La casa de los mil pasillos (El castillo ambulante, #3) – Diana Wynne Jones

—Típico de las mujeres —afirmó—. Te pido que me ayudes a fregar y tú vas a coger flores.

—La verdad es que no —dijo Charmain—. Esos bestias de los kobolds han arrancado todas las hortensias de color rosa.

—¿Eso han hecho? —exclamó Peter—. ¡Pero es un desastre! Tu tío se va a enfadar cuando vuelva, ¿verdad? Puedes dejar las flores en ese plato, donde están los huevos.

Charmain vio la bandeja de pasteles llena de huevos rodeada por la bolsa de escamas de jabón y las teteras de la mesa.

—Y entonces, ¿dónde pondremos los huevos? Espera.

Fue al baño y puso las hortensias en el lavabo. Todo estaba sospechosamente húmedo y chorreante, pero Charmain prefirió no pensar en ello. Volvió a la cocina y anunció:

—Ahora voy a alimentar las hortensias vaciando estas teteras sobre ellas.

—Buen intento —dijo Peter—. Te llevará horas. ¿Tú crees que esta agua estará ya caliente?

—Sólo humea —dijo Charmain—. Creo que tiene que borbotear. Y no me va a llevar horas. Mira.

Eligió las dos ollas más grandes y empezó a vaciar en ellas las teteras. Estaba diciendo: «Ser vaga tiene algunas ventajas, mira» cuando se dio cuenta de que, después de vaciar la primera tetera y dejarla sobre la mesa, esta había desaparecido.

—Déjanos una —pidió Peter nervioso—. Me gustaría tomar algo caliente.

Charmain lo pensó y dejó la última tetera cuidadosamente sobre la silla. También desapareció.

—Oh, vaya —se lamentó Peter.

Dado que Peter estaba intentando esforzarse por no ser tan huraño, Charmain dijo:

—Podemos tomar un «té de las cinco» en el salón cuando acabemos con esto. Y mi madre me ha traído otra bolsa de comida cuando ha venido.

Peter se animó visiblemente.

—Entonces podremos tener una comida decente cuando acabemos de fregar —dijo él—. Porque vamos a hacer esto antes, no importa lo que digas.

Y puso a Charmain a ello a pesar de sus protestas. En cuanto volvió del jardín, Peter fue a quitarle el libro de las manos y, en su lugar, le ató un trapo a la cintura. Después la llevó a la cocina, donde empezó el misterioso y horrible proceso. Peter le puso otro trapo en la mano.

—Tú secas y yo lavo —dijo quitando la humeante olla del fuego y echando la mitad del agua caliente sobre las escamas de jabón vertidas en el fregadero. Levantó un cubo de agua fría de la bomba y también echó la mitad.

—¿Por qué haces eso? —preguntó Charmain.

—Para no escaldarme —contestó Peter lanzando cuchillos y tenedores en su mezcla que fueron seguidos por pilas de platos—. ¿Es que no sabes nada?

—No —admitió Charmain. Le irritó pensar que ninguno de los muchos libros que había leído mencionaba, ni siquiera de pasada, fregar platos, no hablemos ya de explicar cómo se hace. Vio cómo Peter usaba con energía un trapo para quitar comida muy, muy antigua del plato estampado, que salió limpio y brillante del agua jabonosa. A Charmain le empezó a gustar bastante el proceso y estaba casi dispuesta a creer que era magia. Vio cómo Peter sumergía el plato en otro recipiente para aclararlo. Entonces se lo pasó.

—¿Qué tengo que hacer? —preguntó ella.

—Secarlo, por supuesto —dijo él—. Después déjalo sobre la mesa.

Charmain lo intentó. El proceso le llevó una barbaridad de tiempo. El trapo de secar a duras penas absorbía el agua y el plato no dejaba de resbalarle entre las manos. Era mucho más lenta secando de lo que era Peter fregando, tanto que pronto él tuvo una pila de platos escurriéndose al lado del fregadero y empezó a impacientarse. Como era de esperar, llegados a ese punto el plato más bonito resbaló de las manos de Charmain y cayó al suelo. A diferencia de las teteras, se rompió.

—¡Oh! —exclamó Charmain contemplando los trozos—. ¿Cómo se juntan?

Peter miró al cielo.

—No se puede —dijo—. Procura que no se te caiga otro.

Él recogió los trozos de plato y los tiró a otro cubo.

—Yo seco. Intenta fregar o vamos a estar aquí todo el día.

Vació el agua, ahora sucia, del fregadero, recogió los cuchillos, tenedores y cucharas del fondo y los echó en el cubo de aclarado. Para sorpresa de Charmain, todos parecían limpios y brillantes.

