—Me ofende usted —le dije.
—No te ofendas —rogó mi reflejo—; los dos somos verdaderos.
Creí ver una chispa de comprensión en los ojos de Zernov, cuando éste miró a mi doble y después se dio la vuelta hacia mí:
—A la mesa, compañeros —nos invitó, y dirigiéndose a Irina, agregó—: Traiga otros cubiertos, por favor.
—He perdido hasta el apetito —afirmé—. ¿Tendremos de nuevo bacalao?
¡Qué dije! Mi «anti-ego» atacó rápido:
—Ya ves, Irina, ahora puedes saber cuál de los dos es Yuri Anojin. ¿Quién te encargó por la mañana ensalada de guisantes en conserva?
Realmente yo le encargué a ella esa ensalada, pero lo olvidé, voló de mi cabeza. Yo me di cuenta de la mirada de agradecimiento que le mostró Irina a mi oponente. La lucha se desarrollaba en su favor.
—Bien —dijo Zernov, mirándonos atentamente a ambos, ora a uno ora a otro—, lo comprobaremos a base de un método muy conocido.
—No dará resultados —afirmé exasperado—: él sabe todo lo que hice y pensé en ese intervalo maldito entre la creación y la aparición. El mismo aclaró que sus antenas neurónicas son inconmensurablemente más sensibles que las mías.
—Eso lo dijiste tú —replicó mi «anti-ego». Quise arrojarle a la cara mi sopa fría que no podía comer. Lamenté no haberlo hecho, porque él continuó:
—A propósito, los dobles no pueden comer, porque carecen de aparato digestivo.
—Anojin, usted está mintiendo —le dijo Zernov. Ahora nos hablaba a los dos de «usted».
—Boris Arkádievich, nosotros todavía no lo hemos verificado —apuntó sin inmutarse mi «anti-ego»—. No hemos verificado aún muchas cosas. Por ejemplo: la memoria. Tú afirmas —dijo mi torturador volviéndose hacia mí— que tus antenas son más sensibles que las mías. Bien, lo comprobaremos ahora. ¿Recuerdas tú la olimpíada de literatura que tuvo lugar en el noveno grado de nuestra escuela?
—¿Que ocurrió en tiempo del rey que rabió? —pregunté sarcástico.
—Justamente en el rey, mejor dicho, en el zar fue donde fallé. ¿Recuerdas en qué pregunta? En la tercera.
Yo no recordaba ni la primera, ni la segunda, ni la tercera pregunta ¿De qué zar se trataba? ¿Del zar Pedro en el «Jinete de bronce»?
—Tus antenas están funcionando mal —me dijo—. Era una pregunta sobre «Poltava», señor Goliadkin.
¡El canalla está leyendo mis pensamientos! Estoy perdiendo. ¿Será posible que yo lo haya olvidado todo?
—Ignoro si lo olvidaste todo o parte del todo. Bien, ¿recuerdas el epígrafe de «Fiesta»? ¿Lo olvidaste?
—Sí, lo olvidé.
—¿Y no era éste tu libro favorito?
—Escrito por Gertrude Stein —recordé—. ¿Y qué dice textualmente?
Guardé silencio.
—¿Estás esperando que yo lo repita en mi mente? —me preguntó—. Tú no recuerdas nada, sólo me quitas lo que está grabado en mis células de la memoria. —Se dio la vuelta hacia Anatoli y agregó: Anatoli, pregúntale algo más fácil. Haz que su memoria trabaje.
Anatoli pensó un momento y preguntó:
—¿Recuerdas nuestra conversación sobre los monzones?
—¿Dónde?
—En Umanak. ¿Hablamos acaso sobre los monzones? Apenas tengo una idea vaga sobre ellos. Sólo sé que son unos vientos específicos.
—¿Qué dijiste a la sazón? —continuó Anatoli.
—¿Qué dije? ¡Que me aspen! No lo recuerdo aunque me torturen.
—Pregúntame a mí —rogó el otro señor Goliadkin triunfalmente—. Dije, a la sazón, que desde la infancia había confundido a los monzones con los vientos alisios.
A mi mente llegó el recuerdo del final de las novelas de Agatha Christie, cuando Hércules Poirot desenmascara al criminal sentado en medio de los presentes y que sufre el fuego cruzado de las preguntas. Así, como ese criminal, me sentía yo ahora.
De pronto, en los momentos en que mi torturador miraba a todos con aires de triunfo, Irina, observándome pensativa, dijo:
—Yuri, eres terriblemente parecido a él. Eres tan parecido, que da hasta miedo.
A veces, en las competiciones de fútbol, ocurre que el jugador más insignificante y despreciado por todos los fanáticos mete un gol decisivo. El público, perplejo, ni siquiera aplaude, sólo mira con los ojos desorbitados el «milagro» realizado. Así me miraban ahora los cuatro pares de ojos, en los cuales volvió a asomar la simpatía.
Ésta vez mi «anti-ego» no replicó, tan sólo esperó. Estaba tranquilo y, según me pareció, algo indiferente hacia todo lo que ocurría. «¿Será posible que mis ojos estén también tan vacíos y muertos?» pensé.
—Yo hace ya tiempo que he comprendido quién era nuestro Yuri —afirmó Zernov en tanto que se daba la vuelta hacia Irina—. Pero me intriga cómo pudo saberlo usted.
—Lo supe por la memoria —dijo ella—, justamente por la memoria —repitió con convicción—. Un ser humano no puede recordarlo todo. Las cosas no esenciales desaparecen siempre de su memoria, se borran; tanto más que Yuri es un olvidadizo. Este, por el contrario, lo recuerda todo: las competiciones en las escuelas, las conversaciones, las citas… Su memoria no es humana.
Mi «anti-ego» seguía guardando silencio. Miró a Zernov como si presintiera que era él quien le daría el golpe final.
Y Boris Arkádievich afirmó:
—A mí me convenció una frase expresada por él —señaló con el codo a mi oponente—. El dijo: «los dos somos verdaderos». ¿La recuerdan? Ahora bien, nuestro Yuri o cualquiera de nosotros no habría dicho una cosa igual jamás. Cada uno de nosotros hubiera estado convencido de que el verdadero era él mismo y que el doble era la copia, la sintetización. Nuestros dobles antárticos, reproducidos con gran exactitud, hubiesen razonado como nosotros, porque ellos no sabían que eran meras copias del hombre. No sucede lo mismo con estos dos que llegaron ahora, pues uno de ellos sabía que era una copia y que la copia, en esencia, no se puede distinguir del ser humano. Sólo él podía decir: «Los dos somos verdaderos». Solamente él.
Oyéronse aplausos: mi «anti-ego» aplaudía:
—¡Bravo, bravo, Boris Arkádievich! Su análisis fue propio de un científico. Es imposible refutarlo. Sí, yo soy en realidad la copia, aunque más perfecta que ustedes, creados por la naturaleza. Le había hablado a Yuri sobre el particular. Yo puedo percibir sin dificultad los impulsos de sus células cerebrales, o hablando con más sencillez, puedo leer todos sus pensamientos y, a su vez, puedo transmitirle mi propio pensamiento. Mi memoria no es parecida a la de ustedes, porque no es humana. Irina lo notó en seguida. Ese fue mi otro error. No supe ocultar este hecho. Recuerdo con exactitud todo lo que Anojin hizo, habló y pensó durante los años de su vida: en la infancia, en el ayer no lejano y hoy. Recuerdo todo lo que él leyó u oyó recientemente. En otras palabras, conozco de memoria toda la información que él ha recibido sobre las «nubes» rosadas y la actitud de la humanidad ante la aparición y conducta de esas «nubes». Conozco de memoria todos los recortes de periódicos que Anojin ha leído y analizado con relación al Congreso de Paris. Puedo citar palabra por palabra cualquier informe, réplica o conversación en los pasillos que hayan llegado hasta los oídos de Anojin. Recuerdo perfectamente las conversaciones que él sostuvo con usted, Boris Arkádievich, tanto en el mundo real, como en el sintetizado. Y, lo que es más importante, sé para qué fue necesaria mi supermemoria y por qué ella está relacionada con la segunda sintetización de Anojin.
Yo le miraba ahora casi con gratitud. Mi torturador había desaparecido y se había transformado en mi amigo, en mi compañero de aventuras en el mundo de lo desconocido.
—Entonces, ¿supo usted desde el primer momento que fue sintetizado?
—Naturalmente.
—¿Y supo cuándo fue sintetizado y de qué modo?
—No del todo. Desde el primer momento en que aparecí en la cabina de la «Jarkovchanka», yo era ya Anojin; sin embargo, sabía que existía otro Anojin, independientemente de mí, y sabía qué diferencia había entre nosotros dos. Yo fui programado de otro modo y con otras funciones.
—¿Con qué funciones?
—Fundamentalmente, con la función de aparecer ante ustedes y contárselo todo.
—¿Contarnos qué?
—Contarles que la segunda sintetización de Anojin está relacionada con la información que él ha obtenido y estudiado con respecto a la actitud de la humanidad ante el fenómeno de las «nubes» rosadas.
—¿Por qué fue elegido Anojin para ese fin?
—Quizás porque él fue el primero cuyo mundo psíquico fue estudiado por los visitantes.
—Usted dijo: «Quizás». ¿Es esa una conjetura suya?
