos —dijo el Rey—, y te explicará qué tienes que hacer en la biblioteca y cómo puedes ayudarnos mejor. Esto es porque dedujimos de tu caligrafía que no eras demasiado mayor, como vemos que es el caso, y seguramente no tienes experiencia —dedicó a Charmain su sonrisa más encantadora—. De verdad que estamos sumamente agradecidos por tu oferta de ayuda, querida. Nunca nadie antes había pensado que la necesitáramos.

Charmain notó cómo se le calentaba la cara. Supo que se estaba ruborizando por momentos.

—Es un placer, Maj… —consiguió murmurar.

—Acerca tu silla a la mesa —la interrumpió la princesa— y nos pondremos a trabajar.