Al ver a Peter rellenar el fregadero con jabón y agua caliente, asumió que él había elegido la parte fácil del trabajo.

Descubrió que estaba equivocada. No le pareció nada fácil. Cada pieza de la vajilla le llevó eones y se empapó toda la parte delantera de la ropa en el proceso. Y Peter no paraba de devolverle platos y tazas, fuentes y vasos diciendo que aún estaban sucios. Tampoco le dejó limpiar ninguno de los platos del perro hasta haber acabado con los cacharros humanos. Charmain pensó que aquello estaba muy mal por su parte. Waif los había dejado todos tan limpios a base de lametazos que Charmain sabía que serían más fáciles de lavar que cualquier otra cosa. Y además, para acabar de empeorarlo todo, estaba horrorizada al ver que sus manos salían del agua enrojecidas y cubiertas de extrañas arrugas.

—¡Estoy enferma! —chilló—. ¡Tengo una horrible enfermedad en la piel!

Se molestó y ofendió cuando Peter se rio de ella.

Pero, finalmente, la terrible tarea finalizó. Charmain, empapada por delante y con las manos arrugadas, se fue enfurruñada al salón a leer La varita de doce puntas bajo la luz que venía del oeste al ponerse el sol y dejó a Peter guardando las cosas limpias en el armario de la cocina. En aquel momento, sentía que iba a volverse loca si no se sentaba a leer un rato. «Prácticamente, no he leído en todo el día», pensó.

Peter la interrumpió demasiado pronto para su gusto al entrar con un jarrón que había encontrado y llenado con hortensias y que dejó en la mesa delante de ella.

—¿Dónde está la comida que dices que ha traído tu madre? —preguntó.

—¿Qué? —dijo Charmain escrutándole por entre las hojas.

—Comida —repitió él.

—Ah —murmuró Charmain—. Sí. Comida. Puedes coger un poco si prometes no manchar ni un plato al comerla.

—De acuerdo —dijo Peter—. Tengo tanta hambre que me la comería de la alfombra.

De modo que, a desgana, Charmain paró de leer y sacó la bolsa de comida de detrás del sillón. Los tres comieron gran cantidad de empanadas del señor Baker, seguidas por dos tés de las cinco del carrito. Durante esa pantagruélica comida, Charmain dejó el jarrón de hortensias sobre el carrito para que no molestase. Cuando volvió a mirar, había desaparecido.

—Me pregunto dónde habrá ido —dijo Peter.

—Puedes sentarte en el carrito y averiguarlo —sugirió Charmain.

Pero, para disgusto de Charmain, a Peter no le apetecía irse tan lejos. Mientras comía, ella pensaba en formas de convencer a Peter de que se fuese de vuelta a Montalbino. No es que le disgustase tanto. Simplemente, era molesto compartir la casa con él. Y sabía —estaba tan segura como si se lo hubiese dicho Peter— que lo próximo que le iba a obligar a hacer era vaciar las bolsas de ropa sucia y lavarlas. La simple idea de lavar algo más le dio escalofríos.

«Al menos —pensó—, yo no voy a estar mañana, así que puede hacerlo él mismo».

De repente, estaba increíblemente nerviosa. Iba a ver al Rey. Había sido una locura escribirle, una insensatez, y ahora iba a verlo. Se le quitó el hambre. Levantó la vista de su último bollo de crema y vio que afuera ya había oscurecido. La iluminación artificial se había encendido dentro, llenando la habitación de una luz dorada, pero las ventanas estaban negras.

—Me voy a dormir —anunció ella—. Mañana me espera un largo día.

—Si ese rey tuyo tiene dos dedos de frente —replicó Peter—, te devolverá de una patada en cuanto te vea. Entonces podrás volver aquí a hacer la colada.

Dado que aquellas eran exactamente las dos cosas que temía Charmain, no contestó. Se limitó a coger las Memorias de un exorcista como lectura ligera, se dirigió a la puerta y giró a la izquierda hacia las habitaciones.

Capítulo 7

En el que cierto número de personas llega a la mansión real

CHARMAIN tuvo una noche bastante agitada. En parte a causa de las Memorias de un exorcista, cuyo autor había estado claramente ocupado con un montón de apariciones y rarezas, todas las cuales describía de un modo tan directo que a Charmain no le quedó duda de que los fantasmas son del todo reales y, la mayoría de ellos, desagradables. Se pasó la mayor parte de la noche tiritando y deseando saber cómo encender la luz.

Parte de las molestias se debieron a Waif, que había decidido que tenía derecho a dormir en la almohada de Charmain.

