—¡Miren a la derecha! —gritó Vanó.
Lo que vimos a través de la escotilla lateral interrumpió nuestra discusión. Martin frenó bruscamente, nos pusimos las cazadoras y salimos a la nieve. Yo filmaba corriendo por la nieve, tratando de no perder ni un solo detalle de lo que ocurría y que me daría la creación de una película fenomenal.
Aquello era un milagro, un cuadro de la otra vida. No había nubes ni nieve que pudieran ocultar su majestuosidad. El sol colgaba sobre el horizonte entregando toda la fuerza de su luz a la capa de hielo esmeralda azul que se levantaba ante nosotros. Su corte liso e ideal que se extendía hacia arriba a una altura de muchos metros, asemejábase al vidrio. No se veía ni un ser humano, ni una máquina en todo su extensión. Divisábanse tan sólo discos gigantescos de color rosa —más de diez— que cortaban el hielo delicada y silenciosamente, como si éste fuese mantequilla. Imagínese un pedazo de mantequilla que se corta con un cuchillo caliente. El cuchillo penetra en la masa rápido, casi sin fricción y resbala entre paredes derretidas. Esto era exactamente lo que estaba sucediendo allí, cuando este cuchillo rosado penetraba en la masa de hielo. El cuchillo tenía la forma de un óvalo irregular o de un trapecio con ángulos curvos; su área debía de tener más de cien metros cuadrados. Esto era lo único que yo podía apreciar desde lejos y a simple vista. Su grosor, en cambio, era ínfimo: de dos a tres centímetros aproximadamente. La familiar «nube» podía, por lo visto, encogerse, alargarse y transformarse en un instrumento enorme, capaz de trabajar a extraordinaria velocidad y precisión.
Separados uno de otro por una distancia de medio kilómetro, dos «cuchillos» cortaban la pared de hielo perpendicularmente a su base. Otros dos la cortaban de través a un mismo ritmo y con el movimiento de un péndulo. Otro cuarteto trabajaba junto al primero, y un tercer grupo, que yo no podía ver, estaba internado en el hielo. En seguida, el segundo grupo desapareció dentro del hielo y el más cercano a nosotros realizó un verdadero truco de circo digno de Guliver. Levantó al aire un perfecto paralelepípedo de hielo color azul, una viga de vidrio de casi un kilómetro de longitud, geométricamente correcta. Este paralelepípedo se desprendió lentamente del suelo y empezó a flotar hacia arriba, fácil y negligentemente como el globo de un niño. Sólo dos «nubes» tomaban parte en esta operación. Se contrajeron, adquirieron un color más oscuro y se transformaron en nuestro cáliz familiar, pero no invertido, sino dirigido hacia el cielo; eran dos flores purpúreas, gigantescas e inconcebibles, suspendidas por tallos invisibles. Las flores no tocaban la viga flotante; ésta se mantenía a distancia considerable sin conexión alguna y sin amarre.
—¿Cómo se sostiene la viga? —inquirió Martin sorprendido—. ¿Sobre una onda aérea? ¡Qué fuerte necesitará ser ese viento!
—Eso no es viento —aclaró Anatoli, eligiendo las palabras inglesas—: Es un campo. La antigravitación… —y miró a Zernov implorando ayuda.
—Es un campo de fuerza —expuso éste—. ¿Recuerda usted, Martin, la sobrecarga que sufrimos cuando tratamos de acercarnos al avión? En aquel momento el campo de fuerza hizo que la gravedad aumentara; ahora, la neutraliza.
En ese momento, otra viga de un kilómetro de larga, sacada de la meseta de hielo, fue lanzada al espacio por un titán invisible. Se elevó más rápidamente que la anterior y pronto llegó a su nivel, a la altura de los vuelos polares ordinarios. Pudimos ver claramente cómo las vigas de hielo se aproximaban en el aire, se pegaban una a otra y se transformaban en una viga ancha que flotaba inmóvil en el cielo. Esta fue inmediatamente aumentada por una tercera, que se acostó sobre un lado, en tanto que la cuarta la equilibraba. El bloque aumentaba de volumen con cada nueva viga: las «nubes» requerían de tres a cuatro minutos para cortarlas de la capa de hielo y arrojarlas al aire. Con cada nuevo envío, la pared de hielo retrocedía hacia el horizonte y junto con ella se alejaban las «nubes», que parecían disolverse y desvanecerse con la distancia. Allá, en lontananza, insinuábanse las dos rosas rojas que pendían en el cielo y el gigantesco cubo cristalino atravesado por la luz del astro.
