Jinetes del mundo incógnito – Alexander Abramov, Serguei Abramov

«Paris. Congreso. Para Zernov.

Escuché su informe por la radio. Conmovido. Quizás aquí, en Groenlandia, usted pueda hacer un nuevo descubrimiento. Les espero a usted y a Anojin en el próximo vuelo. Thompson».

Ese fue mi día más feliz en Paris.

Capítulo 27 – Imaginación o previsión

Pero no fue sólo mi día feliz, sino también el de ella. Particularmente cuando le relaté lo acontecido con su madre. Al principio no lo creyó y se sonrió como una muchacha en la plazoleta de baile:

—¿Me tomas el pelo?

No respondí. Luego le pregunté:

—¿Tomó tu madre parte en la Resistencia? ¿Dónde?

—Sí, tomó parte, pero ignoro dónde. Nuestro Ministerio de Relaciones Exteriores quiso averiguarlo por medio de los camaradas franceses, mas fue inútil, porque desconocen el sitio exacto. Su grupo fue diezmado por completo y hasta ahora se desconoce el lugar donde ocurrió su muerte.

—Ocurrió en St. Dizier —le dije—. No está lejos de Paris. Ella era intérprete en un casino de oficiales alemanes y en ese mismo lugar fue capturada.

—¿Cómo lo sabes?

—Ella misma lo relató.

—¿A quién?

—A mí.

Irina, lentamente, se quitó los espejuelos y los dobló:

—No debes bromear con esas cosas.

—No bromeo. Martin y yo la vimos aquella noche en St. Dizier. Nos tomaron por pilotos ingleses cuyo avión fue derribado aquella misma noche en las afueras de la ciudad.

Los labios de Irina temblaban de un modo tal, que eran incapaces de pronunciar palabra alguna.

Entonces le conté toda la historia de nuestras vicisitudes, desde el principio hasta el final; sobre Etienne y Lange, sobre la ráfaga del automático que Martin tiró en la escalera del casino y sobre la explosión que oímos en la ciudad en tinieblas.

Ella seguía encerrada en su silencio. Me enfurecí al reconocer la impotencia de las palabras para reproducir no ya la vida, sino la copia de la vida.

—¿Cómo era ella? —me preguntó de repente.

—¿Quien?

—Creo que sabes a quién me refiero.

—Ella cambiaba levemente, en dependencia de quién recordaba sobre ella: Etienne o Lange. Era joven, de tu edad. Ambos, Etienne y Lange, la admiraban, pero a pesar de ello, uno la traicionó y el otro la asesinó.

—Ahora comprendo a Martin —dijo ella casi susurrando.

—La acción de Martin fue demasiado simple para que pueda ser considerada como un castigo para Lange.

—Comprendo —afirmó ella y se quedó pensativa. Luego, preguntó—: ¿Me parezco mucho a ella?

—Eres su copia. ¿Recuerdas la sorpresa que se llevó Etienne cuando entraste en el hotel? ¿Y la atención concentrada de Lange? Si lo dudas, pregúntale a Zernov; él te lo relatará.

—¿Y qué sucedió después?

—Después subí por las escaleras del hotel «Au Monde».

—¿Y todo se desvaneció?

—Sí, para mí.

—¿Y para ella?

Me encogí de hombros. ¡Qué podía responder!

—No entiendo nada —dijo ella—. Existe el presente y el pasado, existe la vida; pero, ¿Y esto qué es?

—Una copia.

—¿Viva?

—Lo ignoro. Tal vez es una copia grabada en sus películas —dije sonriéndome.

—No te rías. Esto es terrible. Vida. ¿Dónde? ¿En qué espacio? ¿En qué tiempo? ¿Se llevan acaso esa vida con ellos? ¿Y para qué?

—Escucha, Irina —le aclaré—, mi imaginación no es tan frondosa como para responder a todas esas interrogantes.

Pero había un individuo que poseía la imaginación necesaria. Nosotros nos encontramos con él al día siguiente.