Pero la mayor parte se debía, simple y llanamente, a los nervios y al hecho de que Charmain no tenía forma de saber qué hora era. No dejaba de despertarse pensando: «¡Imagínate que me duermo!». Se despertó cuando aún estaba amaneciendo, oyendo el trinar de los pájaros a lo lejos, y casi decidió levantarse. Pero, de algún modo, volvió a dormirse y, cuando se despertó, ya era completamente de día.

—¡Socorro! —gritó; apartó de golpe las mantas, tirando accidentalmente a Waif al suelo con ellas, y se lanzó al otro lado de la habitación para ponerse la ropa buena que había preparado para la ocasión. Mientras se metía en su mejor falda verde, se le ocurrió por fin qué era lo más sensato—. ¡Tío abuelo William! —gritó—, ¿cómo puedo saber qué hora es?

—Golpea tu muñeca izquierda —respondió la amable voz— y di: «Hora», querida.

Charmain se sorprendió al notar que la voz era más débil y susurrante de lo que solía. Esperó que aquello se debiese a que el hechizo se estaba esfumando y no a que el tío abuelo William se encontrara más débil, dondequiera que estuviese.

—¿Hora? —dijo ella dando golpecitos.

Esperaba una voz o, tal vez, que apareciese un reloj. Al pueblo de High Norland le gustaban los relojes. En su casa había diecisiete, incluyendo el del baño. Le había sorprendido un poco que el tío abuelo William no tuviese ni siquiera un reloj de cuco en algún sitio, pero entendió el motivo cuando lo que ocurrió fue que, de repente, sabía qué hora era. Eran las ocho.

—¡Y tardaré por lo menos una hora en llegar a pie! —cogió aire, metió los brazos en las mangas de su mejor blusa de seda y salió corriendo al baño.

Mientras se peinaba, estaba más nerviosa que nunca. Su reflejo, que, por algún motivo, chorreaba agua, parecía muy joven, con el pelo recogido en una inexperta cola de caballo sobre un hombro. «Se dará cuenta de que soy una colegiala», pensó. Pero no había tiempo de pensar en ello. Charmain salió a toda prisa del baño y volvió sobre la misma puerta a la izquierda para entrar en la cálida y ordenada cocina.

Ahora había cinco bolsas de ropa sucia al lado del fregadero, pero Charmain no tenía tiempo para preocuparse por ello. Waif fue corriendo hacia ella, aullando lastimeramente, y volvió cerca de la chimenea, donde el fuego seguía quemando con energía. Charmain estaba a punto de golpear el borde de la chimenea para pedir el desayuno cuando vio cuál era el problema de Waif. Ahora era demasiado pequeña para golpear la chimenea. Así que Charmain la golpeó y dijo: «Comida para perros, por favor», antes de pedir su desayuno.

Al sentarse a la mesa, ahora vacía, a tomar deprisa el desayuno mientras Waif limpiaba con entusiasmo el plato a sus pies, Charmain no pudo evitar pensar con rabia que era mucho más agradable tener la cocina limpia y ordenada. «Supongo que Peter tiene sus cosas buenas», pensó mientras se servía una última taza de café. Pero entonces sintió que debía golpear su muñeca de nuevo. Supo que faltaban seis minutos para las nueve y saltó del susto.

—¿Cómo he podido tardar tanto? —dijo en voz alta, y corrió de vuelta a su habitación a buscar su elegante chaqueta.

A lo mejor fue porque iba corriendo mientras se ponía la chaqueta, pero, de algún modo, giró mal en la puerta y se vio en un lugar de lo más curioso. Era una habitación alargada y estrecha llena de tuberías por todas partes y con un gran recipiente chorreante, místicamente recubierto de piel azul.

—¡Anda ya! —protestó Charmain, y volvió atrás por la puerta.

Se encontró de nuevo en la cocina.

—Al menos me sé el camino desde aquí —farfulló precipitándose en el salón, y salió corriendo por la puerta principal. Fuera, casi tropieza con una pinta de leche que debía de ser para Rollo—. ¡Y no se la merece! —chilló mientras cerraba la puerta de golpe.

Se lanzó corriendo por el camino entre las hortensias desfloradas y atravesó la puerta que se cerró tras de sí con un clac. Entonces intentó ir más despacio porque era una tontería correr durante los kilómetros que la separaban de la mansión real, pero bajó por el camino a muy buen paso, y sólo había llegado a la primera curva cuando la puerta del jardín volvió a hacer clac detrás de ella. Charmain se dio media vuelta. Waif iba corriendo tras ella todo lo deprisa que le permitían sus patitas. Charmain suspiró y retrocedió hacia ella. Al ver que se acercaba, Waif empezó a dar saltitos y ladridos de alegría.