La casa de los mil pasillos (El castillo ambulante, #3) – Diana Wynne Jones

—Eso me ha dicho —respondió Timminz—. ¿Está segura de que no huyó?

Aquello generó tal cantidad de gritos y abucheos en toda la cocina que Charmain tuvo que volver a gritar para que la oyeran:

—¡Callaos! Por supuesto que no ha huido. Yo estaba aquí cuando se fue. No estaba nada bien y los elfos tuvieron que llevárselo en brazos. Habría muerto si no se lo hubieran llevado.

En el casi silencio que siguió a aquello, Timminz dijo con tono enojado:

—Si usted lo dice, la creemos, por supuesto. Nuestra disputa es con el mago, pero tal vez usted pueda solucionarla. Y ya le digo que no nos gusta. Es indecente.

—¿El qué? —preguntó Charmain.

Timminz levantó los ojos y lanzó una mirada llena de ira por encima de la nariz.

—No se ría. El mago se rio cuando me quejé a él.

—Le prometo no reírme —aseguró Charmain—. ¿Qué pasa?

—Estamos muy enfadados —dijo Tamminz—. Nuestras mujeres se niegan a fregarle los platos y nos llevamos sus grifos para que no pudiera hacerlo él, pero todo cuanto hizo fue sonreír y decir que no tenía fuerzas para discutir.

—Bueno, estaba enfermo —repuso Charmain—. Ahora ya lo sabe. ¿Qué es lo que pasa?

—Ese jardín suyo —explicó Timminz—. La primera queja vino de Rollo, pero después vine a echar un vistazo y Rollo tenía razón. El mago tiene arbustos de flores azules, que es un color adecuado y razonable para las flores, pero mediante su magia ha hecho que la mitad de esos mismos arbustos sean ¡rosas!, y algunos son incluso verdes o blancos, lo que es desagradable e incorrecto.

Llegados a ese punto, Peter no pudo contenerse:

—¡Pero las hortensias son así! —exclamó—. ¡Ya se lo he explicado! Cualquier jardinero puede decírselo. Si no se ponen polvos azules bajo el arbusto, algunas flores salen rosas. Rollo es jardinero. Debería saberlo.

Charmain miró en la atestada cocina, pero no consiguió ver a Rollo en ninguna parte entre el enjambre de personas azules.

—Seguramente sólo lo dijo porque le gusta podar las cosas.

—Apuesto a que le estuvo pidiendo al mago poder cortar los arbustos y él le dijo que no. Me lo pidió a mí anoche…

En este punto, Rollo saltó al lado de un plato de comida de perro casi a los pies de Charmain. Le reconoció casi exclusivamente por su desagradable vocecilla cuando chilló:

—¡Pues claro que se lo pedí! Y ella se sienta allí en el camino, cuando acababa de caer flotando del cielo, tan tranquila, y me dice que yo sólo quiero divertirme. ¡Es tan mala como el mago!

Charmain bajó la cabeza para mirarlo.

—Sólo eres una pequeña bestia destructiva —dijo—. ¡Lo que estás haciendo es dar problemas porque no puedes salirte con la tuya!

Rollo levantó un brazo.

—¿La habéis oído? ¿Habéis oído lo que ha dicho? ¿Quién está equivocado, ella o yo?

Un horrible clamor se elevó en la cocina. Timminz gritó pidiendo silencio y, cuando el clamor se convirtió en susurros, le dijo a Charmain:

—Entonces, ¿nos da permiso para que esos desgraciados arbustos sean podados?

—No, no se lo doy —le espetó Charmain—. Son los arbustos del tío abuelo William, y se supone que tengo que cuidar de todas sus cosas. Y Rollo sólo está creando problemas.

Timminz dijo, arrojándole una mirada iracunda:

—¿Es su última palabra?

—Sí —contestó Charmain—. Lo es.

—Entonces —dijo Timminz—, se ha quedado sola. Ningún kobold va a mover una mano por usted de ahora en adelante.

Y se fueron todos. De repente, la multitud azul desapareció entre las teteras, los platos del perro y los cacharros sucios, dejando que un leve viento se llevase las últimas burbujas y el fuego ardiese ya brillantemente en el hueco de la chimenea.

—Has hecho una estupidez —dictaminó Peter.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Charmain indignada—. Has sido tú quien ha dicho que se suponía que los arbustos tenían que ser así. Y has visto que Rollo los había enfadado a todos a propósito. No podía permitir que el tío abuelo William volviera y se encontrase con todo el jardín cortado, ¿verdad?

