—Pese a todo, éste no es Paris, porque hay algo que lo distingue del verdadero —dijo Anatoli.
—Tonterías.
—Entonces, dime, ¿dónde puedes encontrar montañas en Paris? ¿No sabes acaso que los Pirineos y los Alpes se encuentran lejos de esta ciudad? Mas, ¿qué es aquello?
Al mirar a la derecha, observé una cadena de montañas pobladas de bosques y coronadas con picos de piedras y sus cimas de nieve.
—Puede ser que esto sea la Groenlandia real —sugerí.
—Eso es imposible por dos razones: primero, porque estamos dentro de la cúpula y, segundo, porque se ven cimas cubiertas de nieve. ¿No sabes acaso que ahora no hay cimas de nieve en ningún lugar de la Tierra?
Observé nuevamente la cadena de montañas. Entre ésta y la cúpula divisábase una línea azul de agua: ¿un lago o un mar?
—¿Cómo se llama el juego? —inquirió de sopetón Anatoli.
—¿Qué juego?
—El juego en que se reconstituyen los dibujos y cuadros recortados caprichosamente.
—¡Ah! Rompecabezas.
—¿Cuántos empleados trabajaban en el hotel? —razonaba Anatoli ensimismado—. Cerca de treinta. ¿Eran todos Parisienses? Posiblemente que alguno era de Grenoble, o de alguna región donde había montañas y mar. Si pegáramos los recuerdos que tienen esos individuos tanto de Paris como de su ciudad natal, no habría copia, por lo menos, resultaría cualquier cosa, pero no una copia.
Repetía la hipótesis de Zernov. Yo, empero, seguía en mis reflexiones. «Este es un juego. Hoy construimos y mañana destruimos. Hoy es Nueva York y mañana Paris. Hoy es Paris con el Mont Blanc y mañana es Paris con el Fuji Yama. ¿Por qué no? ¿Acaso lo que ha sido creado en la Tierra por el hombre y la naturaleza es el límite de la perfección? ¿No supone, quizás, la repetición de la creación cierto mejoramiento? ¿Se está buscando en este laboratorio lo típico de la vida terrestre? ¿Se está verificando y especificando lo típico del mundo? Y toda esta mezcolanza irreal para nosotros, ¿es acaso para ellos lo que precisamente están buscando?»
Al fin y al cabo me sentí confundido. El paracaídas flotaba sobre mi cabeza a guisa de techo de café callejero. Lo único que faltaba era la mesa y la limonada. Sólo ahora empecé a sentir calor. El sol no alumbraba, pero el bochorno era insoportable.
—¿Por qué no caemos? —inquirió Anatoli.
—¿Terminaste la escuela secundaria o te expulsaron de la primaria?
—No charlatanees. Te estoy hablando en serio.
—Y yo también. ¿Has oído hablar del fenómeno de la ingravidez?
—Sí. En la ingravidez uno flota, mas ahora no ocurre lo mismo, pues yo no puedo moverme. Hasta mi paracaídas parece estar hecho de madera, como si algo lo retuviera.
—No «algo», sino alguien.
—¿Por qué?
—Por gentileza. Dueños hospitalarios dan una lección de cortesía a huéspedes no invitados.
—¿Y para qué crearon Paris?
—Tal vez les gusta su geografía.
—Eso sucedería si ellos fuesen seres racionales… —explotó Anatoli.
—Me gusta tu «si».
—No te mofes de mí. Te estoy hablando en serio. Ellos deben tener un objetivo determinado.
—Tienes razón. Ellos graban nuestras reacciones y, posiblemente, están grabando ahora nuestra conversación.
—Eres insoportable —afirmó Anatoli, y calló. Al momento, fuimos empujados de nuestra posición por un soplo de viento y empezamos a volar sobre Paris.
Al principio descendimos unos doscientos metros. La ciudad estaba más cerca y sus detalles se distinguían con más claridad. Pudimos ver el negro humo entrecano que subía haciendo volutas sobre las chimeneas de las fábricas. Las grandes barcazas que descansaban sobre el Sena se diferenciaban ahora de las lanchas de motor. El gusanito largo que veíamos desde nuestra antigua posición deslizándose por la orilla del Sena, tomó ahora el aspecto de un tren que se aproximaba a la estación de Lyon. Las personas, como granos derramados sobre las calles, se veían ahora a guisa de mosaico abigarrado de trajes y vestidos de verano. Luego, fuimos empujados hacia arriba y la ciudad empezó a alejarse y a disiparse a la distancia. Anatoli voló hacia arriba y desapareció con su paracaídas en el tapón color violeta. Pasados dos o tres segundos, yo desaparecí también, y ambos, como dos delfines, saltamos sobre el borde de la cúpula azul. En este proceso, nuestros paracaídas no cambiaron de forma y se mantuvieron abiertos como si los soplaran corrientes de aire imperceptibles. A poco, descendimos sobre la banda blanca del glaciar.
A pesar de que nuestra caída fue mucho más suave que los saltos corrientes en paracaídas, Anatoli se cayó y rodó sobre el hielo. Rápido, me quité el paracaídas y le ayudé. Hacia nosotros se aproximaban Thompson y los compañeros del campamento. Thompson, a la cabeza del grupo, con su cazadora desabrochada y botas canadienses, sin gorro y con el pelo cortado a lo erizo, me hizo recordar a un viejo entrenador como los que vi en las Olimpíadas de Invierno.
—Bueno, ¿qué tal? —quiso saber él mostrando un ademán de vencedor.
Su ademán, como siempre, me irritó:
—Todo fue normal —repuse.
—Martin nos comunicó que ustedes habían emergido felizmente a través del tapón.
En silencio, me encogí de hombros. ¿Para qué retuvieron a Martin en el aire? ¿Habría podido él ayudarnos, si no hubiéramos salido felizmente del tapón?
—¿Qué hay allá dentro? —preguntó finalmente Thompson.
—¿Dónde?
«Espera, querido, espera».
—Usted sabe muy bien a qué me refiero.
—Sí, lo sé.
—Bueno, entonces, hable.
—Allá hay un rompecabezas.
Capítulo 30 – La apuesta
Nosotros regresamos a Umanak. Cuando hablo de nosotros me refiero a nuestro grupo antártico, al personal técnico-científico de la nueva expedición, a los dos vehículos todoterreno (donde nos habíamos instalado) y a la caravana de trineos con todos los equipos. El helicóptero había retornado ya a su base polar de Tule y nuestro comandante Thompson, junto con todos los aparatos que pudo acomodar a bordo del avión, voló a Copenhague.
Allí, en Copenhague, tuvo lugar su última conferencia de prensa, en la que refutó todas sus declaraciones privadas y oficiales sobre los éxitos obtenidos por la expedición. En la caseta de radio del vehículo escuchamos este sombrío intercambio de preguntas y respuestas transmitido desde Copenhague y lo grabamos en cinta magnetofónica para las generaciones futuras. Cortamos todas las exclamaciones, ruidos, risas y gritos del público, considerándolos superfluos y dejamos tan sólo la osamenta de las preguntas y respuestas:
—¿Hará usted, comandante, en calidad de introito, alguna declaración oficial?
—Sí, ésta será breve. La expedición fue un fracaso. No pudimos realizar o llevar hasta el final experimento científico alguno. Yo no logré determinar la naturaleza físico-química de la aureola azul ni de los fenómenos que se producían fuera de sus límites; me refiero al espacio limitado por las protuberancias.
—¿Por qué no lo logró?
—Porque el campo de fuerza que rodeaba a la aureola resultó impenetrable para nuestra técnica.
—Se refiere usted, naturalmente, a la técnica de la expedición; pero ¿es impenetrable, en general, teniendo en cuenta todas las posibilidades técnicas de la ciencia terrestre?
—No lo sé.
—Sin embargo, en la prensa hubo información sobre cierta penetración en la aureola azul. ¿Qué puede comunicar al respecto?
—¿A qué se refiere usted?
—A la «mancha violeta».
—Hemos visto algunas de tales «manchas». En efecto, éstas no están protegidas por el campo de fuerza.
—¿Solamente las vieron o intentaron penetrar en ellas?
—No sólo intentamos, sino que penetramos. Primeramente utilizamos una onda explosiva dirigida y, posteriormente, un chorro de agua a presión ultrarrápido.
—¿Cuáles fueron los resultados?
—No hubo resultados.
—¿Y la muerte de uno de los miembros de la expedición?
—Esta se debió a un simple caso de negligencia. Nosotros tuvimos en cuenta la posibilidad del surgimiento de una onda reflejada y se lo advertimos a Hanter; pero, desgraciadamente, éste no hizo caso de la advertencia y no utilizó el refugio.
—Hemos oído decir que el piloto de la expedición logró penetrar en la cúpula. ¿Es cierto eso?
—Sí, es cierto.
—¿Por qué, entonces, se niega a hablar? Revele usted el secreto.
—Su conducta no encierra ningún secreto. Simplemente, que yo prohibí divulgar las informaciones que tienen relación con nuestro trabajo.
—No acertamos a comprender el porqué de esa decisión. Explíquelo, por favor.
—Porque mientras la expedición no sea disuelta, yo respondo personalmente de toda la información.
—¿Quién, a excepción de Martin, logró penetrar en la aureola azul?
—Dos rusos: el camarógrafo de la expedición y el meteorólogo.
—¿De qué modo?
—En paracaídas.
—¿Y cómo regresaron?
—Del mismo modo.
—Los paracaídas son para saltar hacia abajo, comandante, no para volar. ¿Hicieron uso de un helicóptero?
—No, no utilizaron ningún helicóptero. Simplemente, el campo de fuerza los detuvo, los rechazó y los hizo descender.
—¿Qué vieron ellos?
—Pregúnteles a ellos mismos cuando la expedición sea disuelta. Tengo la convicción de que todo lo que ellos vieron fue un espejismo inculcado.
—¿Con qué propósito?
—Con el propósito de turbar y asustar a la humanidad. Con el objeto de inculcarle a ésta la idea de la capacidad todopoderosa de la ciencia y de la técnica extraterrestre. En cierto grado, a mi me convencieron las palabras de Zernov en el Congreso, cuando dijo que todo ese superhipnotismo de los visitantes es una forma de contacto. Sí, pero debo agregar, que es un contacto entre colonizadores futuros y sus esclavos.
—¿Y aquello que vieron el piloto y los paracaidistas les asustó y turbó?
—No creo. Esos muchachos son fuertes.
—¿Concuerdan ellos con su criterio?
—Yo no le impongo mi criterio a nadie.
—Sabemos que el piloto vio Nueva York y que los rusos vieron Paris. Algunos creen que eso fue una copia real al estilo de Sand City. ¿Cuál es su opinión?
—Ya les he expuesto mi criterio al respecto. Por lo demás, el área de la llama azul no es tan grande como para construir en ella dos ciudades con las dimensiones de Nueva York y Paris.
COMENTARIOS DE ZERNOV: «El almirante tergiversa los hechos. No es cuestión de construir, sino de reproducir las imágenes visuales que los seres cósmicos lograron grabar. Esto sería igual a un montaje fotográfico, donde una cosa se elige, se examina y luego se adapta a otras. Nuestros jóvenes y Martin tuvieron la suerte de ver aquel laboratorio de los visitantes: les dejaron entrar por la «trastienda».
Así transcurría el tiempo mientras corríamos por el camino a Umanak. Este era el camino más asombroso del mundo. Creo que ninguna máquina nuestra hubiera podido construir una superficie tan ideal. Sin embargo, pese a esa perfección del camino, nuestro vehículo todoterreno se detuvo, bien porque una de sus orugas se rompió, bien porque el motor se averió. Sólo sé que Vanó no nos explicó nada y farfulló: «Ya les advertí que tendríamos mucho trabajo con este aparato». Una hora después, cuando el segundo todoterreno y los trineos que lo acompañaban se habían perdido ya en el horizonte, nosotros seguíamos reparando el aparato. Nadie, sin embargo, acusó a Vanó de negligente, ni se lamentó. El único que se movía por el interior de la máquina era yo, molestando a todos mis compañeros. Irina escribía un artículo para la revista «Mujeres soviéticas». Anatoli trazaba sobre sus mapas ondulaciones —incomprensibles para mí— de las corrientes de aire, debidas a los cambios de temperatura. Zernov, como él afirmó, preparaba el material para su trabajo científico, quizás para su nueva tesis.
—¿Estás preparando tu segunda tesis de doctorado? —le pregunté asombrado—. Pero, ¿para qué?
—No te asombres. Esta no es mi segunda tesis de doctorado, sino la tesis de candidato a doctor en ciencias.
Creí que bromeaba.
—Deja tus bromas —le dije.
Me miró con compasión, (profesores bondadosos se apiadan siempre de los imbéciles), y luego, con paciencia, respondió:
—Mi ciencia —aclaró él pacientemente— ha sido destruida por los sucesos actuales, y será muy larga la espera del futuro. Yo no viviré tantos años como para verlo.
Yo seguía sin comprenderle y le dije:
—Pero, ¿por qué eres tan pesimista, si dentro de algunos años, al repetirse el invierno, llegará de nuevo la nieve y con ella el hielo?
—El proceso de formación del hielo —me interrumpió— lo conoce cualquier escolar. A mí me interesa el hielo continental milenario. Dices tú que vendrán grandes fríos y se formará otro hielo. Sí, vendrán. Durante los últimos 500 mil años hubo, por lo menos, tres invasiones de hielo. La última ocurrió hace 20 mil años. ¿Quieres que yo espere la siguiente? ¿Y por dónde vendrá? No, amigo, no esperaré a que el eje de la Tierra se incline. Aquí no sirve andar con tretas, tendré que cambiar de profesión.