Irina no se encontraba aquí, ya que después de la muerte del minador, se había negado a presenciar los «suicidios» organizados y pagados por un maniaco cuyo lugar más seguro era el manicomio. El «maniaco», junto con Zernov y otros consejeros, daba órdenes personales por teléfono desde su cuartel general. Este se hallaba situado a poca distancia de donde me encontraba yo, en la meseta, y dentro de una cabaña construida de bloques especiales con aislamiento térmico. A su lado se divisaba un tanque de metal en cuyo interior se derretían grandes bloques de hielo, y el agua se suministraba al hidromonitor. A decir verdad, la expedición había sido abastecida y concebida, desde el punto de vista técnico, irreprochablemente.
Me preparé para comenzar a filmar. ¡Atención! ¡Empiecen! El chorro de agua a presión, como una espada brillante, atravesó la cortina gaseosa de la «mancha» sin encontrar resistencia alguna y desapareció, como si hubiese sido cortado con unas tijeras. Después de medio minuto el chorro de agua se desplazó por la «mancha», cruzó oblicuamente el espejismo de color violeta y se desvaneció de nuevo. Pese a mis binóculos de marinero, no logré apreciar cambio alguno en la estructura de la «mancha» —ni huecos, ni corrientes turbulentas o laminares— que podía haberse producido por el impacto del chorro de agua en un medio afín.
Esto se prolongó no más de dos minutos. De repente la «mancha» se desplazó hacia arriba como una mosca por una cortina azul. El chorro de agua, al encontrarse con el centelleo azul, no lo atravesó, sino que se dispersó, como se dispersa el agua de una bomba de incendios al chocar contra los cristales de una vitrina. Al instante, el chorro de agua rechazado formó una tromba y, en movimiento circular descendente, cayó sobre la meseta.
No pretendo arrogarme la exactitud en la descripción de este fenómeno. Los especialistas que posteriormente vieron la película afirmaron que en el movimiento del chorro de agua existía cierta regularidad. Pero a mí me pareció tal como lo describí.
Por unos minutos continué filmando, luego cerré mi cámara, pensando que lo que acababa de filmar era suficiente para la ciencia, y para el público hasta era más que suficiente. En ese instante, el chorro de agua también cesó. Thompson, al parecer, se dio cuenta de lo absurdo que era seguir el experimento. La «mancha», mientras tanto, subía más y más hasta desaparecer a gran altura, tras la curva de las gigantescas lenguas azules que se torcían hacia adentro.
Esta fue la cosa más impresionante que observé en Groenlandia, pese al gran número de impresiones que tuve desde mi salida de Paris. La primera de ellas fue el maravilloso aeropuerto de Copenhague, luego siguieron los sándwiches daneses de muchas capas y, finalmente, el paisaje multicolor de Groenlandia cuando nos aproximábamos volando a sus costas: el blanco perfecto de la meseta de hielo en el norte; el negro de la altiplanicie en el sur, donde el hielo había sido rapado; el rojo oscuro de los promontorios de las montañas costeras; el azul del mar, pasando al verde opaco de los fiordos y, al final, el viaje en goleta a lo largo de la costa hacia el norte en dirección a Umanak, desde donde partió por última vez la famosa expedición de Wegener.
En la «Akiuta» —así se llamaba la goleta— nos encontramos en una atmósfera de turbulencia general y en medio de una excitación incomprensible que hizo presa de toda la tripulación, desde el capitán hasta el cocinero. Como desconocíamos los idiomas escandinavos seguíamos sin comprender el porqué de toda esta inquietud, y posiblemente habríamos seguido sin comprenderla a no ser por la ayuda que nos prestó el doctor Carlos Petersen, miembro de la estación polar Godhaven, quien resultó ser una persona muy comunicativa con un conocimiento excelente del idioma inglés.
—¿Habían visto ustedes antes nuestros fiordos? —preguntó, bebiendo café en la sala de pasajeros—. ¿No? Bien, pues antes, hasta en julio, el viento empujaba el hielo del mar. Aparecían campos de hielo de tres y de cinco kilómetros. En Godhaven, durante todo el año, la mitad de la bahía se cubría de hielo. Caravanas de icebergs descendían desde los glaciares de Upernivik y desde regiones más al norte, y todo el golfo de Baffin se llenaba de ellos tomando el aspecto de una carretera muy agitada. Dondequiera que mirábamos nos encontrábamos con dos o tres icebergs. Ahora, en cambio, podemos navegar todo el día y no ver ni un solo. ¡Y qué clima más templado! En el agua y en el aire. ¿Han notado la inquietud de la tripulación? Amenazan con dejar la goleta para pescar los bancos de arenques y bacalaos que están llegando desde las aguas de Noruega. Afirman, además, que desde el aire es posible verlos hasta en los fiordos orientales. Pienso que, por lo menos, ustedes han visto el mapa de nuestro país. ¿Qué es nuestro litoral oriental? Por él ni en invierno ni en verano se puede pasar, porque todo el hielo polar ruso se concentra en ese lugar. ¿Y dónde está ahora todo ese hielo polar? ¿En Sirio? Nada más sé que los «jinetes» se lo llevaron con ellos. A propósito, ¿por qué los llaman «jinetes»? Quienes los vieron afirman que parecen más bien globos o dirigibles. Yo personalmente no he tenido la suerte de observarlos. Quizás aparezcan durante nuestra travesía o en Umanak.
Pero no los encontramos ni durante la travesía ni en Umanak. Ellos habían aparecido en esos lugares mucho antes, cuando empezaron a extraer el hielo de los glaciares que descendían hacia el agua de la bahía. Luego se fueron, dejando cortado sobre el hielo un canal perfecto que se internaba a trescientos kilómetros en la meseta continental. Parece como si ellos supieran que nosotros los perseguiríamos, teniendo como punto de partida la ciudad de Umanak, desde donde tuvo que arrastrarse lentamente en trineos por el hielo, salpicado de guijarros, la expedición de Wegener. A nosotros nos esperaba ahora una carretera de hielo maravillosa, mucho más ancha que cualquier avenida de asfalto existente en el mundo, y un todoterreno sobre orugas que habíamos encargado en Dusseldorf. La tripulación era la misma que en la expedición antártica, pero el nuevo cruzanieves era más pequeño que la «Jarkovchanka» y no tenía ni su velocidad ni su resistencia.
—Todavía sufriremos con esta máquina; ya lo verás. Será una hora de travesía y dos de espera —dijo Vanó, quien justamente acababa de recibir un radiograma del cuartel general de Thompson informándonos que otros dos cruzanieves de la expedición salidos un día antes no habían llegado hasta el momento a su destino—. Estamos hartos de todo. En lugar de azúcar, nos dan melaza. Por suerte traje conmigo unti para proteger las piernas, pues en el caso contrario habría tenido que ponerme las kamikis con hierba.
Kamikis son botas de esquimales hechas de piel de perro que usan todas las expediciones de Groenlandia y los untis el calzado de los pobladores de Siberia.
Vanó estaba muy lejos de admirarlas. También permanecía indiferente ante el paisaje que se abría frente a sus ojos, paisaje cuya poesía cantó el pincel de Rockwell Kent. Anatoli Diachuk, a su vez, observaba con reproche a Irina por la admiración que mostraba ante las montañas góticas de Umanak y las gamas del verano de Groenlandia, que por una razón desconocida nos hacía recordar el verano de los alrededores de Moscú.
—La razón de todo esto es muy simple —afirmó Anatoli—. La ruta de los ciclones cambió y no hay nieve. Soplan los vientos de julio. No gimotees, Vanó, llegaremos sin incidentes.
Pero los incidentes comenzaron tres horas después de nuestra salida. Fuimos detenidos por un helicóptero enviado por Thompson. El almirante necesitaba consejeros y deseaba acelerar la llegada de Zernov. Martin pilotaba el helicóptero.
Lo que él relató era fantástico hasta para nosotros, habituados ya a los misterios de los «jinetes del mundo incógnito». En el helicóptero, Martin circunvoló la nueva maravilla de los visitantes: las protuberancias azules que se unían allá arriba formando una especie de tapa tallada en facetas. Como siempre, las «nubes» rosadas aparecieron de repente y de un lugar ignoto. Cruzaron sobre Martin sin prestarle atención y se desvanecieron en el cráter color violeta, en cierto lugar cerca del borde de la «tapa». Hacia allá dirigió Martin su helicóptero.
Aterrizó en la «tapa» violeta y no encontró apoyo alguno. El helicóptero descendía más y más, penetrando con facilidad en el medio nebuloso de color lila oscuro. Durante dos minutos la visibilidad fue nula, después el helicóptero de Martin se encontró volando sobre una ciudad moderna y extensa, aunque con horizontes limitados. La cúpula azul del cielo la cubría a guisa de tapa. La ciudad le parecía a Martin muy familiar. Hizo descender un poco más la máquina y la condujo a todo lo largo de la avenida principal que cortaba a la ciudad por la mitad. De repente, la reconoció: Broadway. Esto le pareció tan absurdo, que cerró con fuerza sus ojos a fin de aclararlos, porque no creía en lo que veía; pero al abrirlos, vio de nuevo lo mismo. Sí, era Broadway. Allí se encontraba la calle 42; tras ella, la estación del ferrocarril; un poco más cerca, Times Square; a la izquierda, Wall Street. Pudo ver hasta la iglesia famosa de los millonarios. Reconoció el centro Rockfeller, el museo Huggenheim y el enorme Empire State Building, desde cuya plataforma de observación le saludaron con pañuelos las figuritas de los turistas. Abajo, por las calles, se deslizaban automóviles multicolores, formando un collar en sus movimientos. Martin tornó en dirección al mar, pero algo le impidió avanzar. Comprendió entonces que no era él quien pilotaba el helicóptero, sino unos ojos y unas manos invisibles. Unos tres minutos después era conducido sobre el río, cortado ahora por la cúpula del cielo. Desde adentro, el resplandor azul del fenómeno tomaba el aspecto de un cielo de verano iluminado por un sol oculto tras el horizonte. Luego fue llevado sobre el Parque Central, casi hasta Harlem, y allí elevado, más bien empujado hacia arriba, a través de una masa incorpórea violeta y sacado a la atmósfera natural de la Tierra. De ese modo, se encontró repentinamente en nuestro medio ambiente, conduciendo el helicóptero, mientras debajo del fuselaje del mismo se extendía la ciudad rodeada por la llama azul. Al instante se dio cuenta de que el aparato le obedecía nuevamente y, sin pensarlo dos veces, empezó a descender, aterrizando en la meseta de hielo cerca del campamento de la expedición.
Le escuchamos atentamente, emocionados, dejando que lo relatara todo hasta el final. A poco, Zernov, meditabundo, inquirió:
—¿Informó usted al almirante?
—No. El sin esto ya está haciendo excentricidades.
—¿Observó usted todo con atención? ¿No se equivocó? ¿No se confundió?
—Es imposible confundir a Nueva York. Aunque en esto hay algo que me intriga, ¿cómo pudieron copiar Nueva York, si todavía no se han acercado a esa ciudad? ¿Quién de ustedes ha leído que las «nubes» rosadas aparecieron sobre Nueva York? Ninguno.
—Tal vez la visitaron de noche —le dije.
—¿Para qué? —objetó Zernov—. Ellos no necesitan visitarla. Sabemos que crearon copias a base de imágenes visuales y a base de impresiones de la memoria. ¿Conoce usted la ciudad de Nueva York en todos sus detalles? —le preguntó a Martin.
—Yo nací en ella.
—¿Cuántas veces paseó por sus calles?
—Miles de veces.
—Ya ve, usted paseó, observó y se acostumbró a la ciudad. Sus ojos grabaron todo lo visto y la memoria lo guardó. Ahora bien, ¿qué hicieron ellos? Simplemente atisbaron en la mente de usted, sacaron lo necesario y lo reprodujeron.
—Esto significa, ¿que ésa era mi Nueva York, tal como yo la he visto?
—No puedo aseverarlo. Pudieron haber copiado la psiquis de muchos neoyorquinos, incluyendo la suya. Existe un juego llamado rompecabezas, ¿lo conoce?
Martin asintió.
—Bien, pues, con un gran número de pedacitos pequeños y multicolores se componen cuadros, retratos, paisajes y naturalezas muertas. Ese mismo método es el empleado por ellos: ensamblan miles de impresiones visuales para crear cosas que existen realmente, con la particularidad de que estas cosas fueron vistas y recordadas por diversas personas de modo distinto. Yo pienso que el Manhattan reconstruido en el laboratorio de los visitantes no es exactamente igual al Manhattan verdadero. Entre los dos existen diferencias notables, ya sea en los detalles, ya sea en los puntos de vista. La memoria visual raramente repite las cosas exactamente como ellas son, porque no sólo graba, sino que crea. Y la memoria colectiva es, a su vez, un material para la creación conjunta. Es una especie de mosaico.