—Sí, pero podrías haber tenido un poco más de tacto —insistió Peter—. Esperaba que les dijeses que íbamos a hacer un hechizo azul para convertir todas las flores en azules, o algo así.

—Sí, pero Rollo hubiese seguido queriendo cortarlo todo —dijo Charmain—. Anoche me llamó aguafiestas por no permitírselo.

—Podrías haberles hecho ver cómo es en realidad —la contradijo Peter—, en vez de enfadarlos aún más.

—Al menos no me he reído de ellos como hizo el tío abuelo William —le replicó Charmain—. Fue él quien hizo que se enfadaran, no yo.

—¡Y mira lo que consiguió! —dijo Peter—. Se llevaron los grifos y le dejaron todos los platos sucios. De modo que ahora tenemos que fregarlos todos sin ni siquiera un poco de agua caliente del baño.

Charmain se sentó haciendo aspavientos en una silla y empezó, otra vez, a abrir la carta del Rey.

—¿Por qué deberíamos hacerlo? —dijo—. Además, no tengo ni la más remota idea de cómo se friega los platos.

Peter estaba escandalizado.

—¿No sabes? ¿Y por qué no?

Charmain abrió el sobre y sacó un papel plegado, rígido, largo y hermoso.

—Mi madre me ha educado para ser respetable —aclaró ella—. Nunca ha dejado que me acercase al fregadero, ni siquiera a la cocina.

—¡No me lo creo! —exclamó Peter—. ¿Cómo puede ser respetable no saber hacer cosas? ¿Es respetable encender fuego con una pastilla de jabón?

—Eso —dijo Charmain con arrogancia— fue un accidente. Por favor, estate callado y déjame leer mi carta.

Se puso las gafas sobre la nariz y desplegó el papel.

—Querida señorita Baker —leyó.

—Bueno, yo voy a intentarlo —la interrumpió Peter—. Estoy apañado si voy a dejarme amenazar por un montón de personitas azules. Y me gustaría pensar que tienes suficiente orgullo como para ayudarme a hacerlo.

—Cállate —dijo Charmain, y se concentró en la carta.

Querida señorita Baker:

Ha sido usted muy amable por ofrecernos sus servicios. Normalmente, la ayuda de nuestra hija, la princesa Hilda, sería suficiente para cubrir nuestras necesidades; pero ocurre que la princesa está a punto recibir una importante visita y se ve obligada a aparcar su trabajo en la biblioteca durante la misma. Por lo tanto, aceptamos graciosamente su amable oferta de manera temporal. Si fuese usted tan amable de presentarse en la mansión real el miércoles que viene sobre las diez y media, estaremos encantados de recibirla en nuestra biblioteca y mostrarle nuestro trabajo.

Su servidor agradecido,

Adolphus Rex Norlandi Alti

El corazón de Charmain se desbocó a medida que leía la carta, pero hasta el final de su lectura no se dio cuenta de que lo fascinante, improbable e increíble había sucedido: ¡el Rey había accedido a recibir su ayuda en la biblioteca real! Sin estar segura del porqué, se le llenaron los ojos de lágrimas y tuvo que quitarse las gafas. Su corazón martilleaba con alegría. Después con nerviosismo. ¿Era miércoles? ¿Había perdido su oportunidad?

Había estado oyendo, sin prestar atención, cómo Peter golpeaba cacerolas y apartaba con los pies platos de comida para perros mientras se dirigía a la puerta interior. En ese momento, le oyó volver.

—¿Qué día es hoy? —le preguntó.

Peter, con un suspiro, puso sobre el fuego la gran olla que llevaba en brazos.

—Te lo diré si tú me dices dónde guarda el jabón —dijo.

—¡Que te zurzan! —masculló Charmain—. Está en el lavadero en una bolsa que dice Caninitis o algo así. Así que, ¿qué día es?

—Trapos —dijo Peter—. Dime antes dónde están los trapos. ¿Sabes que ahora mismo hay dos bolsas de ropa sucia en el lavadero?

—No sé dónde están los trapos —respondió Charmain—. ¿Qué día es?

—Antes los trapos —exigió Peter—. No me contesta cuando le pregunto.

—No sabía que venías —dijo Charmain—. ¿Ya es miércoles?

—No entiendo porque no lo sabía —se quejó Peter—. Recibió mi carta. Pregunta por los trapos.

Charmain suspiró.

—Tío abuelo William —dijo—, este estúpido quiere saber dónde están los trapos, por favor.

La amable voz respondió.

—¿Sabes, querida? Casi me olvido de los trapos. Están en el cajón de la mesa.