—No, es sólo un comentario. Yo lo sé.
—¿Quién se lo dijo?
—Nadie. Simplemente lo sé.
—¿Qué quiere usted insinuar con la palabra «simplemente»? ¿De qué fuentes lo supo?
—Las fuentes existen en mí mismo, a guisa de memoria heredada. Conozco muchas cosas, pero desconozco su origen, como si me llegaran de la nada. ¿Qué sé? Sé que soy una copia, que poseo una supermemoria, que existen dos Anojin y que debo retener y transmitir toda la información que el verdadero Anojin ha recibido.
—¿Transmitirla a quién?
—No lo sé.
—¿A los visitantes?
—No lo sé.
—No puedo entender su «lo sé» y su «no lo sé» —dijo Zernov, cuya voz adquirió un tono de irritación no común en él—. Déjese de misticismo y explíquese mejor.
—En mis palabras no hay mística —respondió riéndose condescendientemente mi «anti-ego»—. El conocimiento no es más que la calidad y la cantidad de la información retenida y analizada. Mi conocimiento fue programado y nada más. Yo lo llamaría subconocimiento.
—Querrá decir subconciencia —corrigió Zernov.
Pero el doble declinó la corrección.
—¿Quién conoce los procesos que tienen lugar en la subconciencia? Nadie. Mi conocimiento es incompleto porque ignoro sus fuentes, sin embargo, es un conocimiento verdadero. Así también es mi subconocimiento: es algo opuesto a la supermemoria.
—¿Y qué más sabe usted, además del hecho de que es una copia? —inquirió Irina de sopetón.
Me parecía ver mi imagen en el espejo riéndose de una manera desembarazada. Pero, naturalmente, éste era él. Su respuesta fue también desembarazada:
—Sé, además, que yo la amo tanto como la ama Yuri Anojin.
Todos rieron, excepto yo. Me sonrojé. Pero, ¿por qué me sonrojé yo y no Irina? Ella continuó:
—Supongamos que Yuri esté enamorado de mí, supongamos que esté dispuesto para contraer nupcias conmigo y llevarme consigo. Pero, ¿y usted?
—Yo también me la llevaría conmigo.
Yo no habría podido decir eso con mayor disposición.
—¿A dónde?
Reinó el silencio.
—¿Acaso vale usted algo en comparación con Yuri? —preguntó ella con un timbre de compasión en su voz—. Usted es simplemente una pompa de jabón. Si ellos soplaran, se desvanecería.
—Sí, pero tengo otro presentimiento… sé algo completamente distinto.
—¿Sobre qué?
—Sobre mi vida tras los límites de la psiquis de Yuri Anojin.
—¿Existe acaso esa vida?
Mi doble, meditabundo por primera vez y puede ser que hasta triste, reflexionaba sobre algo. Luego afirmó:
—A veces creo que existe, o que alguien o algo me dice internamente que existirá.
—¿Qué quiere insinuar usted con «alguien» o «algo»? —preguntó Zernov.
—Me refiero a lo que fue programado. Por ejemplo: tengo la convicción de que la persona que se aproximó más a la verdad, no fue un científico, sino el escritor de ciencia-ficción que habló en el Congreso de Paris. O, por ejemplo, tengo el convencimiento de que la hipótesis de Zernov relacionada con el contacto con los visitantes es verdadera. Además, tengo la sensación de que a nosotros no nos comprenden del todo —digo «nosotros», como un ser humano; no se ofendan, porque yo no soy una «nube» rosada—; la sensación de que muchas cosas de nuestra vida y de nuestra psiquis son aún incomprensibles para «ellos» y necesitan un estudio más prolongado y que las investigaciones se continuarán. No me pregunten dónde y cómo se investigarán, porque lo ignoro. No me interroguen con respecto a lo sucedido debajo de la cúpula, porque no lo vi. Más exactamente, lo vi con los ojos de Anojin. Ahora bien, sé una cosa con absoluta seguridad: tan pronto como yo les informe a ustedes de todo esto, las funciones programadas se desconectarán. Excúsenme por la terminología: yo no soy un especialista en cibernética. Entonces, cuando eso ocurra, me llamarán—. Se sonrió. —Ya me están llamando. Adiós.
—Te acompañaré —le propuse.
—Yo también —dijo Vanó—. Quiero ver de nuevo la «Jarkovchanka».
—Ya no se encuentra aquí —aclaró Yuri-segundo, mientras abría la puerta que conducía al cancel—. No me acompañen, por favor. ¿Para qué? Lo que me ocurrirá lo vieron ustedes ya en la película de Yuri —y se sonrió con tristeza—. Soy aún un ser humano y no quisiera ver la curiosidad que mostrarían ante mi desaparición.