Permanecíamos en silencio, cautivados por este cuadro que era casi musical por sus tonalidades. La gracia peculiar y la plasticidad de los discos-cuchillos rosados, el movimiento rítmico y coordinado, el vuelo de las gigantescas vigas azules que formaban en el cielo cubos inmensos y fulgurantes, todo esto sonaba en nuestros oídos como notas musicales de una música muda, silenciosa, interpretada por esferas misteriosas. Ni notamos —sólo mi cámara lo captó— cómo el cubo diamantino y resplandeciente empezó a disminuir de tamaño, elevándose cada vez más hasta desaparecer al fin tras la red de los cirros. Las dos «rosas» que dirigían la operación también desaparecieron.
—Mil millones de metros cúbicos de hielo —farfulló Anatoli.
Cuando miré a Zernov, nuestros ojos se encontraron.
—Anojin, ésa es la respuesta a su pregunta fundamental —me dijo él—. A la pregunta, de dónde apareció la pared de hielo y por qué hay tan poca nieve debajo de nuestras plantas. Ellos se están llevando la capa de hielo de la Antártida.
Capítulo 8 – El último doble
El informe oficial de nuestra expedición consistía en lo siguiente: el informe de Zernov sobre el fenómeno de las «nubes» rosadas; mi relato de los dobles y la proyección de la película que filmé. Sin embargo, apenas empezada la conferencia, Zernov propuso un plan diferente. Afirmó que carecíamos de materiales para hacer un informe científico, a excepción de las impresiones personales y de la película tomada por la expedición. Agregó, además, que las observaciones astronómicas, con las cuales él mismo se había familiarizado en Mirni, no daban base para exponer conclusiones definitivas. Resultó que la aparición de acumulaciones enormes de hielo en la atmósfera a diferentes alturas fue registrada no sólo por nuestro observatorio de Mirni, sino también por los observatorios de otros países en la Antártida. Pero ni las observaciones visuales ni las fotografías especiales han permitido establecer la cantidad de estos cuerpos cuasicelestes ni la dirección de su vuelo —siguió diciendo Zernov—. Siendo así, podríamos hablar sólo de impresiones y conjeturas personales, conjeturas que a veces se les da el nombre de hipótesis. Empero, por cuanto la expedición regresó hace tres días y la gente es parlanchina y curiosa, todo lo visto por los miembros de la expedición se conoce ya más allá de los límites de Mirni. Por esta razón es preferible, naturalmente, hacer conjeturas después de la exposición de la película. ¿Por qué? Porque contiene más que suficiente material para las conjeturas.
Ignoro a quién se refería Zernov al hablar de la charlatanería de la gente. Sólo sabía que Vanó, Anatoli y yo no nos dormimos para agitar a las mentes y que el rumor sobre nuestra película se había difundido por todo el continente. Un francés, dos australianos y un grupo de norteamericanos, incluyendo al almirante retirado Thompson, que hacía tiempo que había cambiado sus galones de almirante por el chaleco de piel y el suéter de invernante, arribaron a Mirni con el fin de ver la película. Ellos, que habían oído hablar de la película, la esperaban impacientes y habían expresado todo tipo de suposiciones. Nosotros ya habíamos visto la película en el laboratorio y resultó más que sugestiva. Evgueni Lazébnikov, nuestro segundo operador de cine, viendo la película, gritó de envidia: «¡Vaya, vaya! ¡Ya eres famoso! Nadie, ni Ivens soñó con una pieza como ésta. ¡Pronto tendrás en tus manos el Premio Lomonósov!». Zernov no comentó nada, mas al salir del laboratorio, preguntó:
—Anojin, ¿no tiene usted miedo?
—¿Por qué debo tener miedo? —respondí asombrado.
—Usted ni se imagina lo sensacional que es eso para el mundo.