—Es martes —le indicó Peter, lanzándose al cajón y abriéndolo casi hasta el estómago de Charmain. Mientras sacaba bayetas y trapos de secar platos, farfulló—: Tiene que ser martes, porque yo salí de mi casa el sábado y me llevó tres días llegar. ¿Contenta?

—Gracias —asintió Charmain—. Muy amable. Entonces, me temo que mañana tendré que ir a la ciudad. Puede que esté fuera todo el día.

—Pues qué suerte que esté yo aquí para cuidar de la casa —replicó Peter—. ¿A dónde vas a escaquearte?

—El Rey —dijo Charmain con mucha dignidad— me ha pedido que le vaya a ayudar. Lee esto si no me crees.

Peter cogió la carta y la miró por encima.

—Ya veo —musitó—. Te las has arreglado para estar en dos sitios al mismo tiempo. Buena jugada. Así que ya puedes empezar a ayudarme a fregar estos platos mientras el agua esté caliente.

—¿Por qué? No los he ensuciado yo —protestó Charmain. Se guardó la carta en el bolsillo y se levantó—. Me voy al jardín.

—Yo tampoco los he ensuciado —dijo Peter—. Y además, fue tu tío quien hizo enfadar a los kobolds.

Charmain se limitó a esquivarlo para ir al salón.

—¡No eres nada respetable! —le gritó Peter a su espalda—. Simplemente, eres vaga.

Charmain no se dio por aludida y fue directa a la puerta principal. Waif la siguió, correteando con interés alrededor de sus tobillos, pero Charmain estaba demasiado molesta con Peter para preocuparse por Waif.

—Siempre criticando —refunfuñó—. No ha parado desde que llegó. ¡Cómo si él fuese perfecto! —dijo mientras abría la puerta principal de golpe.

Dio un respingo. Los kobolds habían estado ocupados. Muy ocupados, muy deprisa. Vale, no habían cortado los arbustos porque ella les había dicho que no lo hicieran, pero habían podado todas y cada una de las flores rosas y la mayoría de las moradas y blancas. El camino principal estaba cubierto de flores de hortensia rosas y liláceas, y vio más sobre los arbustos. Charmain dio un grito de indignación y fue corriendo a recogerlas.

—¿Vaga, yo? —musitaba mientras recogía las flores de hortensia en su falda—. ¡Pobre tío abuelo William! Qué desastre. A él le gustaban todos los colores. ¡Esas pequeñas bestias azules!

Fue a dejar las flores de la falda en la mesa de cerca de la ventana del estudio y allí descubrió una cesta al lado de la pared. La cogió y se la llevó a los arbustos. Mientras Waif corría, husmeaba y olisqueaba a su alrededor, Charmain recogía las flores arrancadas y las metía en la cesta. Rio entre dientes cuando descubrió que los kobolds no siempre habían estado seguros de cuáles eran las azules. Habían dejado la mayoría de las verdosas y algunas de color lavanda, mientras que había un arbusto con el que seguro que habían tenido problemas porque todas las flores eran rosas en el centro y azules por fuera. A juzgar por el número de pequeñas huellas alrededor de aquel arbusto, habían discutido sobre ello. Al final, habían arrancado las flores de la mitad del arbusto y dejado el resto.

—¿Veis? No es tan fácil —dijo Charmain en voz alta por si había algún kobold por allí escuchando—. Esto, lo que es, es vandalismo, y espero que estéis avergonzados.

Llevó la última cesta a la mesa mientras repetía: «Gamberros. Os habéis portado mal, pequeñas bestias» y esperaba que, al menos Rollo, estuviese oyéndola.

Algunas de las flores más grandes tenían el tallo bastante largo y Charmain las reunió en un gran ramo rosa, malva, verdoso y blanco, y esparció el resto sobre la mesa para que se secasen al sol. Recordaba haber leído en algún sitio que las hortensias se pueden secar y que mantienen su color, por lo que son buenas para hacer adornos para el invierno. «Al tío abuelo William le gustarán», pensó.

—¡Así que ya ves, es útil sentarse a leer mucho! —proclamó al aire. En aquel momento, sin embargo, sabía que estaba intentando justificarse ante el mundo, si no ante Peter, porque había estado demasiado orgullosa de sí misma por el hecho de haber recibido una carta del Rey.

—Vale —suspiró—. Vamos, Waif.

Waif siguió a Charmain dentro de casa, pero se apartó de la puerta de la cocina temblando. Charmain entendió porque cuando entró en la cocina y Peter levantó la cabeza de su olla humeante. Había encontrado un delantal y se había dedicado a apilar todos los cacharros en columnas ordenadas en el suelo. Lanzó a Charmain una mirada de superioridad moral.