Por la mañana, fui dado de alta de la clínica y me despedí del profesor Peletier, seco, como siempre, de una manera masculina y discreta: («Usted me salvó la vida, profesor; estoy en deuda con usted») y abracé a mi enfermera, a mi ángel blanco de jeringuillas diabólicas («Mademoiselle, ¡si usted supiera lo triste que es decirle adiós!»). Ella me respondió no con las palabras de una monja, sino de Maupassant («¡Oh! ¡Qué canalla!») y salí al malecón Voltaire donde me esperaba Irina. Me comunicó en seguida que Vanó Chojeli y Anatoli Diachuk habían partido de Copenhague y volado directamente a Groenlandia y que nuestros visados estaban preparándose en la embajada danesa. Yo aún podía estar presente en la sesión plenaria del Congreso.

El asfalto de la calle se derretía por el calor; las escaleras y corredores de la Sorbona, donde se celebraba ahora el Congreso durante las vacaciones estudiantiles, estaban frías y tan silenciosas y desiertas como una iglesia después de la misa. En ellas no se encontraban los retrasados, ni los amantes del cigarrillo o del chisme en los pasillos, ni se reunían los grupos de discutidores.

Todas las habitaciones para fumar y las cantinas estaban vacías. Todos se hallaban reunidos en un auditorio, que ni durante las conferencias más cautivadoras estaba tan repleto como ahora. La gente se sentaba en todas partes: en los pupitres, en los corredores de la sala y en las escaleras del anfiteatro, donde finalmente logramos encontrar un sitio libre.

Hablaba un norteamericano y no un inglés. Lo supe en seguida por la manera de pronunciar las palabras, como la maestra de inglés de mi Instituto que había estudiado en Princeton o en Harvard. Yo lo conocía por su nombre —como todo el mundo de los lectores—, pese a que él no era un hombre de Estado ni un científico famoso, lo que hubiera correspondido a la composición de la asamblea y la lista de sus oradores; era un escritor. Y no era un escritor que podríamos llamar de moda o un especialista en la vida de los científicos, sino simplemente un escritor de ciencia-ficción, que conquistó como Wells en su tiempo, celebridad mundial. Él, en realidad, no se preocupaba mucho de la base científica de sus asombrosas fantasías y, a pesar de que hablaba ante las «estrellas» de la ciencia contemporánea, tenía la osadía de afirmar que a él personalmente no le interesaban las informaciones científicas sobre los visitantes del cosmos que el Congreso obtenía grano a grano y gimiendo (así se expresó: «grano a grano y gimiendo»), sino el hecho mismo del encuentro entre dos mundos completamente diferentes, en esencia, entre dos civilizaciones completamente incompatibles.

Esta declaración y el rumor que se levantó posteriormente en la sala, ya de voces de aprobación, ya de protesta, lo oímos mientras estábamos buscando sitios en los escalones del anfiteatro.

«Señores, no se ofendan por las palabras: grano a grano—, continuó él, dibujándose una sonrisa maliciosa en sus labios—. Sin lugar a dudas, ustedes acumularán toneladas de información de sumo valor en las comisiones de glaciólogos y climatólogos, en las expediciones especiales, en las estaciones e institutos de investigación científica, en los trabajos científicos concernientes a las nuevas formaciones de hielo, a los cambios del clima y a las consecuencias meteorológicas producidas por el fenómeno de las «nubes» rosadas; pero su misterio sigue siendo un enigma para todos nosotros. Hasta el momento desconocemos la naturaleza del campo de fuerza que ha paralizado todos nuestros intentos para aproximarnos a ellos, el carácter de la vida con la que hemos chocado y su localización en el Universo.

Las conclusiones de Boris Zernov respecto a los experimentos de los visitantes para establecer contacto con los terrícolas son muy interesantes, mas éstos son sus experimentos y no los nuestros. Ahora puedo proponer nuestro experimento para establecer el contacto con ellos, si acaso se presenta la oportunidad. Debemos considerar el mundo creado por ellos como un canal directo hacia su conciencia y su raciocinio y conversar con ellos a través de los «dobles» y «espíritus» creados por ellos. Es de suma importancia utilizar toda copia y toda sustancia (estructura) materializada por ellos a modo de micrófono para la comunicación directa o indirecta con los visitantes. Esta sería parecida a una conversación telefónica, sin matemáticas, sin química y sin señales de comunicación. Y hablaremos el lenguaje corriente, inglés o ruso; eso no tiene ninguna importancia: nos comprenderán de todas las formas. Ustedes me podrían refutar diciendo que son fantasías; sí, señores, eso son fantasías. Pero el Congreso se ha elevado ya —observen lo que digo, «se ha elevado» y no «ha descendido»— hasta el nivel de auténticas fantasías científicas. Además, no insisto particularmente en la palabra científica, sino que subrayo simplemente la palabra «fantasía», o sea, esa inspiración cuando la imaginación se transforma en previsión. (Ruido en la sala). ¡Los científicos son personas corteses! ¿Por qué no gritan más fuerte? ¡Sus palabras son un sacrilegio en el templo de las ciencias!» (Gritos en los bancos: «¡Claro que es sacrilegio!»). Señores, sean más justos. ¿Previeron acaso los científicos la televisión, el videoteléfono, el láser, los experimentos de Petrucci y los vuelos cósmicos? No, señores, todo eso fue previsto por los escritores de ciencia-ficción.

He estado presente en todas las sesiones de la Comisión de Conjeturas y me he quedado admirado hasta lo indecible por todo lo oído: aquello era fantasía pura. Explosiones de imaginación. ¿No era tal vez fantasía la hipótesis sobre el holograma, o sea, sobre la capacidad de los visitantes de percibir visualmente cualquier objeto con la ayuda de ondas luminosas reflejadas? Este tipo de fotograbación se percibe a modo de representación tridimensional y posee todas las particularidades ópticas del paisaje natural. Esta hipótesis ha sido corroborada por la información recibida ayer relativa a los icebergs marcados con pintura en la bahía de Malville, en Groenlandia. Los icebergs fueron pintados por la expedición danesa del barco «Reina Cristina», ante los ojos de los «jinetes» que galopaban por el cielo. Desde el barco, a la distancia de cien metros, era imposible ver a simple vista las huellas de la pintura; sin embargo, los «jinetes», volando a varios kilómetros de altura las notaron, bajaron en picado, lavaron la pintura y sólo después de limpiar el iceberg atraparon la gigantesca masa de hielo. De este modo, la conjetura de que los visitantes poseen una supervisión es un hecho científico.

No toda fantasía es previsión y no toda hipótesis es racional. Quisiera citar como ejemplo la hipótesis de la Iglesia Católica, la cual afirma que los visitantes no son seres vivos dotados de inteligencia, sino creaciones artificiales de nuestros hermanos por «imagen y semejanza de Dios». En esencia, ésta es la misma fórmula religiosa respecto a Dios, a la Tierra y al hombre, en la cual la idea de «Tierra» se extiende a la escala del Universo. Hablando filosóficamente, éste es un tributo al antropocentrismo ingenuo que puede ser refutado incluso basándonos en esos «granos» de conocimiento que hemos obtenido respecto a las «nubes» rosadas. Si sus creadores hubieran sido humanoides, entonces, al enviar esas criaturas cibernéticas para la exploración del espacio cósmico, sin duda, habrían tenido en cuenta la posibilidad de encontrar a hermanos similares, si no por su inteligencia, por lo menos, por su aspecto. Programados como corresponde, esos biorrobots habrían encontrado un lenguaje común con los terrícolas y la vida humana no les habría resultado tan compleja y misteriosa. No, pese a todas las aseveraciones de los teólogos y antropocentristas, estamos frente a una forma de vida diferente a la nuestra, y por ahora desconocida e incomprensible. Posiblemente que sea una incomprensión mutua, pero eso, de ninguna manera alivia nuestra situación. Tratemos de preguntarnos, por ejemplo: ¿Cómo viven nuestros visitantes en su mundo? ¿Son inmortales o simplemente tienen una larga vida? ¿A qué distancia viven de nosotros? ¿Cómo se reproducen, cómo organizan biológica y socialmente sus vidas y en qué medio —líquido o gaseoso— se desarrollan? ¿No necesitan quizás ningún medio para vivir y mantienen su existencia simplemente a costa de las concentraciones de energía aisladas del medio exterior por campos de fuerza? Apelo a sus fantasías, señores: ¡prueben a responder! (Ruido en la sala, aplausos). Sus aplausos son un voto de confianza a mis palabras. Siendo así, este insolente escritor de ciencia-ficción puede continuar hablando, ¿no es así?»

En ese momento noté que el presidente miraba involuntariamente a su reloj de pulsera y alargaba su mano en dirección al timbre, pero el ruido de los aplausos y los gritos en diferentes idiomas: «¡Continúe! ¡Continúe!», le hicieron desistir de ello.