Lo aprecié cuando mostraban la película en la sala de la base. A ésta llegaron todos los que pudieron y se sentaron o permanecieron de pie en cada rincón donde era posible colocarse. Durante el tiempo en que se proyectaba la película, un silencio imperaba en el ambiente, como en una iglesia abandonada, y sólo a veces, cuando ni siquiera los veteranos del polo, templados y acostumbrados a todo, podían dominar sus nervios, oíanse explosiones de asombro y casi de terror. Aquel escepticismo y aquella duda de los que escucharon nuestro relato, desaparecieron en el instante en que aparecieron las dos «Jarkovchankas» con abolladuras idénticas en el vidrio anterior y la «nube» rosada flotando sobre éstas en un cielo azul pálido. Los cuadros eran excelentes y transmitían con exactitud los colores del fenómeno: en la pantalla, la «nube» enrojecía, adquiría tonos violetas, cambiaba de forma, se transformaba en una flor, burbujeaba y se tragaba la máquina gigantesca. En cambio, el cuadro de mi doble, al principio, no causó sorpresa y no fue convincente; todos pensaron simplemente que éste era yo, pese a que les aclaré que ni el más grande maestro del documentalismo podría filmar películas de sí mismo en movimiento y desde diferentes ángulos. Lo que realmente les obligó a creer en las duplicaciones humanas, fueron los cuadros del doble de Martin en la nieve —logré captarlo en grandes planos— y la aproximación de Martin y Zernov al sitio del accidente. En la sala se levantó un rumor cuando la flor morada extendió su tentáculo y el Martin muerto desapareció dentro de su boca. Alguien hasta gritó en la oscuridad. Pero el efecto más asombroso lo produjo la parte final de la película, su sinfonía de hielo. Zernov tenía razón: yo había subestimado la película.
Pero el público le dio su valor merecido y en cuanto terminó la proyección, en la sala se oyeron voces exigiendo su repetición. Esta vez el silencio fue total: ni una exclamación resonó en la sala, nadie tosió, ni cambió palabras con su vecino, ni se oyeron susurros. El silencio continuó aun después de terminar la proyección, como si la gente no se hubiera liberado de la tensión experimentada; hasta que, al fin, el más viejo de los veteranos, a quien llamaban el decano del cuerpo de invernantes, el profesor Kedrin, preguntó lo que inquietaba a todos:
—Bien, Boris, dinos ahora, ¿qué piensas de todo esto? Será mejor que lo digas, pues nosotros tendremos también en qué pensar.
—Ya les dije que nosotros carecemos de pruebas materiales —respondió Zernov—. Martin no logró coger la muestra: la «nube» no le dejó aproximarse. En la tierra, a nosotros tampoco nos dejó acercarnos. Nos aplastó con fuerza, como si llenara de plomo nuestros cuerpos. Esto evidencia que la «nube» puede crear su campo de gravedad, lo que puede ser confirmado por el bloque de hielo que flotaba en el aire y que ustedes han tenido la oportunidad de ver en la película. Posiblemente, utilizando ese mismo método, obligaron a aterrizar al avión de Martin y lograron sacar de la grieta a nuestro cruzanieves. De todo lo visto podemos hacer conclusiones irrefutables: la «nube» cambia fácilmente su forma y color —todos lo pudieron ver—, crea cualquier régimen de temperatura, ya que para cortar una capa de hielo de cien metros de grosor es necesaria una temperatura muy alta; flota en el aire como un pez en el agua y al instante puede cambiar de dirección y de velocidad. Martin asevera que la «nube» que él perseguía escapó a una velocidad hipersónica, en tanto que sus «colegas» se quedaron para crear evidentemente una barrera gravitacional alrededor del avión. La conclusión definitiva es que las «nubes» rosadas no tienen ningún tipo de relación con los fenómenos atmosféricos. La «nube» es o bien un organismo vivo pensante o bien un biosistema con un programa específico, cuyo objetivo principal es cortar y transportar al espacio cósmico enormes masas del hielo continental, y, de paso, sintetizar (yo diría, simular), por una razón y gracias a un método desconocido por nosotros, cualesquiera estructuras atómicas (gente, máquinas, cosas) y luego destruirlas.
El almirante norteamericano Thompson hizo la primera pregunta a Zernov: